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domingo, 17 de enero de 2010

El precio de la intimidad


Ante todo, sí: me reconozco como un voyeurista nato, y me deleita mucho la idea de observar a quien (quizá) no sabe que le observo. Es un vicio sano. Pero una cosa son los placeres del que observa, y otra las ganas de joder del que mete mano, cara y lo que sea en la vida ajena sólo porque siente que esa es su "responsabilidad ante la sociedad y la moral". ¿Que qué trato de decir? Muy simple: piensen en los nuevos scaners en los aeropuertos (que, según el autor del blog "Opciones Avanzadas", te desnudan hasta las ideas), en la denuncia de ideologías, en la persecución de redes, en las campañas antitabaco que nos hacen a los fumadores un montón de parias que no merecen la vida, en las cámaras que registran cada movimiento que sucede en las calles de distritos enteros... piensen en todo esto, y se entenderá lo que trato de decir.
Algunos le llaman "seguridad". Bien, bien... pero pensemos un poco más, retomemos un par de lecturas de Foucault, otra de Marcuse y una o dos más de Nietzsche (quién nos dice qué es la Verdad, ¿no es cierto?), y pensemos qué carajo es esto de la "seguridad" en realidad. Porque otro nombre sería, ciertamente, Control. La expresión "mantener el orden" expresa, precisamente, la idea: mantener el orden ideológico, moral y social que se supone debe ser mantenido para que las personas estén no solo libres de peligro, sino también controladas: qué creer, pensar o decir. Algo así se ven las cosas.
Dicho de otra forma, no hay que ser tan cándidos. Como decía Foucault, hay un discurso subyacente en todas las expresiones humanas. Vivir más seguros es, también, aceptar pagar a cambio fuertes dosis de nuestra libertad y de nuestra intimidad, tener al Sistema hasta en la cama, entre las sábanas y vaya uno a saber en dónde más. Pero esto suena conocido, ¿no? Hubo un escritor inglés que previó un poco estas cosas: me refiero, claro está, a George Orwell, que imaginó algo similar a lo que nos sucede, y le puso por título 1984. (¿No suele decirse que a la realidad le complace copiar a la literatura?). Un mundo mejor (un mundo Feliz, para los que han leído a Huxley) bien puede ser uno de pesadilla.
El debate es, ciertamente, el de las esferas privadas y públicas. En la esfera privada, uno es libre de hacer, pensar y decir lo que quiera (esto es, una persona, en la soledad de su mente, puede saberse un pedófilo o un asesino en potencia, sin tener que sentirse obligado a sentirse mal por ello); en la pública, hay otros seres y entidades que nos juzgan, regulan y hasta corrigen. Hay una serie de códigos (morales, sociales, ideológicos, etc) ante los que debemos comparecer si queremos formar parte del todo. El problema es, precisamente, cuando concedemos espacio de una esfera a la otra. Pronto, el hombre no sólo no va a tener intimidad, sino que va a temerla: pocos tendrán el valor de darse cuenta de lo que guardan del otro lado de las convenciones sociales y las opiniones de buen gusto.
Porque hay que reconocerlo: cada vez menos personas pueden soportar el estar solas. La vida contemporánea nos ofrece de todo para evadir nuestra intimidad: un universo en expansión de telecomunicaciones, conexión a internet en todas partes, redes sociales virtuales... Una persona que prefiera encerrarse a leer o a pensar una noche a solas es rara: ¿por qué mejor no entra a Facebook, Messenger o alguna otra de todas esas? Internet hasta en la sopa. Y, mientras tanto, el teléfono no deja de sonar. Parece de pesadilla, o lo es.
En fin, que las cosas empiezan a tornarse, sin que queramos darnos cuenta, bastante complejas. La vieja corriente crítica, el casi olvidado existencialismo y todas esas tendencias que se estudian como parte del pasado, parecen cobrar vigencia con cada día que pasa. Se trata de plantearse cuánto estamos dispuestos a sacrificar a cambio de nuestra seguridad. ¿No es mejor una vida de riesgos que un montón de cadenas? Al menos podríamos mover los brazos. Hay que sentarse a pensar.

domingo, 30 de agosto de 2009

Los silencios de Antonioni


Una imágen de Sartre: un individuo se encuentra ante los otros y se les acerca, pero su pobre "yo", encerrado detrás de un corpus de sensaciones hiperpersonales, sabe que nunca terminará de encontrarse con ellos; al final, ni siquiera es capaz de afirmar su propio yo, porque ¿qué es, al final, afirmar que uno es un individuo, o un "yo", sino construir una ilusión, apostar por una fantasmagoría, cerrar los ojos para no admitir la profunda soledad y el absurdo del que está construido? Cuando uno piensa demasiado las cosas, éstas no hacen sino revelar su carácter irracional y ambiguo, que nosotros traducimos como terrible; y, si no las pensamos, todas ellas terminan por traducirse en decepción, melancolía, tristeza... en fin, en un íntimo sabor a farsa.
El sueño de la comunicación, pues: montones de individuos lanzados a una lucha sin cuartel para alcanzar una tranquilidad personal que, en su búsqueda de armonía y unidad, no pueden hacer sino aplastar la voluntad del otro, porque no la comparten, ni la entienden siquiera. Como dijo Hobbes, citando a Plauto: "Homo homini lupus est".
Después (y aparte) de Sartre tenemos a algunos otros genios de la expresión que supieron plasmar esta terrible certeza de soledad última: Pasolini, en algunas escenas oníricas de Mamma Roma y luego, más crudamente, en la hipercrítica que desarrolla en Salò, construye una reflexión desgarradora y de tonos muy sórdidos de la condición humana. El hombre, al final, se debate entre la libertad y la represión para tejer su propia tragedia. Otro de los altos ejemplos cinematográficos sería Buñuel (Belle de jour; El discreto encanto de la burguesía; Tristana), o su "discípulo" Marco Ferreri.
Pero cuando si hablamos de las imposibilidades de la comunicación "total" y de cine, creo que es imposible no sacar a relucir el nombre de Michelangelo Antonioni: sus filmes en torno a esta cuestión tienen un sabor distinto, menos simbólico, y sin embargo hay un manejo muy lúcido y muy sobrio de los elementos visuales y sonoros para estrcturar el caos. Filmes como L'eclisse o La notte, verdaderas obras maestras, brillan por sus silencios: el diálogo casi siempre aparece como imposible y, si no, es falaz, o banal, o patético; en ellas, como en las obras de Tennessee Williams (del que siempre he pensado que Antonioni es un deudor), importa más lo que no se dice que lo que se dice, el mutismo está, siempre, lleno de sentido, mientras el discurso es esquivo, ineficaz, innecesario. Y, luego, la búsqueda de una verdad profunda, pero al final inalcanzable: el desesperado frenesí que lanza a los hombres a buscar una tierra firme y sólida donde construir un Sentido, que al final resulta imposible porque no lo podemos terminar de creer, porque no estamos solos, porque vivimos bajo la atenta mirada de los otros, esa otra suerte de verdugos.
Sin ser netamenta un existencialista (cosa que sí podría llegar a decirse de Pasolini), Antonioni supo enmarcar muy bien estos caracteres de la comunicación humana: todos esos absurdos, todas esas imposibilidades, un mar de sueños rotos. L'ecisse y La notte son dos filmes que siempre tendrán algo que decirnos sobre nosotros mismos y de los que nos rodean, o de cómo nos acercamos a ellos, y terminamos por desencontrarnos. Pero eso sí: de una estética tan cuidada y un ritmo tan mesurado, que es imposible no deleitarse ante ellas.

Incluyo una breve escena de L'eclisse. Espero la disfruten y, a la larga, les anime a ver la película.



miércoles, 19 de agosto de 2009

Del futuro de las biografías, o una reflexión en torno a la (de)construcción del futuro pasado

Como miembro de mi siglo, no puedo evitar sentir cierta lástima por los biógrafos del futuro (si es que todavía podemos creer en un futuro, claro está). Es decir, imaginemos al buen y pobre tipo que, de aquí a setenta o cien años, decide que es hora de escribir la biografía de algún sujeto de mi generación o de las de sus alrededores y que, cuando decide ponerse manos en la masa, se da cuenta de que tiene muy poca masa, y casi nada de material biográfico con qué trabajar.
Es decir: estamos en la era del "consume y desecha" a la que nos obligan el virtualismo y sus consecuencias. Ya nadie escribe y guarda sus cartas: hoy, escribimos mails que borramos, si no en seguida, al menos si pasado algún tiempo (¿días, semanas, meses?); yo no uso el facebook, pero ese también es un medio de socialización repleto de material biográfico que, con el paso del tiempo, pasa a ser borrado. Hoy, la información es virtual, no tiene una categoría física que lo respalde, y como tal pasa a ser erradicado en muy pocos segundos y con absoluta comodidad. De alguna forma, vivimos muy anclados en el presente, borrando de a pocos, y sin darnos cuenta siquiera, de lo que será nuestro pasado. Habría que preguntarnos cuál es nuestro historicismo.
¿Si soy un crítico asqueado, un reaccionario absoluto y enemigo de los nuevos medios como, digamos, un Ray Bradbury? Claro que no: si lo fuera, no tendría correo electrónico, ni administraría un blog. Pero si mantengo una postura crítica respecto a ciertas consecuencias de lo que será en un futuro nuestra situación actual. ¿Un llamado a preservar nuestro pasado personal? No, no... a mí no me interesan los manifiestos ni los llamados colectivos. Sólo me siento a reflexionar un poco. Pero a quien tenga ganas de oír mi opinión, creo que vale la pena preservar ciertas cosas, no desecharlo todo. Y no todo lo que digo lo digo en un sentido hegeliano del historicismo, sino también desde mi realidad individual. Es decir: de cuando en cuando, me gusta sentarme a leer los correos electrónicos que tengo guardados de meses o años anteriores (porque nunca borro los correos, a excepción de los que me llegan de programaciones de lugares, msn o cosas así), y me dan un par de horas de dulce nostalgia. Como decía Ernesto Sábato, "vivir es construir futuros recuerdos", y... ¿por qué no poder volvernos hacia ese pasado que estamos construyendo y disfrutar de su ausencia por unos instantes?
Tiempo, realidad, pasado... palabras muy grandes que, en el fondo, hablan de cosas muy chicas, íntimas. Pero si nos la pasamos echando al tacho todas "aquellas pequeñas cosas", como dice Serrat, ¿no nos desligamos un poco de nosotros mismos? Y, de paso, alguno habrá que, a algún futuro biógrafo, le estará dando un motivo de alivio.
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