"Matanza" es una palabra muy grande: la cadencia del su sola pronunciación basta para generar ese leve escalofrío que, en algunos, incita a la más ansiosa curiosidad. Una palabra, en fin, que no sólo lleva nuestra historia atada al título de cada uno de sus capítulos, sino que además ha ido repitiéndose a lo largo de las páginas de la literatura como un sello de cruda lucidez y, a la vez, de ambición.
Imaginemos una novela poblada por personajes inciertos. En el primer capítulo, un grupo de niños tira piedras a las lagartijas y, cuando al fin logran darle a una y la matan, forman un círculo alrededor del cuerpo inerte del reptil y van tanteándolo con palitos, pinchándole los ojos y forzando su garganta hasta abrirla del todo; y todo esto entre risas y bromas. En el segundo capítulo, un anciano general de allá por los inicios del siglo XX rememora los fusilamientos que ordenó con una mezcla de congoja, culpa y placer; sintiéndose incómodo de repente, se levanta de su viejo sofá, enciende su pipa y marcha hacia la puerta que lleva de la sala a la terraza: allí, se detiene debajo del techo y observa a la calle, donde llueve sin parar. Sin saber qué lo empuja, sale al chaparrón y camina como perdido por el jardín fangoso, hasta que resbala y cae; ya en el suelo, siente que algo se le aproxima, un montón de presencias que lo llenan de un pavor extraño, resignado y quedo, frente al cual se descubre a sí mismo tranquilo. Cerrando los ojos, comprende que él mismo está condenado: picos o fauces (manos, al fin y al cabo) desgarran su cuerpo. En un tercer, cuarto o quinto capítulo, un hombre atormentado por las deudas va caminando como perdido por las calles, hundido en reflexiones tortuosas y sin salida. Finalmente, al llegar a su departamento, se encuentra con que su familia le espera para cenar; él, con una sonrisa tímida e insegura, se sienta a la mesa y, en el momento de la oración, coge el cuchillo que está sobre la mesa, al lado de su plato: lo que sigue es imaginable.
Pueden seguirse agregando capítulos y capítulos: la matanza es, en sí misma, género, personaje y argumento. Pienso en grandes momentos de la literatura: el genocidio en la plaza en Cien años de soledad, la lenta y silenciosa peste hacia el final de La muerte en Venecia, el desenlace fatal de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare, la sombra que pesa y se mantiene constante a lo largo de El muro de Sartre, el asesinato de los recién nacidos ordenado por Herodes en el Nuevo Testamento. O, en el cine, escenas tan crudas como la del fusilamiento de los inocentes en La boca del lobo, de Francisco Lombardi. En todos los casos, la matanza parece tener voz y vida propias: sangre real corre por sus venas.
¿Una estética de la matanza? Quizá. El mayor de los ejemplos imaginables, el paradigma del género, sin duda tendría que ser el Decamerón de Boccaccio: no en sus cuentos, sino precisamente en la introducción, una de las tantas joyas que encierra ese libro, y una de las reflexiones en torno a la condición humana más acertadas que se han escrito. La peste, los muertos abandonados en las calles o en sus casas, el miedo. Pero, me dirán, eso no es matanza, es epidemia. Y, sin embargo, ¿qué es la epidemia sino otra forma de matanza? En manos de Dios, si quieren, pero lo cierto es que hay un exterminio; en el caso de este libro en particular, un exterminio que se hace necesario para levantar la novela entera, al hacerse necesario un contrapeso en la balanza para construir la armonía en los espíritus de los personajes: de ahí los cuentos y las canciones, la picardía, el humor, el erotismo. El impulso vital contra el imperio de la muerte, que es insaciable. En cada uno de sus momentos y palabras, el Decamerón, ese palacio literario megaestructurado e infinito, no es sino una enorme novela de la matanza.
Hablo, entonces, de un tema real y profundo, existencial y constante, que nunca dejará de presentársenos como un motivo de reflexión y aún de preocupación. Quién sabe, a lo mejor y podemos decir, como Schopenhauer, que estamos abandonados en un mundo gobernado por una Voluntad propia pero irracional, que no busca más que la vida a través del sacrificio de los individuos que lo habitan, condenándolos al sufrimiento a través de su representación como voluntad (suma de necesidades) en cada uno de ellos, siendo su única esperanza (curiosa ironía) la aniquilación de la especie, una nueva matanza.
Llegado a este punto, ¿hablo de literatura o de nuestra propia vida? Quién sabe: a lo mejor, la verdadera pregunta sería: ¿Existe una diferencia real entre ambas?
Imaginemos una novela poblada por personajes inciertos. En el primer capítulo, un grupo de niños tira piedras a las lagartijas y, cuando al fin logran darle a una y la matan, forman un círculo alrededor del cuerpo inerte del reptil y van tanteándolo con palitos, pinchándole los ojos y forzando su garganta hasta abrirla del todo; y todo esto entre risas y bromas. En el segundo capítulo, un anciano general de allá por los inicios del siglo XX rememora los fusilamientos que ordenó con una mezcla de congoja, culpa y placer; sintiéndose incómodo de repente, se levanta de su viejo sofá, enciende su pipa y marcha hacia la puerta que lleva de la sala a la terraza: allí, se detiene debajo del techo y observa a la calle, donde llueve sin parar. Sin saber qué lo empuja, sale al chaparrón y camina como perdido por el jardín fangoso, hasta que resbala y cae; ya en el suelo, siente que algo se le aproxima, un montón de presencias que lo llenan de un pavor extraño, resignado y quedo, frente al cual se descubre a sí mismo tranquilo. Cerrando los ojos, comprende que él mismo está condenado: picos o fauces (manos, al fin y al cabo) desgarran su cuerpo. En un tercer, cuarto o quinto capítulo, un hombre atormentado por las deudas va caminando como perdido por las calles, hundido en reflexiones tortuosas y sin salida. Finalmente, al llegar a su departamento, se encuentra con que su familia le espera para cenar; él, con una sonrisa tímida e insegura, se sienta a la mesa y, en el momento de la oración, coge el cuchillo que está sobre la mesa, al lado de su plato: lo que sigue es imaginable.
Pueden seguirse agregando capítulos y capítulos: la matanza es, en sí misma, género, personaje y argumento. Pienso en grandes momentos de la literatura: el genocidio en la plaza en Cien años de soledad, la lenta y silenciosa peste hacia el final de La muerte en Venecia, el desenlace fatal de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare, la sombra que pesa y se mantiene constante a lo largo de El muro de Sartre, el asesinato de los recién nacidos ordenado por Herodes en el Nuevo Testamento. O, en el cine, escenas tan crudas como la del fusilamiento de los inocentes en La boca del lobo, de Francisco Lombardi. En todos los casos, la matanza parece tener voz y vida propias: sangre real corre por sus venas.
¿Una estética de la matanza? Quizá. El mayor de los ejemplos imaginables, el paradigma del género, sin duda tendría que ser el Decamerón de Boccaccio: no en sus cuentos, sino precisamente en la introducción, una de las tantas joyas que encierra ese libro, y una de las reflexiones en torno a la condición humana más acertadas que se han escrito. La peste, los muertos abandonados en las calles o en sus casas, el miedo. Pero, me dirán, eso no es matanza, es epidemia. Y, sin embargo, ¿qué es la epidemia sino otra forma de matanza? En manos de Dios, si quieren, pero lo cierto es que hay un exterminio; en el caso de este libro en particular, un exterminio que se hace necesario para levantar la novela entera, al hacerse necesario un contrapeso en la balanza para construir la armonía en los espíritus de los personajes: de ahí los cuentos y las canciones, la picardía, el humor, el erotismo. El impulso vital contra el imperio de la muerte, que es insaciable. En cada uno de sus momentos y palabras, el Decamerón, ese palacio literario megaestructurado e infinito, no es sino una enorme novela de la matanza.
Hablo, entonces, de un tema real y profundo, existencial y constante, que nunca dejará de presentársenos como un motivo de reflexión y aún de preocupación. Quién sabe, a lo mejor y podemos decir, como Schopenhauer, que estamos abandonados en un mundo gobernado por una Voluntad propia pero irracional, que no busca más que la vida a través del sacrificio de los individuos que lo habitan, condenándolos al sufrimiento a través de su representación como voluntad (suma de necesidades) en cada uno de ellos, siendo su única esperanza (curiosa ironía) la aniquilación de la especie, una nueva matanza.
Llegado a este punto, ¿hablo de literatura o de nuestra propia vida? Quién sabe: a lo mejor, la verdadera pregunta sería: ¿Existe una diferencia real entre ambas?
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