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martes, 22 de marzo de 2011

Gerald Durrell: memorista de la felicidad


Ya han sido muchas las veces que he invocado por estos lares el nombre de Lawrence Durrell, un escritor capaz de manejar registros inimaginables, con un dominio soberbio tanto de la pluma como del diccionario, versado en los clásicos pero no por ello menos dispuesto a demostrar que su sensibilidad está muy a la altura de su siglo, y cuya prosa hace pensar más en una orquesta sinfónica entera que en ninguna otra cosa. Y, sin embargo, este sujeto que es por sí mismo ya un universo no agota todavía la vena de genialidad que atraviesa a los miembros de la familia Durrell, como bien lo sabemos todos los que hemos conocido la suerte, la gracia y, sobre todo, la felicidad de leer los libros de su hermano menor, el benjamín de la familia: Gerald Durrell. 
Ahora bien, que no hay que pensar que el parentesco hace compartir a estos dos autores la pluma. Lawrence Durrell es un escritor de envergadura, en el sentido en que se interesa mucho por la estilística, el dominio de esa prosa que, por muy recargada o barroca que sea, fluye como un arroyo sin revelar por eso lo que guarda la oscuridad de su fondo. Es un literato, un escritor en el sentido más profesional del término, y además uno de los más grandes. Gerald Durrell, en cambio, prefiere el vuelo sereno y lleno de vitalidad de las aves pequeñas que, en lugar de buscar los vientos más altos mientras su silueta se convierte en un símbolo al recortarse contra el cielo, prefiere revolotear por entre los jardines y los bosques, posándose en tal o cual rama, acercando el pico con curiosidad a los estanques. 
Pero tratemos de ser aun más específicos: Gerald Durrell no fue, esencialmente, un escritor. Su obra de ficción es casi nula, y se reduce en realidad a algunos pocos libros para niños. Ante todo, él fue un naturalista, director del zoológico de Jersey (Inglaterra) y un profundo defensor del medio ambiente y sus habitantes, que viajó alrededor de medio mundo para buscar y capturar especímenes de diversas especies de animales para que fuesen llevadas a zoológicos en los que se las pudiera estudiar y conservar. Y, como buen viajero que era, y haciendo gala de una memoria de elefante (cosa que su hermano mayor también ha asegurado), el menor de los Durrell fue llevando al papel sus muchas memorias; y, luego, publicándolas. 
¿Qué les puedo decir? Creo que, salvo por las ocasiones en que no cargaba un centavo encima, nunca he dejado de comprar cuanto libro de Gerald Durrell me he topado, si es que no estaba ya en mi colección. Todo empezó cuando, más o menos a los catorce o quince años, leí su primera obra, la hoy llamada Trilogía de Corfú, en la que narra sus recuerdos de los cinco años que vivió en dicha isla griega con su familia (madre y hermanos). Tenía sólo diez años cuando llegó, y quince cuando regresó con su madre a Inglaterra, pero sobran los detalles, las anécdotas y las bromas, a lo largo de tres libros (cuyos títulos no podrían ser más llamativos: Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses) que brillan por la claridad con que han sido escritos, la mirada y sentir inocentes que reviven y, de paso, el humor que recogen las historias familiares. Dicho sea de paso, Larry  (como llamamos los "amigos" al mayor de los cinco hermanos Durrell) se nos revela, en sus veintipocos, como un personaje realmente hilarante, rápido para el humor y los juegos de palabras, y dueño de uno de los espíritus más sarcásticos y suculentos de cuantos recuerda la historia de la literatura, digno de algunos de sus mejores personajes. 
En esta trilogía, las anécdotas familiares y las observaciones sobre las costumbres de los animales de la isla se cruzan todo el tiempo, lo que hace que su lectura sea no solo grata, sino hasta adictiva. Y, por todo lo que he mencionado, uno no puede hacer menos que agradecer de todo corazón a su autor: yo, que ya he leído estos libros más de una decena de veces a lo largo de tantos años, sigo volviendo a ellos de cuando en cuando, y sigo riéndome a carcajadas. Además, Gerald Durrell no va a abandonar este estilo narrativo a lo largo de toda su vasta obra: las memorias de sus viajes por Centro y Sudamérica, África y demás, recopiladas en varios libros. Aunque quizá la mejor manera de hablar de su "estilo" sea, en realidad, citar algo que él mismo escribió en la introducción al libro de memorias de su hermana Margareth ("Margo") Durrell: "Desde siempre Margo mostró, de forma tan vital como los otros hermanos Durrell, un gran interés por el lado cómico de la vida y la capacidad de observar las debilidades de la gente y los lugares. Al igual que nosotros, también ella tiende a veces a la exageración y a dar rienda suelta a la imaginación, pero pienso que esto no es malo, cuando implica un modo más entretenido y divertido de contar las propias historias". Y, creo yo, no le falta la razón en ninguno de estos puntos. 
Supongo que tampoco está de más mencionar uno de los objetivos que perseguía Gerald Durrell al publicar sus memorias: la lucha por la conservación. Después de todo, hay que recordar que él creó el Fondo de Jersey para la Conservación de la Fauna, y la venta de sus libros (empujada en un principio por la fama de su hermano mayor, y luego por lo que ellos mismos eran) le significó unos muy buenos ingresos para dicho Fondo. Pero eso no es todo, sino que sus memorias, además, han servido para perpetuar, para mantener con vida, ese amor tan profundo y sincero que sintió por la naturaleza, y que sigue llegando a todos nosotros en su estado más puro. Por suerte. 
Todos tenemos algo que aprender y mucho que disfrutar de estos tesoros. Las memorias de Gerald Durrell, además, parecen escritas para no envejecer nunca, y pocos placeres he conocido que sean tan puros y gratuitos como los que guardan sus páginas. Levantar una copa en honor de este hombre y de su invaluable obra es, para mí, un verdadero honor.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Las memorias de Gore Vidal



 Al fin, al fin... después de tantos años de búsquedas, esperas y frustraciones (ocasionadas, claro está, por el vacío existencial de mis bolsillos) he puesto en mis estantes, a brillar entre mis libros, los dos tomos de memorias que ha escrito y publicado Gore Vidal (Palimpsesto: una memoria, de 1995, y Navegación a la vista, del 2006); dos libros que son, a su vez, un recorrido por el panorama cultural, intelectual, social y político de lo que ha venido siendo el mundo desde el siglo pasado, un anecdotario sarnoso  y lúcido por el que desfilan muchas de las figuras que han marcado la historia y la consciencia de todos (desde Tennessee Williams y Truman Capote hasta Marlon Brando, J. F. Kennedy, Federico Fellini, Anaïs Nin, entre muchísimos otros), una magistral fuente de humor y risas y, de paso, una invitación a echar un vistazo sobre el desarrollo poético, intelectual y literario del que es, ha sido y será no sólo uno de los críticos más mordaces de la sociedad y la cultura contemporáneas, sino también uno de los mejores escritores del siglo XX y de lo que va del XXI. 
Porque claro: hablamos de Gore Vidal, un hombre que parece habérselas ingeniado para estar en el centro del correr de la historia, o por lo menos de muchos de sus capítulos. De uno de los autores más fructíferos e infinitos de las últimas décadas, y que es capaz de pasar de un estilo y una estética a la otra sin traicionarse a sí mismo ni a su personalísimo estilo ni a su sensibilidad. Es decir, ¿quién podría creer que el autor de Duluth y Myra Breckinridge pudiera ser el mismo de la cultísima Julian, o de guiones cinematográficos como los de Calígula, Ben-hur o Súbitamente el último verano? Y, sin embargo, es así; y cuando uno llega a notar lo que unifica a estos libros, no le queda más que abrir mucho la boca y admirarse de que un genio tan múltiple como este exista. 
Los libros de memorias de Gore Vidal traen toda esta multiplicidad a una suerte de unidad, poniendo todo lo que ha hecho este sujeto en una perspectiva que le sirve para reflexionar y reconstruir el sentido de los años pasados (y todo lo que pasó con ellos). Desde mi punto de vista, se trata de lecturas obligatorias. Y, para los que no lo vean así, pueden tener por seguro que son dos libros que no van a dar nada de que arrepentirse, cuya prosa (ligera y precisa) se deja leer con facilidad, y que está cargada de humor (negro o no) desde el principio hasta el fin. 

domingo, 16 de mayo de 2010

Y treinta años después... ¿la memoria?


Mañana es una fecha dolorosa para la memoria de los peruanos, pero que está allí, también, para ayudarnos a no caer en la amnesia de nuestros propios años y, con ello, en los mismos viejos errores. Creo que esa sería un tema muy hermoso para un libro: ¿cuál es el rol de la memoria? Recuerdo haber leído alguna vez uno de Agnes Heller donde se tocaba el tema, y otro de Susan Sontag cuyo maravilloso título es Ante el dolor de los demás. Título que nos cae bastante a pecho a los peruanos, porque es la bandera de nuestros recuerdos para mañana, 17 de mayo, día en que se cumplen treinta años desde que Sendero Luminoso empezase sus actividades en la sierra de Ayacucho, movilizados por ese profesor de filosofía que quiso ser la cuarta espada del socialismo, Abimael Guzmán.
Alguna vez, en este mismo blog, he atacado la censura de que es objeto Sendero Luminoso y todo aquello que se refiera a él y a sus miembros, y lo he hecho porque descreo íntima y profundamente del silencio forzado, de la patologización de las ideas (que al final recrudecen en tumores, y ahí no queda otra que temblar, salir huyendo o pegarse un tiro antes de que caiga el diluvio) y, sobre todo, del discurso ético y social moderador y autoimpuesto de un Estado que es tan o más violento y cruel que los "malos" de la película. Pero una cosa es una cosa y otra es otra: yo defenderé siempre su derecho a hablar, pero no firmaré nada de cuanto me pasen. La intolerancia siempre es un error; y, cuando echa mano de la violencia y el terror, pues muchísimo peor para todos esos humanos con "h" minúscula que están de por medio.
Memoria, pues, de tiempos terribles, en que la barbarie sembró a la barbarie para hundir al país en una cruenta guerra civil, con muertos por todas partes, olor a amenaza en las calles y fosas comunes que se iban llenando, no diré que lentamente. Un momento que nos recordó que los buenos también pegan duro, porque la respuesta de los militares y del Estado fue jugar la misma carta que sus enemigos, para terror de los que seguían estando al medio, y que sumió al Perú en una de sus más graves crisis morales y sociales. "¡Por suerte ya pasó!"
No, no... no hay que celebrar, ni sonreír siquiera. La pura verdad es que parecemos un pabellón de amnésicos y locos en el gran hospital del mundo dirigido por Kafka o por Cela. La bandera de la paz que ondea sobre los Andes está manchada de sangre, y Sendero Luminoso sigue en actividad, pese a que su líder esté encerrado, y ahora se habla en algunos círculos de los "terrores" del narcoterrorismo (de los que aún no estoy tan enterado como para asegurar que espanten de verdad; no vaya a ser otro de esos cuentos para asustar a los niños que se inventa el Estado). Además, hay otras cosas, de las que se habló mucho y subiendo la voz a tono de grito en su momento, y que ya no se comentan más: ¿qué pasó con Bagua y sus montones de desaparecidos, los alzados muertos incinerados y fondeados en los ríos? ¿Qué se hizo de aquella misión, realizada en esos mismos años (hay quien dice por ahí que para "tapar" un poco lo de Bagua), en que los miembros del ejército arrasaron con los pequeños grupos senderistas, que si discutían mucho y se pasaban los contratos para el comercio de drogas por encima de la mesa, en el fondo no hacían nada más terrible que sentarse a tomar un café y soñar con tiempos "mejores"? La violencia, señores, se sigue sirviendo caliente en nuestras picanterías.
No dudo que la memoria tiene mucho que hacer en nuestras vidas. Pero recordar es también un cáncer necesario, una cicatriz que nos puede ayudar a prevenir todas esas cosas que ya nos han pesado bastante. Claro que esto es sólo un punto de vista personal, que parece pecar de esperanzado. En el fondo, sé que la violencia va a seguir allí, fatal y necesariamente. La esperanza me parece inconcebible, pero sí creo que nuestra actitud hacia todas estas cosas es, todavía, capaz de dar un paso que no sea el de la cirugía estética para borrar la sombra que nos han dejado las heridas, con el veneno aún bajo la piel. Sentémonos, pues, con un café, y recordemos mientras el humo se suspende ante nuestros ojos, o sale lentamente por la ventana, a recorrer otros vientos.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El nuevo Museo: entre la memoria y Vargas Llosa


Hay que decirlo: la memoria tiene un rol que cumplir entre nosotros. Y no, no podemos negarlo: un Museo de la Memoria se hace no sólo importante, sino hasta necesario; un recordatiorio constante y físico que, reflejándonos, nos llame siempre a la vieja reflexión sobre la violencia que entre nosotros, peruanos, se mantiene tan vigente como entre cualquier otro grupo, pero con sus particulares: la memoria, en este caso, no es solo de las atrocidades del pasado, sino también de la injusticia y de la existencia de todos esos "otros" que, hasta la aparición de la CVR, parecían no existir para la legalidad ni para la consciencia masiva, política (como detesto tener que usar esta palabra) y social. Ante todo, pues, creo que sí, que un Museo de la Memoria es importante.
Que contrae riesgos, quién lo duda: tampoco se trata de vivir atados al rencor como, me parece a mí, sucede en muchos sectores en Argentina, donde el recuerdo del terror durante el gobierno militar sigue vigente como una llaga en carne viva. Pero el peligro no es una excusa, y siempre es necesario reflexionar sobre la violencia; no tanto porque tenga que ver con el progreso moral o social (de los que descreo ontológicamente), sino porque se trata de algo profundamente ligado a nuestra propia condición como seres humanos, y la memoria colectiva sigue siendo parte de nosotros.
Lo que sí me tiene muy pensativo es la postura de Mario Vargas Llosa al respecto. Él, hay que anunciarlo de antemano, es miembro del directivo que quiere fundar dicho museo, pero su visión se me hace un tanto... ambigua, al menos de acuerdo con la entrevista al escritor publicada el día de hoy en "El Comercio". No me extenderé demasiado al respecto, pero lo cierto es que no me gustan algunas de sus afirmaciones, en particular en lo referente a una "Verdad Absoluta" que hay que buscar (siempre desconfío de los defensores de Verdades Absolutas), porque una verdad absoluta, en este caso, no es otra cosa que el reflejo de la otra Verdad, la del Terror, vuelta al revés por el espejo, e igualmente temible. Y, en segundo lugar, ¿a qué tanta apología de las FFAA? Porque hay qe decirlo: sí que jugaron un rol terrible y violento, bajo órdenes o no, y así no se haya tratado de el grupo entero de militares. Hay que reconocer las cosas tal y como suceden o sucedieron, tratando de capturar la mayor cantidad de perspectivas posibles, o hablar de la memoria no tiene el menor sentido.
Dejo, pues, este breve comentario, y pongo mi voto a favor de este Museo de la Memoria. En cuanto al siempre admirable escritor y dudoso opinador Vargas Llosa, sólo le deseo lo mejor para llevar a cabo sus proyectos, pero le aconsejo también repasar sus convicciones.

sábado, 10 de octubre de 2009

Las doncellas de Kawabata


La literatura japonesa es una caja llena de tesoros sutiles. Creo que ésta es la única forma de empezar. Bien, punto y aparte. Quiero evocar, por un momento, una de las novelas más maravillosas de las que guardo memoria; una memoria bastante peculiar, dicho sea de paso, porque no la recuerdo con fuerza, sino muy levemente, como un conjunto de impresiones delicadas y profundas. La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, es una breve y concisa obra maestra, que se cierra como un cuento, pero que, por la forma en que se lee, yo considero una novela breve (esa discusión entre cuento y novela breve es, en el fondo, bizantina). En ella, se nos narran las sucecivas visitas que hace un viejo llamado Eguchi a una posada, especie de burdel contemplativo, donde algunos hombres seniles pueden pasar la noche al lado de una jovencita vírgen. Pero las reglas de la casa son terminantes: no pueden tener relaciones sexuales con ellas, ni tocarlas, ni tratar de despertarlas. Todo lo que pueden hacer es tumbarse a su lado, observarlas y, si quieren, pensar un poco antes de dormir...
De este modo, la novela se convierte en la sucesiva evocación del pasado de Eguchi, impulsada la memoria por la presencia de estas jóvenes (que nunca son la misma, sino que cambian cada noche); en otras palabras, una voluntad erótica, el deseo y la perversidad reprimidos, se vierten hacia adentro con una voracidad que se va aquietando, hasta que se "cierra un círculo", por así decirlo, y Eguchi se decide a tomar las pastillas que la matrona de la casa le ha dejado para dormir.
Esta relación entre deseo, retensión, memoria, perversidad y muerte (que, en cierto modo, aparece representada en la imágen de la senilidad) me parece sumamente interesante. La lujuria es innegable: de hecho, el viaje hacia el pasado tiene como punto de partida la observación de algunos detalles en los cuerpos de las jóvenes (Alonso Cueto ha escrito que, en esta novela, prima la vista como "portal" o fetiche erótico). Puedo imaginar la escena bastante bien, a decir verdad: un viejo y una muchacha tumbados en la oscuridad; ella profundamente dormida, él despierto y muy atento a los pormenores del cuerpo de su compañera, evocando su pasado. Tendría que ser una imágen grotesca, por las asimetrías; y, sin embargo, no lo es. Quizá porque el acto en sí no se da nunca, porque la voluntad se enfría y vuelve hacia sí misma, porque la compasión se antepone al asco. No lo sé, y no creo que sea muy importante: lo fundamental son los resultados. Una obra escrita para que los lectores se vuelvan hacia su propio pasado; porque Eguchi no es el único que proyecta su viaje, sino que nosotros, como lectores, también lo hacemos (yo recuerdo que al leer esa obra no pude evitar, también, empezar a recordar mientras leía).
Siempre me pregunté si a alguien se le había ocurrido alguna vez hacer una película. No sé si se ha hecho: sólo se que, el día en que a algún director se le ocurra hacerla, tendrá que tener el talento necesario para domar un mar tan tranquilo (que es un desafío para el que nadie podría estar preparado). Definitivamente, una obra maestra, que brilla por su perfección y, más aún, por la forma en que invita a ser leída. Gracias, Kawabata.
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