Hablar de jazz, hoy por hoy, es hablar de uno de los universos musicales más variados, infinitos y llenos de rarezas del mundo. ¿Quién puede dudarlo? A lo largo de los años, y habiendo pasado tanto tiempo desde que Jelly Roy Morton dibujó los primeros acordes de jazz en un burdel del sur de los Estados Unidos, el jazz sólo ha hecho una cosa: amplia su horizonte, alimentarse y servir de alimento a cuanto género musical pudiese aparecer, rompiendo con las etiquetas y trascendiendo de las palabras con las que pudiéramos tratar de capturarlo. Pronto, hubo que hablar de swing, de bebop, de jazz & blues; llegada de década del sesenta, sobre todo, y gracias al empuje que los que empezaban a meterle a la onda de la psicodelia y a los primeros experimentos del rock progresivo, el jazz entró a otro universo, nace lo que hoy llamamos rock & jazz y tantas otras cosas, como el jazz-disco que rompió los esquemas en los años setenta... y en fin, que si sigo así se me va la vida tratando de abarcarlo todo, y moriría antes de conseguirlo.
Pero en esta historia de genialidades y sonidos, de experimentos y desenfreno improvisatorio y arquitectónico, hay un nombre que no puede dejarse de lado: me refiero, cómo no, a Gato Barbieri, saxofonista, ícono del jazz latino, pero uno de los grandes del jazz como tal. Un músico que no sólo replanteó la forma de tocar el saxofón (con notas largas que se siguen unas a otras en un solo soplido, en lugar de independizar cada una de ellas en soplidos individuales) y supo meterse de lleno y con originalidad a la experimentación de sonidos y melodías que empezaban a hacer del jazz algo muy diferente a lo que había sido hasta entonces, sino que, por todo esto y un par de cosas más, replanteó el hecho y la forma mismos de escuchar música, sobre todo la de su género. También se lo recuerda por algunas de sus contribuciones a la música del cine, sobre todo por esa pieza maestra que es la banda sonora de El útlimo tango en Paris, de Bertolucci.
Bajo la influencia de nombres tan grandes como lo pueden ser Charlie Parker, John Coltrane y Miles Davis, el saxo tenor y los arreglos musicales de Barbieri se han convertido, hoy por hoy, en un verdadero clásico, un capítulo escencial en la historia ya no solo del jazz, sino también de la música en general. Una obra compleja, a veces hasta difícil de seguir, donde cada canción parece haber sido escrita para narrar una historia de sensaciones (él mismo dijo de una de ellas, incluída más abajo, que la había escrito "como si fuera una película"), capturando algo a lo que podríamos llamar, tal vez, "esencias" a través de la suma de sonidos diversos y extraños, que de alguna forma llegan a alcanzar esa poesía fascinante que tiene la armonía del caos (disculpen el tono esotérico, pero es que son las únicas palabras que encuentro para tratar de explicar lo que escucho cada vez que pongo un disco suyo).
Para mí, hablar de Gato Barbieri es hablar de la música que me ha acompañado a lo largo de tantos años llenos de memoria, de algunas canciones fundamentales en el soundtrack de mis días. De un repertorio, también, que es muy diferente a los usuales, y que se ha contado alguna vez entre los primeros en dar el arriesgado paso que lleva de un océano al otro. Compartirlo es algo más que un placer, algo parecido a una necesidad. Levantar una copa por él, también.
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