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domingo, 12 de agosto de 2012

Tolstoy: el gigante ruso



Sucedió una madrugada de noviembre del año 1910. Era pleno invierno, y debió hacer un frío comparable al de los últimos círculos del Infierno dantesco, cuando un tren se detuvo en la entonces estación de Astapovo, Rusia. Dos hombres, un médico y el jefe de estación, ingresaron en él y llevaron afuera el cuerpo moribundo de un viejo de 82 años, alto y barbudo, que moriría al cabo de unos días. Veinte años después, y en honor a aquel mismo hombre, que se había ganado el respeto y el afecto de todas las clases sociales del país, la localidad entera cambiaría de nombre, adoptando en su lugar el suyo: Lev Tolstoy.
Un nombre que, por cierto, trae consigo el eco de muchísimas cosas: el viento que atraviesa el interminable paisaje de las estepas eslavas, sí, pero también el ruido del trabajo de los mujiks que siegan las cosechas, el fragor de los cañones y los sables en mitad del campo de batalla, el tintineo de las copas llenas de champagne en los majestuosos salones de la aristocracia, la voz de los fantasmas que acechan desde lo más profundo del hombre entregado a la lucha diaria del vivir. Todo ello está en Tolstoy, ese coloso de las letras universales que no dejó que nada quedara excluido de sus obras, y que supo captar con un talento narrativo y una mirada integradora sin precedentes el todo de la vida social, moral y psicológica de la Rusia en la que le tocó vivir.

El autor y la tradición
Resulta difícil imaginar a alguien que pudiera no quedar deslumbrado por la literatura rusa. Desde Pushkin y Gógol, por lo menos, ésta quedó consolidada como una tradición en la que la técnica descriptiva y el desarrollo psicológico de los personajes son la clave para dar solidez y verosimilitud a la obra. Esto es algo que podemos ver en autores que van desde Lérmontov hasta Chejov, pero que encontraría su máxima expresión en las novelas de Tolstoy.
Sobre el realismo de Tolstoy se ha dicho tanto que tal vez no valga la pena agregar mucho. La descripción de sus escenarios, ya sea que se trate de grandes salones, ciudades, suburbios o campos de cultivo o de batalla, es de una pulcritud y una economía admirables. Poco se ha dicho, en cambio, de su talento para tejer los abismos psicológicos de sus personajes, una rama en la que se suele pensar, ante todo, en Dostoievski (al que Tolstoy admiraba muchísimo, como se lo hizo saber por carta a través de un amigo, pese a que los dos escritores nunca llegarían a conocerse).
Pero Tolstoy no tiene nada que envidiar al autor de Crímen y castigo. De hecho, él consiguió, a través del estilo claro y cuidadoso que le era propio, sondear a fondo las angustias y esperanzas de sus personajes, haciendo de lo moral y lo psicológico dos cosas inseparables. Es más: tal vez él haya sido el primero en utilizar la técnica narrativa del monólogo interno, normalmente asociada a Joyce, como puede verse en muchos pasajes de Guerra y paz, así como en ese inolvidable momento de Ana Karenina en el que la protagonista desea, inconscientemente, que su esposo se moleste con ella y la castigue por sus infidelidades.

Pilar de las letras
No deja de ser curioso que el último capítulo de la vida de Tolstoy empiece en una estación de trenes. Treinta y tres años antes, una desesperada Ana Karenina encontraría la muerte saltando a las vías del ferrocarril.
Para nosotros, Tolstoy es mucho más que la promesa de grandes historias y personajes inolvidables. Es, también, un pilar de nuestra cultura, un monumento sin el cual la literatura de nuestros tiempos sería inimaginable (o, por lo menos, enormemente pobre). Al que quiera escribir, le recomiendo leer a Tolstoy: aprenderá algunas de las lecciones literarias más importantes de su vida. 

(Este artículo apareció publicado en el Dominical -suplemento cultural del diario El Comercio- el doce de agosto del 2012). 

domingo, 4 de octubre de 2009

Las mujeres que no sabían ser amadas


Podemos imaginar a la literatura como un enorme juego de espejos cóncavos, manchados o rotos en los que, a veces con violencia, a veces con ternura, y a veces con ambas, los autores y sus hijos (personajes, palabras, estilos) tratan de encontrarse o perderse. A esto, creo yo, se debe ese enorme abanico al que se ha denominado "escuelas" y "tendencias" literarias. También los tópicos. Mi objetivo, aquí, es comentar uno de esos tópicos a través de una breve (espero) lista de ejemplos.
De todas las historias de amor que la prosa y el verso registran, creo que ninguna resulta tan magníficamente patética como la de Dante y Beatriz: el poeta, abrasado por el más profundo y desgarrador sentimiento de amor, se siente devastado a la muerte de su joven amada; sueña, entonces, con su llamado: la voz de Beatriz llega a sus oídos a través de una figura casi paternal, Virgilio, y lo convoca a conocer y registrar cuanto sucede en los espacios subterráneos del Infierno, en la montaña del Purgatorio y en los círculos celestes del Paraíso. Pero el patetismo aguarda al final de la obra: Beatriz, una vez que han llegado a la Rosa, desaparece del lado de Dante y vuelve a ocupar su lugar en el Empíreo, mientras el poeta, que ha llegado tan lejos buscándola, se queda solo ante la Perfección en la que, él lo sabe, no tiene un lugar. La única voluntad que ha guiado a Dante hasta ese lugar, en lo más alto del Paraíso, es el amor hacia Beatriz: la mujer que, al final, no le corresponde. Y Dante debió sentir con especial dolor ese último abandono que sabía necesario para el orden providencial de su poema, pues narra el suceso con una tristeza muy aguda, pero resignada, la tristeza del que se sabe a sí mismo un hombre, alguien que nada puede hacer contra el orden divino de las cosas.
Si saltamos algunos siglos hacia delante, tenemos un caso que, siendo muy distinto, no deja de ser, pese a todo, secretamente similar: el de Werther y Lotte, los personajes de la famosa novela epistolar de Goethe. Como jóvenes que son, el uno y el otro no pueden dejar de oír a sus sentimientos contra toda orden racional: bajo sus formas, Las penas del joven Werther narra una serie de batallas íntimas: la de cada personaje contra sí mismo. Werther sabe que no debe amar a Lotte, y sin embargo no puede dejar de hacerlo; del mismo modo, Lotte sabe que está inscrita en un orden que, por ética y por razón, no debe ser roto, pero no puede dejar de ver a Werther, ni tampoco de seducirlo inconscientemente (hay un íntimo y perverso placer en Lotte ante la sumisión de Werther). Pero así como no puede detener el coqueteo, tampoco puede corresponder al hombre que la ama, traicionando su propio espíritu romántico, empujando a Werther a la muerte (que, para ser más patética, se da él mismo con las pistolas del esposo de Lotte).
Otro (obvio) ejemplo es la ridícula Madame Bovary: la mujer que no puede conciliar su espíritu romántico con el código realista en el que vive, y que se deja empujar por sus sentimientos de un amante a otro, hasta que sólo le queda matarse. Y sabiendo, sin embargo, que en el fondo no amó nunca, porque no son lo mismo pasión y amor; pero sabiéndose, en cambio, amada por su esposo, al que no soporta. Con Ana Karenina (que es un personaje mucho más atractivo que Bovary) sucede algo similar, pero Tolstoy logra narrarlo con mucha más habilidad que Flaubert: ella quiere corresponder a su esposo, devolver el orden natural a las cosas que se han torcido, abandonar su vida de adúltera... pero no puede: me refiero a ese sublime momento en que Ana Karenina espera una reacción de su esposo, el enojo, que nunca llega: no hay reconocimiento, ni por tanto expiación: nada puede corregirse; ergo, solo resta la tragedia.
Un último caso (quizá el narrativa y psicológicamente más complejo) es el de Alejandra Vidal Olmos, ese personaje perfecto de Ernesto Sábato: la percibimos oscuramente, y pese a que nos revela algo de sí misma, no hace más que inflar su propio aire de misterio. Necesita la ternura, pero es incapaz de medir las reacciones de los otros, ni la influencia que ella misma ejerce sobre aquellas. Nicolás quiere amarla, pero ella no hace más que titubear y, al final, retroceder a cada intento; todo empieza a hacerse insoportable: obsesión, pasión, culpa, soledad... y una forma de purificación, de expiación, se vuelve necesaria (y fatal): el asesinato de su padre y el posterior suicidio, prendiendo fuego al mirador.
¿Qué es lo que unifica a estas mujeres? El tópico que vuelve una y otra vez: ninguna de ellas sabe amar a los hombres. Todas son íntimamente egoístas, y una voluntad y un placer perversos las empuja hacia la dominación, el soñado placer y, pareciera que al fin pero en realidad desde el principio, a la autodestrucción. Aman como niñas, y en cierto modo lo son, pero sus juegos no encuentran cabida en el código de las relaciones reales. El resultado que siempre se repite es, sin embargo, una prolongación de su perversidad, que no se entierra con ellas: los hombres solos y heridos, no muy seguros de a quién atribuir las culpas, íntimamente desesperados.
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