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domingo, 28 de noviembre de 2010

Ser "contemporáneo"


A ver, a ver... un viejo tema al que ya es hora de volver. Porque lo cierto es que, a medida que avanza este siglo nuevo y extraño, uno casi se siente forzado a ponerse la pregunta en la cara y tratar de dar con algo que se parezca a una respuesta: ¿qué carajo es, al fin y al cabo, ser "contemporáneo"? O, si se quiere, qué demonios es eso de comprenderse a uno mismo como parte de este siglo XXI, tan preñado de placeres y temores fugaces. ¿Podemos dar algún paso en este sentido, y llevar la pregunta a algún lado? Bueno, al menos podemos hacer el intento. 
La gran duda que me asalta, llegado a este punto, es la de si soy el más indicado para tratar este asunto. Algunos podrían decir que no: mi relación con la tecnología es más bien errática, vivo exiliado del escaparate público del mundo virtual (no tengo Facebook ni parecidos, ni uso el Messenger), y apenas si puedo entenderme con mi celular y con el control remoto del TV. Es decir, que tengo un rinconcito de mi ser en el que sigo siendo un maravilloso habitante del siglo XX. Pero, por otro lado, también es cierto que en más de una ocasión he tratado cuestiones y problemas relativos a la contemporaneidad: además de las notas que he colgado en este mismo blog, he escrito algunos artículos para revistas, y pienso sobre todo en uno que escribí para El Grito sobre el cibersexo y sus implicancias en lo que se refiere a la nueva forma de concebir al otro. ¿Tengo o no el derecho? La verdad, yo creo que sí: al fin y al cabo, y por mucho que me guste pensar en mí mismo como un superviviente del siglo pasado, hay muchos ámbitos en los que esto no es aplicable, y vivo, para bien o para mal, en un mundo que ya no es ese. Así que vayamos a por ese hueso. 
A ver, ¿qué es ser "contemporáneo"? Por supuesto que hay muchas formas de responder a esta pregunta. Ahora que ha empezado la Era Google, ser contemporáneo implica, dirán muchos, la comprensión y la autocomprensión en función a este universo compartido que lleva el nombre de Internet, Ciberespacio, Mundo Virtual o lo que quieran. Uno interpreta a los otros (y a sí mismo) a menudo a través de perfiles públicos, ya sea de Facebook, de Twitter o de Blogger. Así, cada cual puede jugar, con todos los derechos del mundo sobre la mesa o el teclado, a representar a su propia caricatura. Si todos los rostros son máscaras, ahora la cuestión ha tomado otros colores: las nuevas máscaras son especialmente vívidas. 
Gajes del oficio, o de la Web 2.0, o de lo que quieran: lo cierto es que ahora todos tenemos derecho a montarnos un terrenito en el mundo virtual y, allí, construir con las herramientas que tengamos a mano. Ya se trate de una catedral o de una villa, de un burdel o de un laberinto, lo cierto es que todos podemos jugar  ser arquitectos o demiurgos, a dibujar nuestro propio rostro del modo que queramos y de tal forma que faltar a la realidad no sea otra cosa que generar una realidad. Y esto último es particularmente interesante, porque se trata de la pregunta por el referente. ¿Qué realidad debe fundarse sobre la otra? ¿La física o la virtual? ¿Cuál es la verdadera realidad? ¿O se trata de reparar en el diálogo entre una y otra, porque en realidad son una sola? Dejo estas preguntas en el aire, a ver quién dice qué cosa.
En todo caso, lo que yo entiendo por ser contemporáneo es algo que se desprende de toda esta gama de reflexiones. La contemporaneidad, según mi humilde parecer, no está determinada por los calendarios tal y como los disponen los historiadores, ni por las tecnologías existentes, ni por complejos estudios de progreso o involución social y política. Más bien, yo diría que la clave del ser o no ser contemporáneo ("posmoderno", si quieren) está en la forma en la que nos concebimos a nosotros mismos, a los otros y al mundo que nos rodea (y acúseseme de davidsoniano o gadameriano si se quiere, que lo reconozco abiertamente).En otras palabras, que no somos lo que somos en virtud de un principio absoluto determinado por el correr de los años y las tecnologías, sino de la forma en que interpretamos eso a lo que llamamos existencia, una palabrita que, a estas alturas, ya necesita una ampliación semántica. 
La contemporaneidad, pues, o el ser contemporáneo, estaría atada más bien a una forma de sensibilidad nacida en un ecosistema como este en el que vivimos. A medida que pasan los años, la noción que tenemos de lo que podamos llamar esferas privadas y públicas está cambiando muchísimo, y empiezan a confundir muchas de sus fronteras: la privacidad, hoy, es a menudo el sinónimo de un muro de Facebook, o un perfil de Msn, o una descripción de uno mismo en una sala de chat-sex. Esto afecta tanto a la forma en que vemos o interpretamos a los otros como a esa otra mediante la cual nos comprendemos a nosotros mismos, y todo esto en este ambiente compartido que tiene tales o cuales características. ¿Se entiende lo que trato de decir? 
En forma resumida, podríamos plantearlo así: que no se trata de enfocar el análisis en el medio, en la Web o lo que sea, sino que hay que partir de la forma en que las personas se interpretan a sí mismas y entre sí en relación con este medio ("mundo compartido", lo llamaría Davidson; "horizonte", lo llamaría Gadamer). Lo que es contemporáneo, así, no es nuestro mundo, sino la forma en que lo interpretamos y, sobre todo, la forma en que nos interpretamos dentro del mismo. De esa forma, creo yo, se puede atacar mejor la cuestión del "ser contemporáneo", que en cierto modo tanto nos atañe a todos nosotros. 
Escribiré este párrafo rápidamente, como un addendum: de lo antes dicho se desprendería una interesante consecuencia en el plano de la estética, y lo digo pensando sobre todo en obras que ya se han hecho llamar "posmodernas". En otras palabras, que lo que determina el goce y la interpretación estéticas es, desde ya, el planteamiento de una nueva forma de sensibilidad, que abra un nuevo concepto de lo que pudiera ser, en efecto, la estética. Piénsese si se quiere en obras como las de Fernández Mallo, César Gutiérrez o aún Houellebecq, que piden, precisamente, una nueva forma de leer y entender el fenómeno artístico. El diccionario y, por ende, las formas de sentir y entender están cambiando. 

Fuente de la imágen: diario ABC (abc.es). El autor es un tal Brookins.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Cuando Verdad se escibe con mayúsculas


Hablar de la Verdad en su estado puro no es otra cosa que buscar problemas. Algunos recordarán que hace un tiempo publiqué una entrada en la que traté de esbozar algunos de los problemas que implica el hablar de la Verdad, y uno de los temas que traté fue, precisamente, el de su valor plural y, algunos dirían, "relativo" (esto no en el sentido nietzscheano, sino más bien en uno derivado de Peirce y de James). Que es, por cierto, el tipo de verdad que me interesa a mí: la que se desnuda de toda su seriedad para casi parecer una mentira, porque sabe que puede serlo. Como bien lo dijo Hume, todo conocimiento, toda verdad, es un acto de fe: nosotros damos un sustento a las creencias al implicarnos con ellas, por cómo les dejamos que afecten sobre nuestras vidas; o las alimentamos con una especie de humor casi indiferente, si se quiere, pero considerando, como diría Russell, su valor como hipótesis.
Pero está la otra Verdad, la que se escribe con mayúsculas. Ernesto Sábato decía que cuando se hablaba de la Humanidad con mayúsculas es que la humanidad tenía que empezar a temblar. Pues algo así sucede con la Verdad. Y habría que preguntarse no solo quién fue el que le puso la maldita mayúscula delante, sino también quién se lleva el peso del asunto.
Porque la verdad, sobre todo cuando está con mayúsculas, es siempre un discurso. Sirve, claro está, para dar un orden a la sociedad y, por ende, para estructurarla. Pero, ¿en favor a los intereses de quién?
Este es uno de los temas fundamentales de la teoría crítica (después de Nietzsche, vale la pena revisar los textos de Adorno, Marcuse, Foucault, Gramsci y Pasolini). Yo, les digo la verdad, no se hasta que punto pueda decirse que son exagerados. He de insistir, supongo, en la validez actual de estas teorías (que, recuérdese, es otra clase de discurso), y quizá sea el momento de que alguien formule sus implicancias con el desarrollo de la sociedad virtual, el Internet y la globalización del mundo de las telecomunicaciones.
Ya se lo que dirán algunos: que me puse, de repente, muy serio. Bueno, es un tema que ya he tratado muchas veces; y, de todos modos, les recuerdo que casi todas las grandes masacres de la historia han sido en nombre de la Verdad (y de la Humanidad, de paso).

Imágen: "Rua Ruini", de Xul Solar

domingo, 17 de enero de 2010

El precio de la intimidad


Ante todo, sí: me reconozco como un voyeurista nato, y me deleita mucho la idea de observar a quien (quizá) no sabe que le observo. Es un vicio sano. Pero una cosa son los placeres del que observa, y otra las ganas de joder del que mete mano, cara y lo que sea en la vida ajena sólo porque siente que esa es su "responsabilidad ante la sociedad y la moral". ¿Que qué trato de decir? Muy simple: piensen en los nuevos scaners en los aeropuertos (que, según el autor del blog "Opciones Avanzadas", te desnudan hasta las ideas), en la denuncia de ideologías, en la persecución de redes, en las campañas antitabaco que nos hacen a los fumadores un montón de parias que no merecen la vida, en las cámaras que registran cada movimiento que sucede en las calles de distritos enteros... piensen en todo esto, y se entenderá lo que trato de decir.
Algunos le llaman "seguridad". Bien, bien... pero pensemos un poco más, retomemos un par de lecturas de Foucault, otra de Marcuse y una o dos más de Nietzsche (quién nos dice qué es la Verdad, ¿no es cierto?), y pensemos qué carajo es esto de la "seguridad" en realidad. Porque otro nombre sería, ciertamente, Control. La expresión "mantener el orden" expresa, precisamente, la idea: mantener el orden ideológico, moral y social que se supone debe ser mantenido para que las personas estén no solo libres de peligro, sino también controladas: qué creer, pensar o decir. Algo así se ven las cosas.
Dicho de otra forma, no hay que ser tan cándidos. Como decía Foucault, hay un discurso subyacente en todas las expresiones humanas. Vivir más seguros es, también, aceptar pagar a cambio fuertes dosis de nuestra libertad y de nuestra intimidad, tener al Sistema hasta en la cama, entre las sábanas y vaya uno a saber en dónde más. Pero esto suena conocido, ¿no? Hubo un escritor inglés que previó un poco estas cosas: me refiero, claro está, a George Orwell, que imaginó algo similar a lo que nos sucede, y le puso por título 1984. (¿No suele decirse que a la realidad le complace copiar a la literatura?). Un mundo mejor (un mundo Feliz, para los que han leído a Huxley) bien puede ser uno de pesadilla.
El debate es, ciertamente, el de las esferas privadas y públicas. En la esfera privada, uno es libre de hacer, pensar y decir lo que quiera (esto es, una persona, en la soledad de su mente, puede saberse un pedófilo o un asesino en potencia, sin tener que sentirse obligado a sentirse mal por ello); en la pública, hay otros seres y entidades que nos juzgan, regulan y hasta corrigen. Hay una serie de códigos (morales, sociales, ideológicos, etc) ante los que debemos comparecer si queremos formar parte del todo. El problema es, precisamente, cuando concedemos espacio de una esfera a la otra. Pronto, el hombre no sólo no va a tener intimidad, sino que va a temerla: pocos tendrán el valor de darse cuenta de lo que guardan del otro lado de las convenciones sociales y las opiniones de buen gusto.
Porque hay que reconocerlo: cada vez menos personas pueden soportar el estar solas. La vida contemporánea nos ofrece de todo para evadir nuestra intimidad: un universo en expansión de telecomunicaciones, conexión a internet en todas partes, redes sociales virtuales... Una persona que prefiera encerrarse a leer o a pensar una noche a solas es rara: ¿por qué mejor no entra a Facebook, Messenger o alguna otra de todas esas? Internet hasta en la sopa. Y, mientras tanto, el teléfono no deja de sonar. Parece de pesadilla, o lo es.
En fin, que las cosas empiezan a tornarse, sin que queramos darnos cuenta, bastante complejas. La vieja corriente crítica, el casi olvidado existencialismo y todas esas tendencias que se estudian como parte del pasado, parecen cobrar vigencia con cada día que pasa. Se trata de plantearse cuánto estamos dispuestos a sacrificar a cambio de nuestra seguridad. ¿No es mejor una vida de riesgos que un montón de cadenas? Al menos podríamos mover los brazos. Hay que sentarse a pensar.

jueves, 15 de octubre de 2009

El culto de los libros


De acuerdo: este título casi es un plagio del de Borges, Del culto de los libros, pero eso no es una casualidad: después de todo, este tema va convirtiéndose en un debate bastante acalorado, sobre todo desde la reciente aparición de "cosas" tales como los "google books" o el famoso "kindle", o como quiera que se llame. Es decir, ¿le llegó la hora al libro? Hora de ser superado y desechado, digo, ¿por la tecnología? Habría que pensárselo un par de veces, y debatir las posibles consecuencias.
En su ensayo, Borges empieza por considerar la idea del "libro sagrado": todo aquél que es santificado por una tradición o por un hombre, en el sentido en que lo fueron la Biblia o el Corán (la Ilíada, para Alejandro Magno). Hoy, sin embargo, en este siglo de telecomunicaciones y virtualismos, ¿es posible siquiera imaginar un texto de ese valor? Yo creo que sí: cada lector crea su propio panteón de autores divinizados (en el mío, por ejemplo, se encuentran Borges, Sábato, Goethe, Faulkner, Sartre, Schopenhauer, Baudelaire... entre muchos otros), que son leídos con una suerte de fervor casi religioso (o más que religioso), y con una suerte de entrega bastante particular. Y esto pasa con todo el mundo; pero, a medida que se renuevan las sangres, ¿qué podemos esperar de las formas de leer, o de considerar a los textos? Porque todas las formas cambian, y ello depende de toda una serie de factores que impulsan la construcción del sentido (sociales, mentales, históricos... ), y mañana la gente no pensará como pensamos el día de hoy. ¿Qué esperar, entonces?
Personalmente, me gusta creer que los libros puedan perecer algún día: se volverán más raros, pero tendrán un círculo asegurado de adeptos que no los dejarán morir. Si tomamos en cuenta los factores económicos, creo que implican una de dos opciones: o el libro sobrevive en manos de aquellos que no se puden dar el lujo de comprar un "kindle" (o como se llame), o lo hacen como artículo de lujo. A mí, por lo pronto, estas nuevas opciones tecnológicas no me interesan: me gustan las bibliotecas grandes y los tomos amarillentos, la sensación de pasar las páginas y la de cerrar el libro casi ritualmente una vez que he pasado el último punto. Espero estar en lo cierto, y poder apostar sin riesgo por mis augurios. (Dicho sea de paso, ¿va a haber que cambiar el Día del Libro por "El día del kindle", si es que las cosas no salen como yo espero?)

miércoles, 19 de agosto de 2009

Del futuro de las biografías, o una reflexión en torno a la (de)construcción del futuro pasado

Como miembro de mi siglo, no puedo evitar sentir cierta lástima por los biógrafos del futuro (si es que todavía podemos creer en un futuro, claro está). Es decir, imaginemos al buen y pobre tipo que, de aquí a setenta o cien años, decide que es hora de escribir la biografía de algún sujeto de mi generación o de las de sus alrededores y que, cuando decide ponerse manos en la masa, se da cuenta de que tiene muy poca masa, y casi nada de material biográfico con qué trabajar.
Es decir: estamos en la era del "consume y desecha" a la que nos obligan el virtualismo y sus consecuencias. Ya nadie escribe y guarda sus cartas: hoy, escribimos mails que borramos, si no en seguida, al menos si pasado algún tiempo (¿días, semanas, meses?); yo no uso el facebook, pero ese también es un medio de socialización repleto de material biográfico que, con el paso del tiempo, pasa a ser borrado. Hoy, la información es virtual, no tiene una categoría física que lo respalde, y como tal pasa a ser erradicado en muy pocos segundos y con absoluta comodidad. De alguna forma, vivimos muy anclados en el presente, borrando de a pocos, y sin darnos cuenta siquiera, de lo que será nuestro pasado. Habría que preguntarnos cuál es nuestro historicismo.
¿Si soy un crítico asqueado, un reaccionario absoluto y enemigo de los nuevos medios como, digamos, un Ray Bradbury? Claro que no: si lo fuera, no tendría correo electrónico, ni administraría un blog. Pero si mantengo una postura crítica respecto a ciertas consecuencias de lo que será en un futuro nuestra situación actual. ¿Un llamado a preservar nuestro pasado personal? No, no... a mí no me interesan los manifiestos ni los llamados colectivos. Sólo me siento a reflexionar un poco. Pero a quien tenga ganas de oír mi opinión, creo que vale la pena preservar ciertas cosas, no desecharlo todo. Y no todo lo que digo lo digo en un sentido hegeliano del historicismo, sino también desde mi realidad individual. Es decir: de cuando en cuando, me gusta sentarme a leer los correos electrónicos que tengo guardados de meses o años anteriores (porque nunca borro los correos, a excepción de los que me llegan de programaciones de lugares, msn o cosas así), y me dan un par de horas de dulce nostalgia. Como decía Ernesto Sábato, "vivir es construir futuros recuerdos", y... ¿por qué no poder volvernos hacia ese pasado que estamos construyendo y disfrutar de su ausencia por unos instantes?
Tiempo, realidad, pasado... palabras muy grandes que, en el fondo, hablan de cosas muy chicas, íntimas. Pero si nos la pasamos echando al tacho todas "aquellas pequeñas cosas", como dice Serrat, ¿no nos desligamos un poco de nosotros mismos? Y, de paso, alguno habrá que, a algún futuro biógrafo, le estará dando un motivo de alivio.
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