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jueves, 6 de enero de 2011

Entre "Eros" y "Porné": el neblinoso límite de los géneros


Bien, bien... supongo que he atrasado esta publicación demasiado tiempo; y, en vistas a que he recibido una solicitud de que la haga aparecer de una vez vía correo electrónico, pues aquí la tienen: esta es la conferencia (o charla, o lo que quieran llamarle) que dí a fines del año pasado en la Facultad de Ciencias Sociales de la PUCP, titulada Entre "Eros" y "Porné": el neblinoso límite de los géneros. Lo único que debo advertir es que, en vistas al medio en que estoy haciendo la publicación, tan diferente a un aula en la que cuento con un proyector, he realizado algunas adaptaciones mínimas para dar más continuidad al texto. Pero no hay de qué preocuparse, porque los contenidos son los mismos: sólo he cambiado algunas formas (por ejemplo, por el hecho de que aquí no tengo cómo poner la escena de Calígula que puse como parte de mi charla) y he quitado algunos ejemplos gráficos que, en ese momento, pasé mediante un Power Point. Lo demás, está aquí, íntegro y sin censuras. Para quien lo disfrute, ahí va:

"Hoy, voy a dar vueltas en torno a un viejo problema, del que tengo por seguro que más de uno de los presentes habrá tenido que escuchar alguna vez, y es el de los consabidos géneros que implican, de alguna forma, cuerpos desnudos, sexo explícito o implícito y todo ese tipo de cuestiones relativas a lo sexual: obviamente, me refiero al erotismo y a la pornografía. Géneros que, dicho sea de paso, parecen ser opuestos para casi todo el mundo: mientras uno es “artístico”, se dicen, el otro es “vulgar”, “simplón” o “innoble”; mientras el primero busca expresiones de gran calidad estética o profundidad simbólica, al segundo le basta cualquier excusa, por más tonta que sea, para ponernos uno o dos penes y unas cuantas tetas (mientras más, mejor) al frente. Mi intención es la de dar una vuelta de tuerca a todo este rollo y, de una vez por todas, tratar de poner un nuevo orden a las ideas que nos formamos de todo lo que implican estas cosas.
            Y, para empezar con pie derecho esta charla, me gustaría aclarar un asunto. Podría hablar en términos de “erotismo” y “pornografía”, pero prefiero no hacerlo. En su lugar, voy a hablar de “lo erótico” y “lo pornográfico”. Que ni es lo mismo ni es igual, como pretendo demostrar en unos instantes. Antes, sin embargo, y para que no parezca que me salgo de la línea, dejaré en claro que, si “erotismo” y “pornografía” son los géneros, luego decir “lo erótico” y “lo pornográfico” es hablar de lo relativo a estos géneros.
            La pregunta que subyace a todo este rollo es bastante notoria: ¿qué es un género? Pero, para poder contestarla de la mejor manera posible, antes me gustaría pasar revista a algunos aspectos implicados. Bien, puesto todo esto sobre la mesa, paso a lo que quedó pendiente: las etimologías.
            ¿Qué significan las palabras “erótico” y “pornográfico”? La primera es más obvia: “Eros” es la palabra griega para el amor. Pero no cualquier amor, sino el Amor (con A mayúscula). Eros era, para los antiguos, una figura mitológica, divina. Los romanos le pusieron por nombre “Cupido”, y hay una larga tradición literaria que lo llama, sencillamente, Amor (Tirso de Molina en El burlador de Sevilla, por ejemplo). Lo cual es importante, porque en ese sentido “lo erótico” (o, si prefieren, “lo relativo a Amor”) compromete, sí, lo sensual y aún lo sexual, pero en un ámbito elevado, noble, hasta espiritual.
            La otra palabrita, en cambio, es arena de otro costal. “Porné” quiere decir, en griego, “prostituta”. Así, “lo pornográfico” vendría a ser, en su “espíritu” etimológico, “lo relativo a las prostitutas” o “a la prostitución”. Creo que queda más que claro que, una vez más, esto compromete lo sexual, pero en una forma muy distinta: vulgar, bajo, carnal.
            Si seguimos esta línea, llegaremos a una idea según la cual el ser humano se divide en dos partes. Una idea que de hecho ha sido expuesta por numerosos críticos, con Bajtin a la cabeza, y es la que reconoce una sección “superior” de una “inferior” del individuo. A la superior, la esfera “elevada” del ser, pertenece todo aquello que es racional, espiritual o, si quieren una palabra un poco más vieja, etéreo. Tanto lo estético como lo intelectual pertenecen a este ámbito del individuo. Del otro lado, a la sección inferior, la “baja”, pertenece todo aquello que sea relativo a lo carnal o corporal en su sentido más grotesco, por así decirlo: lo que se derive de lo genital, lo digestivo, lo fecal… Anatómicamente, el cuerpo se divide en dos partes: la cabeza (por lo menos de los ojos para arriba) y el resto del cuerpo, de la nariz y la boca hasta los pies. Separación que carga con un sentido geográfico, dicho sea de paso: la cabeza apunta (y por ende sirve de “puente”) hacia el cielo, a lo limpio y alto, mientras el resto del cuerpo desciende hasta el suelo, el polvo, la suciedad. O el infierno, podría agregarse.
            En este sentido, lo erótico y lo pornográfico tienen la función de excitar cada uno a su ámbito. En ese sentido, lo erótico vendría a ser una suerte de masturbación espiritual, tanto como lo pornográfico implica una masturbación corporal (literalmente). Cada uno de estos géneros tiene, pues, un objetivo que cumplir, sólo que uno es asumido como positivo o “noble” y el otro como negativo o “vulgar”, “sucio”. Lo que no significa otra cosa que esto: que cada una de estas formas tiene implicaciones y consecuencias prácticas.
            Claro que esta forma de definir los géneros es un poco tonta. Si estamos de acuerdo con ella, entonces reconocemos que las obras eróticas sirven para elevarnos intelectual o espiritualmente (si todavía podemos creer que tenemos algo parecido a un espíritu) y que el porno sirve para que pasemos un buen rato a solas, como quien dice, “haciendo manualidades”. El problema es que no nos dice nada acerca de qué demonios es una obra erótica y qué una pornográfica: así nos diga qué hacer con cada una de ellas, eso de poco nos sirve si no podemos reconocerlas.
            El gran problema de esta teoría de la interpretación (porque decir que una determinada obra tiene tales o cuales efectos sobre un espectador significa que éste la está interpretando) es que asume que el agente tiene un rol hermenéutico pasivo frente al objeto interpretado. Dicho en cristiano, que al espectador no le queda de otra que dejarse penetrar por la obra que está viendo, porque ella se define a sí misma. Pero esto es ridículo. El autor de cada obra, ciertamente, elige una serie de elementos para darle forma, pero esto no es más que la mitad del proceso. Una fotografía, una película o un texto no son nada más que un objeto físico si no hay alguien para interpretarlos. Y cada interpretación puede ser muy, pero muy distinta de las demás.
            Voy a proponer un ejemplo para hacer esto un poco menos confuso. Lo que voy a proponer a continuación es un breve análisis de la película que quizá haya causado más polémica en torno a los géneros en toda la historia del cine. Que es lo que se puede esperar cuando la productora de un director de cine erótico es una conocida industria pornográfica. Se trata de la película Calígula, dirigida por Tinto Brass y producida nada más ni nada menos que por Penthouse, la competencia de Playboy.
La pregunta clave ahora es: ¿por qué elegí esta película? Tan cargada de… ¿Pornografía? ¿Erotismo? No me cabe la menor duda de lo que todos los que la han visto estarán pensando: que se trata de porno y punto. ¡Y qué porno! Y eso es, precisamente, lo que me llevó a escoger esta película en particular. Calígula es una película que generó polémica desde antes de su estreno. Cuando Gore Vidal, el guionista (si alguno de ustedes ha leído alguna de sus novelas se dará cuenta de que es un nombre de peso) vio el resultado final de lo que él había escrito, pidió que su nombre fuera retirado de los créditos. Malcolm McDowell, al que seguro recuerdan por su papel en La naranja mecánica, tampoco estuvo muy contento. Ni el director, Tinto Brass (¡y eso que ha hecho otras películas bien subidas de tono!). Es decir: Penthouse había hecho de una película que fue concebida como una cruda reflexión sobre el poder y la condición humana una cinta porno; o, en todo caso, lo que los espectadores reconocerían como tal.
Y aquí hay una idea que yo creo que es fundamental. Si ven la película completa, notarán que la mayor parte de la película, que está llena de escenas de sexo, tiene un contenido que definitivamente va mucho más allá del clásico “sexo por el sexo” de la pornografía más descarada. Y sin embargo un amplio sector del público pensó, efectivamente, que se trataba de una cinta pornográfica.
Voy a tratar de ser un poco más claro. Les voy a contar una anécdota. La primera vez que yo vi esta película fue en casa de un amigo. Un día con un grupo de amigos le dijimos para verla, y él la puso. Sólo que el desgraciado adelantaba casi todas las escenas, y sólo dejaba las de sexo explícito. Nosotros, obviamente, nos quejamos, pero no hizo caso. Ahí fue que nos enteramos de que él jamás había visto la película completa. Y bueno, ya se imaginarán para qué le interesaba la película, ¿no? En fin, que como se negaba a prestarla, pues fui y me la compré. He visto Calígula muchísimas veces, y no sólo creo que es una gran película, de las mejores que he visto, sino que la considero una obra maestra del erotismo. Desde mi interpretación de la totalidad de la película, las escenas de sexo, por más explícitas o “pornográficas” que sean, van de la mano con un guión formidable y, así, pasan a ser una parte esencial del contenido, casi como un símbolo de lo que está diciendo la película: la corrupción del hombre por el poder, la voluntad como una sed de dominación y eso que el mismo Gore Vidal ha plasmado en otras de sus obras, que “el sexo es poder”, o una forma de dominación. Además, el caos de cuerpos revueltos que son las orgías en esta película, lo grotesco de las escenas sexuales, no hace otra cosa que jugar a favor de este tipo de lecturas: todo se sale de control, todo es sucio, la vida no es otra cosa que una lucha por el placer basado en la dominación… y así, en un larguísimo etcétera.
Tenemos, pues, dos interpretaciones distintas: una dice que Calígula es un porno; la otra, que es una cinta erótica. ¿Cuál es la correcta? Yo creo que ambas.
A ver, volvamos a lo que decíamos sobre la teoría de la interpretación. Antes hablábamos de una forma de entender la hermenéutica según la cual es el objeto interpretado el que se define por sí mismo, el que da sentido a sus propios contenidos, le guste o no al espectador. Y dije, también, que considero que esta es una forma incorrecta de entender la interpretación. Vale. ¿Entonces de qué se trata?
Esta teoría ha sido defendida, en la historia del pensamiento, sobre todo hasta inicios del siglo XX. Pero las cosas cambiaron mucho cuando hizo Heidegger apareció en el horizonte. Heidegger, de hecho, fue el primero en plantear que la interpretación (que, para él, es la interpretación que el ente que “es” hace de su propia condición de existente) recae tanto en las manos del propio agente interpretante como de aquello que conforma el mundo que lo rodea o, como él prefiere llamarlo, “mundo circundante”, donde se encuentran, entre tantas cosas, los “otros”. Pero la verdadera cima de la corriente hermenéutica fundada por Heidegger va a llegar con uno de sus alumnos, el genial Hans-Georg Gadamer.
 Repasemos: para la hermenéutica romántica, uno debe situarse dentro del contexto y los elementos del objeto interpretado para poder comprender, libres del peso de cualquier juicio previo, lo que ese objeto es por sí mismo. Pero Gadamer, con algo de lucidez, y sin muchas ganas de morder la almohada, dio vuelta a esta idea. Para él, plantear una fórmula de interpretación tan limpia es sencillamente imposible, porque uno no puede, por más que se esmere, abstraerse de esa forma del contexto (histórico, cultural, epistémico, biográfico o lo que quieran) en el que está metido. En otras palabras, que el agente, con todo lo que carga consigo, tiene un rol capital en la interpretación. En otras palabras, que no podemos evadirnos a nosotros mismos.
Pero ojo: esto no significa que “el hombre sea la medida de todas las cosas”, como decía Protágoras. La interpretación no es olvidarnos de nosotros mismos para dejar al objeto gritar sus verdades, pero tampoco se trata de amordazarlo para arrancar las conclusiones que se nos vengan en gana. Lo que propone la tradición hermenéutica de Gadamer, como la de Davidson, es más bien una suerte de diálogo entre el interpretante y lo interpretado, sin dejar de lado los contextos. Así, y como decía el mismo Gadamer, comprender algo es, necesariamente, comprender-se en ese algo. Y comprender es una forma de interpretar.
            ¿Qué delimita, entonces, el género erótico del pornográfico? Y, por ende, ¿qué demonios es un género? Creo que lo primero que tendríamos que hacer es romper un poco la idea de los límites. Siguiendo lo dicho hasta ahora, creo que puedo afirmar que los límites de un género no están delimitados por sí mismos: el género es, precisamente, una generalización, una categoría mental que nos permite organizar nuestras interpretaciones acerca de los objetos. Estoy de acuerdo con Gadamer en que estas interpretaciones tienen dependen tanto del objeto interpretado como del agente que lo interpreta. Y un género es resultado, precisamente, de una interpretación.
            Para ejemplificar un poco lo que digo, voy a citar un ejemplo propuesto por Borges. En una conferencia sobre literatura policial, Borges plantea que un género no es tanto una literatura como un lector. Borges, en este texto, nos pide que imaginemos a un lector particular, uno de ficciones policiales al que le dicen que el Quijote es una novela policial. Obviamente, tenemos que imaginar también que este lector hipotético no sabe nada sobre el Quijote, ni mucho menos ha oído hablar de Cervantes. Para él, el Quijote es un libro que podría haber sido escrito ayer mismo. Bien, el lector empieza a leer el Quijote y lo que se encuentra es esto. Cito lo que, según Borges, sería esta lectura: “En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, con una suspicacia especial.
            Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha…, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego… de cuyo nombre no quiero acordarme… ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino”. Lo que está proponiendo Borges es, a grandes rasgos, muy similar a la teoría de Gadamer (lo que es curioso, porque no parece que se hayan leído nunca). En fin, que lo que se propone es precisamente un diálogo entre el lector y el texto, entre el agente hermenéutico y el objeto interpretado. Lo que me interesa hacer notar sobre este ejemplo es que lo que determina el género (en este caso del Quijote) no es el texto mismo, sino la forma en que es leído. Y la palabra “es leído” implica que hay, necesariamente, un texto y un lector. Hablamos, entonces, de una apertura del género, ya que lo que se sigue de este “diálogo” o interacción es que hay, efectivamente, más de una lectura o interpretación posible y válida. Una tesis pluralista.
            Ahora volvamos a Calígula y a la historia que les conté. Aquí también hay dos interpretaciones diferentes: película pornográfica o erótica. ¿Con cuál nos quedamos? Pues sucede lo mismo que con el ejemplo del Quijote que nos propone Borges: si la apreciamos estéticamente, interpretando lo relativo al sexo como un símbolo o lo que sea, entonces pertenece al género erótico. Pero si hacemos como mi amigo y la utilizamos con otros fines (todo el mundo sabe de a lo que me refiero), entonces se trata de una cinta pornográfica, o por lo menos de una cinta con escenas pornográficas.
            Esto nos devuelve a una idea anterior: no la de lo “elevado” y lo “bajo”, sino la de las consecuencias de una interpretación, tanto en el nivel de lo práctico como en el de las creencias. La hermenéutica, necesariamente, se traduce en estas formas. Podríamos pensar, si no, en el director porno Andrew Blake: mientras unos resaltan la estética, las luces y simetrías que utiliza en sus películas, llegando a llamarlas “cine erótico”, y llamándolo a él "el Helmut Newton del porno", otros sólo están interesados en apuñalarse un poco el bajo vientre mientras las ven. Es decir, que una vez que nos formamos una idea de lo que es “erótico” y lo que es “pornográfico” generamos una creencia, y nuestras actitudes frente a los objetos que nos parece que podemos catalogar como pertenecientes a uno u otro género, dependerán de estas creencias.
            No digo que el patrón de comportamiento “masturbación – deleite estético” sea el que determine el género. Digo que éste, si va a ser determinado, tiene que serlo en base al tipo de lectura que hacemos del objeto interpretado. En este sentido, Eros puede ser una prostituta y Porné una diosa. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, lo que importa es que disfrutemos, cada cual a su manera, de estas obras maravillosas que hacen de la sexualidad y la sensualidad humanas su personaje principal, por suerte para todos nosotros. Muchas gracias."

domingo, 24 de octubre de 2010

Heidegger por Vattimo


 Ando, para variar, repartido entre lecturas, repartiendo mi tiempo (y lo que me queda de espíritu) entre páginas y autores distintos. Ya se imaginan: tanto que leer, que esta vida que para casi todo lo demás parece hacerse tan larga e intragable, se queda corta. Y, entre estos libros, hay uno al que me he dedicado la última semana, y sobre todo los últimos días, que me gustaría comentar brevemente: la Introducción a Hedegger de Gianni Vattimo. 
Ciertamente, el de Heidegger es un universo fascinante, amplísimo y, además, sumamente complejo. Su obra filosófica, una de las primeras en plantearse más como un análisis o una descripción que como una construcción teórica, ha sido explotada por todas las disciplinas, no sólo la filosofía sino también la teoría literaria, la semiótica, la antropología, la psicología y etcétera; y, definitivamente, es un universo que vale la pena explorar a fondo, leyendo y releyendo, pensando mucho, masticando conceptos y, de cuando en cuando, acompañándose con una cerveza para pasar los párrafos más duros. Poque el problema puede ser precisamente ése: que este universo tiene la forma de un laberinto en el que es muy fácil perderse, volverse sobre uno mismo y darse contra una pared antes de cerrar el libro con el signo de interrogación más grande del mundo dibujado en el rostro. 
Por suerte para nosotros, hay pensadores dispuestos a pasarnos una aspirina y, como buenas Ariadnas, ayudarnos a salir indemnes y victoriosos de los laberintos que Heidegger ha dispuesto para nosotros. Entre los italianos, algunos de los que mejor y con mayor claridad han expuesto el pensamiento de Heidegger son Niccola Abbagnano y Giovanni Reale. Pero el caso de Vattimo es particular porque representa el paradigma de la claridad, que ciertamente hay que agradecer. Introducción a Heidegger es un libro que va repasando, paso a paso, la obra filosófica de Heidegger, sin dejar de lado el proceso intelectual que lo fue guiando. ¡Y todo esto en menos de 150 páginas! Realmente increíble. 
Con todo esto no trato de decir que ya no sea necesario leer Ser y tiempo y todos los demás. Lo que digo es que este librito de Vattimo es una gran introducción, como para asfaltar el terreno, y luego es muy útil para aclarar algunos conceptos que, a lo mejor, se nos han escapado en su momento. Además, es muy sugerente el hincapié que hace el italiano sobre la hermenéutica que plantea Heidegger (claro, hay que recordar que el tema central de Vattimo es la hermenéutica, y que además fue discípulo del más grande de los filósofos de la hermenéutica, Hans-Georg Gadamer), que fue quien, de hecho, llevó la interpretación a ocupar ese lugar central en el análisis de la existencia, y con una lucidez con la que otros como Husserl ni siquiera hubieran podido soñar. 
Dejo, pues, el libro sobre la mesa, a ver si alguien se anima a recorrer sus páginas. Yo aún no he podido avanzar demasiado con la lectura (tomando en cuenta lo corto que es), pero desde ya lo recomiendo.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

La nada en el horizonte


 Y, también, en el pecho. Después de todo, no es del todo injusto pensar que, desde cierta perspectiva, el siglo XX empezó con la irrupción de la Nada en el mundo y el pensamiento humanos. Que hubieron precedentes, queda clarísimo: Parménides ya se preguntaba "¿Por qué el ser y no la nada?" hace casi veinticinco siglos, y mucho antes de que otro pensador de avanzada, David Hume, señalara que así como no podemos afirmar el conocimiento, tampoco podemos afirmar al conocedor, osea que el "yo" raya con el vacío (y si a Descartes le duele, pues peor para él). Pero de todos modos, esto no se equipara a la verdadera irrupción, esa penetración que se multiplicó como un virus y que llevó a la Nada a ocupar un lugar privilegiado en el quehacer del pensamiento occidental. 
En otras palabras, que el grito de "Dios ha muerto" de Nietzsche taladró con fuerza en los oídos de la generación que le siguió. De hecho, Sartre sería, en este sentido, el que acribillaría al cadáver de la vieja divinidad, por si las dudas. Así, una tarea a la que deben enfrentarse los nuevos pensadores es, precisamente, tratar de llegar a las conclusiones acerca de lo que podría (o, para algunos, "debería") hacer el hombre ante tal perspectiva: eso a lo que José María Valverde llamó, con tanta presición, la "muerte de las Ideas". 
Sartre, al que ya mencionamos antes, es un caso paradigmático porque, en su obra, este carácter se revela a los dos niveles, teórico y literario. El ser y la nada es un libro que, desde su título, ya nos está diciendo mucho de lo que vamos a encontrar, encarnado en una hipóstasis genial y desgarradora, en su novela La náusea. Es el encuentro del hombre consigo mismo y que de pronto nota que hay algo que falta. Es decir, que hay una nada, o que el hombre está de pie entre la nada y la nada. Claro que hace falta pesar bien esta palabra, "nada", para sentir ese temblor al que nos invita Sartre: es la nada del sentido, la luz que alguna vez guiaba los pasos de la humanidad y que, de pronto, se ha apagado (y, quizá, hasta con una carcajada). La condición humana se ha quedado encerrada en su propio circuito de nadez, y no tiene idea de cómo salir, porque sencillamente no hay hacia dónde ir. 
Claro que este encierro tiene sus límites. Si se lo quiere plantear así, el "Ser" tiene dos niveles que, de un modo u otro, se contaminan entre sí: podríamos hablar, de hecho, de un nivel "privado" (el yo que se encuentra consigo mismo y que es su propia cárcel, del que no puede escapar) y el yo "interaccional" o "público", ese yo cuyos contenidos mentales, lenguaje e inclusive capacidades de autocognición y atribución psicológica (véanse las obras de Davidson y Carruthers en torno a este tema) dependen de la interacción efectiva con "los otros". O, en lenguaje heideggeriano, que el Dasein se reconoce (interpreta) a sí mismo en tanto que se reconoce como parte de una realidad circundante en la que están incluídos "los otros" y el propio "mundo circundante". (Dicho sea de paso, Sartre sabía esto de sobra. Que yo sepa, nunca leyó a Davidson, pero era un ferviente admirador de Heidegger, y de hecho Ser y tiempo es el punto de partida de El ser y la nada. Si se quiere una prueba de esto que no implique tener que meterse a un libro tan denso como El ser y la nada, puedo recomendar su obra de teatro A puerta cerrada, donde de hecho hay una frase memorable que dice que "El Infierno son los otros"). 
¿Dónde está, pues, esta nada que pasó del horizonte a meterse hasta en la sopa de todos los hombres? Pues, precisamente, hasta en la sopa. Es decir: que esta nada que ha quedado como un agujero después de la muerte de Dios (con mayúscula) se hace presente todo el tiempo, convirtiendo nuestra vida entera en una suerte de "situación límite", ese término que tanto le gusta al existencialismo. 
La pregunta que sigue es, por supuesto: ¿Y qué demonios hacemos nosotros ahora? Bueno, si llamar al Chapulín Colorado no funciona, pues sencillamente reconocernos dentro de este panorama. Todo el que llegue a la conclusión de que el pesimismo es la única actitud posible, creo yo, debería reconocer también que el pesimismo no implica vivir torturándose, ni mucho menos suicidarse. Es una posibilidad, pero un poco tonta. Es verdad que hay una nada, pero para nosotros esa nada se traduce como un todo: se trata, pues, de generar nuestras creencias, fundar nuestras actitudes existenciales frente a ellas y salir a caminar por las calles con la sonrisa de un actor de tragicomedia o de gladiador romano. Es un espectáculo absurdo, pero vale la pena. Como decía Bukowski, "es divertido". 

La imágen, que algo tiene que ver con lo que he escrito, pero no demasiado, la incluyo de todas formas y dejando de lado otras posibles por el sencillísimo hecho de que es genial.De hecho, yo plagiaría la idea para fabricarme un epitafio.

lunes, 26 de julio de 2010

¿Neurociencias y literatura?


Puedo imaginar el rostro que habrán puesto uno o dos de mis profesores de la universidad al toparse, mientras corregían mis exámenes y trabajos finales, con las referencias que incluí a las neurociencias. Porque claro: ¿quién se imagina que se hable de neuronas-espejo, relaciones sinápticas axionales o del lóbulo frontal en un trabajo sobre literatura? Y no crean que escribo esto para que la gente piense "ah, bueno, este se cree la cagada porque habla de neurociencias", sino para llamar la atención respecto a otro asunto, y es el de los límites que muchos imaginan que tiene la teoría literaria.
En otras palabras, que no veo por qué las neurociencias hayan de ser apartadas del quehacer ensayístico y teórico de los que se dedican a comentar e investigar (vale decir, interpretar) la literatura como un oficio, pasional o no. Al fin y al cabo, creo que se trata, siempre, de buscar una nueva serie de explicaciones que abran cada vez más y más puertas desde las que podamos recorrer y recrear los textos, enriqueciéndolos o, si se quiere, explotándolos al máximo.
Si pensamos en autores como Freud o Heidegger, a los que el análisis literario vuelve una y otra vez para tomar teorías y herramientas, mi tesis encontraría otra confirmación. Después de todo, ¿qué hicieron Freud o Heidegger sino tratar de explicar lo humano, incluído su comportamiento, a través del estudio de sus estados mentales? El Dasein heideggeriano es, visto desde cierto enfoque, el individuo autoconsciente, es decir, capaz de la autocognisción, que es uno de los temas más recurrentes de la filosofía de la mente, que trabaja de la mano con las teorías y las investigaciones desarrolladas por la psicología cognitiva y las neurociencias, y las categorías existenciarias son parte de lo que conforma los estados mentales, en tanto que formas de interpretar la realidad interpretándo-se como parte de la misma (y si no me creen a mí, revisen los libros de Davidson, Carruthers o Nagel). El caso de Freud ni siquiere necesita ser explicado, pues su mayor interés fue la mente humana, así como las funciones cerebrales, de las que en su tiempo era imposible saber gran cosa. En todo caso, ¿por qué no hacer notar la vigencia de algunas teorías de Freud, una vez revisadas bajo la luz de los nuevos aportes teóricos y científicos? Los comportamientos y sentimientos "ambivalentes", por ejemplo, hoy cobran un nuevo matiz gracias a los estudios sobre las neuronas-espejo. ¿Y eso no es llamativo? ¿Acaso la teoría literaria debe quedarse satisfecha con lo hecho y visto?
En pleno siglo XXI, sin embargo, el panorama ha cambiado, y contamos con una larga serie de teorías y herramientas nuevecitas, recién sacadas del horno de los laboratorios, que permiten una nueva forma de aproximación al estudio de las diversas materias, entre las que cabe incluir a la literatura. ¿La utilidad de esta aplicación tan, aparentemente, tirada de los pelos? Abrir nuevas lecturas, claro está, que pueden ser sumamente reveladoras e interesantes, y que permiten leer los textos desde un nuevo enfoque.
Claro que, con todo esto, no trato de decir que las neurociencias y las teorías de la mente sean LA teoría obligatoria, fatal y necesaria. Eso lo podría decir el materialismo eliminativista, con Paul Churchland a la cabeza. Yo no creo que exista LA teoría, ni LA explicación. Creo que existen muchas teorías, cada una de las cuales es más o menos explicativa en vistas a un contexto determinado (digamos, el texto analizado, o los objetivos propuestos en base a ese objeto). Las neurociencias y las teorías de la mente, en este sentido, son una de tantas herramientas que nos permitirán abrir la lectura de textos literarios, jugando a la par (y de la mano) con las otras ya conocidas o en proceso de desarrollo. ¿Por qué no?
Queda mucho que decir y argumentar, claro está, pero no es éste el lugar indicado para ello. Dejo mi reflexión abierta, eso sí, y a ver por dónde vamos marchando. Al fin y al cabo, si nos preguntamos por el objetivo y la utilidad de todo esto, habría que preguntarse por lo mismo acerca de lo otro, y nadie sabe nada en el fondo. Lo que sí defiendo es que la interpretación no tiene por qué ir a chocar contra la barrera del prejuicio.

domingo, 18 de julio de 2010

La refutación del tiempo II


Hora de dar la vuelta a la tortilla. Y es que, si en la primera parte de estas divagaciones atacábamos la existencia del tiempo partiendo de nuestra experiencia en contraste con lo que vendría a ser una existencia "real" del tiempo, ahora toca atacar algunos puntos y ver por dónde escapamos. Después de todo, habría que partir de la pregunta por lo que entendemos al hablar de lo que es "real", o lo que "existe", y si acaso son realmente lo mismo.
¿El tiempo es una ilusión de nuestra mente, una trampa en la que nos vemos obligados a caer? si reconocemos que la respuesta a esta pregunta es afirmativa, luego no podemos decir que el tiempo no sea real: su categoría de realidad es mental, pero eso no la hace menos real. Siguiendo este camino, podríamos llegar a la afirmación de que el tiempo existe y no existe, dependiendo del enfoque desde el que ataquemos la cuestión.
Por poner un ejemplo de lo que digo, están los colores. ¿Existen? No, porque son resultado de nuestra interpretación mental de las refracciones de luz, gracias a las características de nuestro ojo: el mundo real está en blanco y negro (que son tonalidades, no colores). Pero sí existen, en tanto que forman parte de nuestro repertorio de significados, mediante los cuales interpretamos e interactuamos con la realidad. Los dioses del Olimpo no existen, pero existieron en cierto modo. Del mismo modo podríamos preguntarnos si existen los agujeros negros, pero eso sería salirnos demasiado del tema.
De acuerdo con Heidegger, el tiempo (o la temporalidad, en tanto que es interpretación y aprehensión del fenómeno en nuestra existencia óntica) no solo existe, sino que esta existencia es necesaria en tanto que cifra las posibilidades de "abrir" el ser (o, mejor dicho, el "Ser-ahí") de tal manera que puede no solo interpretar el mundo circundante en el que se encuentra metido, sino que también la de interpretar-se como y en tanto que forma parte de este mundo circundante. Claro que Heidegger habló del Tiempo como una "categoría existenciaria", pero hoy podemos relacionar ese término con el de "categoría mental". En otras palabras que nosotros, como existentes, interpretamos el universo como temporalizado y, en tanto que lo hacemos, podemos comprenderlo y comprendernos como parte del mismo y en relación constante con él. El tiempo existe, fatal y necesariamente.
Mucho antes de que Heidegger hubiera nacido siquiera, Kant habló del Tiempo como una "forma de sensibilidad", arrancándolo de la existencia "objetiva" al mundo subjetivo, como parte del "filtro" mediante el cual podemos formarnos algún conocimiento del mundo. Pero el que no esté en el mundo como tal no implica su inexistencia: sencillamente, la pone en otro lugar. Los fenómenos mentales son realidades. Yo podría autosugestionarme al punto de creer (o sospechar) que hay un fantasma en mi casa, lo que no implica que ese fantasma exista. Mi estado mental, sin embargo, sigue estando allí, y su existencia es harina de otro costal.
Ahora, ¿debemos seguir el ejemplo de Kant y arrancar el tiempo del mundo para meterlo sólo en nuestras cabezas? ¿O debemos reconocer, como Heidegger, que el tiempo existe en nuestra mente como la interpretación de un hecho que existe como tal en la realidad? Yo, personalmente, prefiero optar por lo segundo. Es verdad que alguna vez no se llamó "tiempo", pero la sucesión de estados geológicos que antecedieron a la llegada de los hombres y del lenguaje necesitó algo que los hiciese fluir. ¿Existe el tiempo per sé? Bueno, al menos no podemos negar que hay procesos mediante los cuales se generan cambios de estado en los objetos de la realidad, y no veo por qué no llamar a lo que permite la movilidad de estos estados por el nombre de "tiempo", así fuese sólo por ahorrarnos problemas.
El error, creo yo, es confundir una categoría, estado o concepto mental con una "ilusión". Las cosas no tienen que estar "allí afuera" para ser reales. El gran problema es que, hasta ahora, nadie entiende muy bien lo que se trata de decir con "allí afuera" ni, mucho menos, con "aquí adentro", aunque muchos pensadores (Heidegger, Freud, Davidson, Carruthers, entre otros) nos dan una buena idea de ello, o un camino que seguir para hacerlo más o menos explícito.
La pura verdad es que los seres humanos no podemos concebir una existencia atemporal: en eso estoy muy de acuerdo con Heidegger. Y no veo para qué demonios habríamos de hacerlo, tampoco. Como decía el propio Borges en su refutación del tiempo, dicha actividad no pasa de ser un juego académico: el tiempo sigue imponiéndose. Seguimos siendo nosotros, y como tales seguimos amarrados a las cadenas de las horas, los minutos y los años. El tiempo abre las posibilidades de interpretarnos históricamente, dijo Heidegger: en otras palabras, nos permite comparar estados fácticos actuales con pasados o supuestos futuros, aún con supuestos presentes y pasados. Todo proceso implica, necesariamente, temporalidad. Claro que la temporalidad implica a su vez la muerte, y quizá sea esto lo que hace tan atractiva la posibilidad de un atentado terrorista contra el imperio de los calendarios y los relojes. Pero es en vano, creo yo: nada ocurre extra-temporalmente. El tiempo puede ser el río de Heráclito o el Laberinto que se bifurca eternamente de Borges, pero está allí, aunque no nos guste.

Esta nota es la segunda parte de otra, que lleva el mismo título, escrita y publicada unos días atrás. De parecerme necesario, podría publicar aún una tercera, pero no prometo nada. Como dije en la nota anterior, habrá que disculparme de la poca exhaustividad con la que manejo algunos argumentos y definiciones: esto es un blog, y no creo que un blog sea lugar para textos excesivos, o al menos no lo es gratuitamente. Pero esa es mi opinión personal, claro.

jueves, 1 de julio de 2010

Y el existencialismo, ¿con qué se come?


Alguna vez me he preguntado (hoy lo recordé) qué libros le podía recomendar a alguien si viniese, de pronto, a pedirme una guía para entrar en las turbulentas aguas del existencialismo. Porque yo, a diferencia de muchos escritores, intelectuales, filósofos y demás, no estoy de acuerdo con eso de que el existencialismo ya agoniza bajo tierra. Todo lo contrario: una reivindicación del mismo parece hacerse cada vez más y más necesaria, a medida que los "tiempos posmodernos" (que ni el mismo Chaplin hubiera podido predecir, aunque seguro hubiera hecho una película formidable) nos amenazan cada vez más con ahogarnos en su sobredosis de publicidad, consumo, vida social, virtualismo y demás (que no es que esté mal alguno de estos elementos, sólo que hoy están hasta en la sopa y, me dice por ahí mi amigo Martín Alonso, pronto hasta los cepillos de dientes tendrán acceso a internet, cosa que los odontólogos del mundo puedan estar al tanto de cómo nos lavamos los dientes y demás. Ojo: que esto lo dice la CNN, no yo). En fin, que pensando que podía de paso poner al día este blog que tengo abandonado contra mi voluntad, y por culpa de agendas y relojes, pienso y pienso y formulo una lista posible.
Pero ante todo cabe hacer una aclaración: el existencialismo implica, más que una bibliografía, una forma de lectura, de interpretación y de reflexión. Los libros, si se quiere, están allí para encaminar, problematizar, nutrir y dar herramientas a todo el rollo. Pero a ver ésos títulos (que en realidad son infinitos, así que, para abreviar, imaginaré que me piden sólo cinco):

1) Arthur Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación
Yo sé lo que algunos dirán: que Schopenhauer es anterior al existencialismo y toda esa nota. Bueno, pero mantengo firmemente dos cosas: en primer lugar, que ya es hora de volver a los libros de Schopenhauer, que tienen tanto que enseñarnos y que, en más de un punto, mantienen vigencia e interés al día. En segundo lugar, que es de sus páginas de donde el existencialismo va a aprender, luego, el "estado de ánimo" que le es tan característico. Pesimismo,lúcido, cierta preocupación y consciencia literaria, amplitud de mirada, consciencia de la totalidad del existente, irracionalismo, tensión existencial, compromiso ontológico... todo esto está, ya, en Schopenhauer.

2) Jean-Paul Sartre: La náusea
Tomando en cuenta la noción del "ser" que plantea el existencialismo (esto es, como "ser abarcador y autoconsciente", existente, dasein), una novela como la de Sartre, que la encarna, es fundamental. Para el existencialismo, como para el personaje principal de la novela, Antoine de Roquentin, lo filosófico se hace presente en lo cotidiano, lo ontológico se traduce en lo óntico. Una forma dura y cruda de tomar consciencia de algunas pequeñeces, eso que diríamos "gajes de la vida". De Sartre habría que incluir otro libro en esta lista, rompiendo la regla de elegir sólo cinco libros para sumar seis: El existencialismo es un humanismo. Después de La náusea, leer o releer Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato.

3) Karl Jaspers: Filosofía de la existencia
Si la obra más importante de Jaspers, Filosofía (que yo aún no he podido leer, porque no consigo el libro) parece demasiado larga, siempre se puede recurrir a este librito: en pocas páginas, dice más de una cosa fundamental para el enfoque existencial. El llamado "de vuelta a la realidad", las tensiones del existente, una de las cuales se da entre la inmanencia y la trascendencia, la reflexión buscando resolver "la vida misma"... todo está en él.

4) Martin Heidegger: Ser y tiempo
No podía faltar. Cierto es que Heidegger no es, en realidad, un existencialista (como de hecho lo afirmaba él mismo), pero en su enfoque filosófico están las bases de la tradición más importante en el existencialismo, que es la que llega hasta Sartre o Marleu-Ponty, y sigue siendo fundamental aún en enfoques más directamente "psicológicos" y "personalistas" como el de Jaspers. Advertencia: lectura de largo aliento, que implica muchas vueltas hacia las páginas anteriores, técnica y difícil. Pero vale la pena, ¡y en qué forma!

5) Una de dos: Fédor Dostoyevski: Crímen y castigo o William Faulkner: Luz de agosto
La literatura no es un camino más indigno que el de la teoría para las reflexiones filosóficas: es un bosque fértil del que se puede recoger muchísimo. Claro que, después, los filósofos tienen que dar sus motivos. En estos dos casos, la existencia se plantea, de un modo u otro, como un problema constante del que, sin embargo, no podemos dejar de darnos por enterados. Todo lo contrario, más bien. La existencia es todo lo que tenemos. Pienso en estos dos autores en particular por su tono, por su enfoque, por su manejo de una narrativa muy atinada para tratar la complejidad que acarrea el sólo hecho de "ser". Dostoyevski, ciertamente, es más jaspersiano y Faulkner, en cambio, es más heideggeriano (por consonancia, no porque los hallan leído), así que son buenas novelas para entender por dónde va el asunto.

Ahora, que una cosa es dar los primeros pasos y otra muy distinta echar a andar. Al existencialismo, además, le hace falta una actualización urgente. Si queremos poder volver a hablar, seriamente, de existencialismo, entonces hay que reconocer que lo primero sería una vertiginosa puesta al día de los aportes que las diferentes disciplinas (no sólo la filosofía) han hecho en los últimos años, de paso que del estado actual del asunto. Hay mucho de donde sacar el agua, así que la labor promete ser bastante ardua. La filosofía, la psicología, la lingüística, la teoría literaria (si: también ella), las neurociencias, la historia, las ciencias sociales... en fin, todas las disciplinas, han dado a luz montones de páginas que el existencialismo, vuelto a la vida, no puede dejar de lado, a menos que quiera ser una disciplina tuerta y coja; a la larga, muy probablemente inútil. Pero esa ya es arena de otro costal.

En la foto, Jean-Paul Sartre, clásico (y muy vigente) del existencialismo.

sábado, 15 de mayo de 2010

Búsqueda: todo un problema filosófico


Las cosas han seguido como siempre, o casi siempre; parafraseando a Wilde, no dejamos de vivir en las cloacas, pero tampoco de mirar hacia las estrellas... con ansiedad, con desdén, con fascinación o con esperanza. Y, curiosamente, también sin promesas, sin una gran sonrisa en lo alto que nos diga "dale". Todo lo que sabemos es que, llegado el momento, dejaremos nuestro lugar en la cloaca, y a ver quién lo toma.
Y ahora lo que muchos de ustedes se preguntarán: ¿pero qué coño se ha fumado este, y de qué carajos está hablando? No se preocupen, que no es que divague sólo porque tengo dedos para tipear y un lenguaje del que abusar. Quiero hablar, más bien, de ese problema que la filosofía se ha planteado desde sus inicios mismos, y que ha seguido en pie y reformulándose a lo largo de los siglos, a ver si para ir a caer en el cubo de la basura o qué. Porque, ¿qué es lo que implica, realmente, el mirar hacia el mañana, el proyectar-se, la búsqueda? Y una pregunta urgente: ¿qué deberíamos esperar?
Será porque la vida es todo lo que puede conocer (de hecho, es la condición de cualquier forma de todo); lo cierto, es que el hombre siempre ha tenido una relación bastante complicada con la muerte. En la antigüedad (y esto ya nos lo dice Coulanges), las primeras sociedades pre-civiles y, luego, las civiles se formaron con una mira común: el culto a los muertos, a los manes de la familia. Claro que, así, proyectaban no sólo la existencia de sus seres queridos a un plano al que nadie les había dado el derecho (ya decía Sabina que la muerte no acepta propinas), sino que eran, también, sus propias condiciones de existencia las que quedaban aseguradas. Los hombres antiguos no temían a la muerte; tampoco es que la buscaran: para ellos, morir era tan natural como estar vivo.
Pero las cosas fueron cambiando, y muchos filósofos empezaron a mirar los cementerios con un escepticismo creciente: después de todo, quizá era hora de reformular esa pregunta que Parménides les había dejado: ¿Por qué el ser y no la nada? Era el momento de tomar plumas, papel, máquina de escribir o computadora y ponerse a trabajar. Dios mío, ¿qué iba a ser de la humanidad?
El existencialismo fue la gran afirmación contra la trascendencia: digamos que si Nietzsche ya había declarado la muerte de dios, hombres como Sartre llegaron para acribillar sus restos sobre la tierra a ráfagas de ametralladora. De nuevo, la muerte era el gran tema: Heidegger le había dado un lugar eminente en su análisis existenciario del "ser", relacionándola al tiempo y haciendo notar su relevancia y consecuencias como gran condición existencial que es. Sartre, que escribió bajo su influencia, llevaría a todas las almas (y para colmo sonriente) al matadero, llegando casi a optar por la segunda opción de la pregunta de Parménides: la nada. Ni siquiera un pensador tan bonachón y deseoso de optimismo como Jaspers, que se debate él mismo al no encontrar lugar para sus esperanzas, tiene que terminar aceptando la innegable inmanencia del hombre, que sólo puede conocer la trascendencia como un horizonte envolvente y siempre futuro. Una gran esperanza frustrada, y que no se cansa de darse contra las paredes, más o menos. El cielo, de pronto, ya no estaba estrellado; cloacas por todas partes.
Pero el existencialismo es demasiado obvio; ¿qué hay de los otros? La epistemología, la fenomenología, la filosofía del lenguaje y todas las demás, ¿no buscan, en el fondo, un sustento para dar pie a la existencia? Wittgenstein lo creía así, y por más fría que fuese la disciplina o la obra, siempre había una angustia profunda latiendo en el pecho de cada filósofo, empujándole a dar un paso más en el filo de la navaja, a ver qué pasa al final, con una pregunta grabada en los labios cerrados: ¿se le podrá arrancar todavía a dios una sonrisa?
A ver a dónde nos lleva todo esto: yo, por lo menos, creo que una de las virtudes a las que tendría que aspirar el hombre contemporáneo es a la sana y sonriente resignación. La muerte está allí, y el que se muere se muere. Y, bien visto el asunto, hasta tendríamos que agradecer el que así sea, porque al final los años tienen que ser agotadores, y un descanso bien merecido, pues bueno... es un descanso bien merecido. Pero soy de los pocos que piensan así: como me lo dijo mi padre alguna vez, la mentalidad del hombre a cambiado, y en lugar de ver el ciclo de la vida como nacer-crecer-alimentarse-reproducirse-morir (lo más natural del mundo, y nada de lágrimas, por favor), hoy prefiere verlo así: nacer-crecer-alimentarse sano-estudiar-hacer dinero-si se puede, aplastar al resto-reproducirse-tratar de no morir. ¿Y para qué? Ni la salud ni la vida habían estado alguna vez tan sobrevaloradas, y el hombre de nuestro siglo padece, en los huesos mismos, de un terror sin precedentes, tanto al poder-no-ser como al ser (¿qué sería de ellos sin ese sistema lleno de frivolidades detrás?).
En cuanto a mí, repetiré por enésima vez que no veo por qué tenga que ser así, y haré mías las palabras del Marqués de Sade cuando escribió que no hay por qué temer al sistema de la Nada: es consolador y simple. Que esta sea una reflexión especial por mi cumpleaños, recién acaecido. Y a ver si abrimos un poco los ojos y nos dejamos estar en paz.

lunes, 11 de enero de 2010

La Pesadilla Cartesiana


Uno de los grandes errores que nacieron a finales del siglo XIX fue ese que llevó por nombre "positivismo", y que nació de las lecciones del viejo August Comte allá por el año mil ochocientos cuarenta y pico. Él, hijo de un racionalismo post-hegeliano, del materialismo empirista y del desarrollo de las ciencias y las tecnologías que llegarían a su cumbre durante la llamada "belle èpoque", imaginó que la realidad en la que se encontraba sumergido podía ser estudiada de una manera absolutamente objetiva, como una fórmula algebraica, donde cada elemento tiene un valor propio y universal y se eslabona en un orden fatal y necesario. Siempre recordaré, de hecho, cómo leí con una sonrisa imperturbable las páginas que dedica a la historia de la humanidad: la historia, nos dice, tiene un orden mecánico y lógico, y a partir de su estudio positivo podemos descifrar sus fórmulas y, a partir de entonces, no sólo comprender lo que es el presente, sino lo que depara el futuro. ¿Que si no es una locura? Por supuesto que sí; pero eso no evitó que el mundo entero se entusiasmase con las ideas de Comte como si se tratase de pastillas estimulantes, y de alguna forma los años que se encuentran entre la aparición de sus lecciones y el estallido de la Primera Guerra Mundial fue el "siglo" de Comte.
El positivismo se hizo llamar naturalista, realista, cientificista, absoluto y antiidealista, pero en el fondo no fue sino la contracara de los sistemas filosóficos del idealismo romántico alemán: un idealismo asentado lejos del mundo al que supuestamente reflejaba como un espejo, sentado con las piernas recogidas y muy sonriente sobre el columpio de la lógica. El Palacio de la Lógica: para algunos, la pura Verdad, lo irrefutable, el Paraíso mismo. Bien visto, ¿por qué no una pesadilla?
La figura que hizo que Aristóteles y Santo Tomás estrecharan sus manos con la modernidad fue, definitivamente, Descartes. Su construcción (no demasiado sólida) de un universo que se sostiene y se rige por un método algebraico y lógico, pese a abrir todavía un camino hacia lo inmaterial y lo divino, es el verdadero sustento del que se nutrió, después, el positivismo y, aún hasta nuestros días, el cientificismo (resta sumar a su figura la de Francis Bacon, pero esa es otra historia). También, en gran medida, la "fenomenología" de Husserl. Pero estos órdenes, tal y como los imaginaba Descartes, pronto se dejan notar como un gran y posible terror.
Imaginémonos atados ya no sólo al mundo, sino a una cadena de acontecimientos inalterables que, como una piedra que rueda cuesta abajo, ya tiene un camino y un destino fijos. Imaginemos que nuestro destino está escrito de antemano, ya no en un Plan Divino (esa otra gran pesadilla), sino en el correr mismo de los hechos y de los minutos, regidos por un control del que nadie se hace responsable y que nosotros, por si fuera poco, podemos intuir. La Lógica (así, con mayúscula) puede ser tan terrible como el Dios cristiano o sus versiones gnósticas, como la Voluntad de Schopenhauer o el hado trágico de los griegos.
Pero si de algo nos sirvió el siglo XX, fue para despertar de esta pesadilla cartesiana. Ya en el XVIII, Hume puso las primeras minas bajo los sistemas idealistas y racionalistas; luego, en el XIX, Schopenhauer lanzó todo un arsenal de cócteles molotov contra el racionalismo, acusando a la Voluntad que regía el mundo de irracional y fatal. Heidegger (al que siempre he considerado el filósofo más importante del siglo XX) siguió con esta tarea, fijando la atención de sus análisis sobre el lado irracional del universo y, sobre todo, de los procesos mentales y del conocimiento de las personas. Hay otros nombres, claro está: Nietzsche, Freud, Marcuse, Jung, Sartre, William James... todos ellos defensores de un orden posible distinto, conscientes de que no es sólo la lógica la que impera sobre las decisiones humanas (Cf. Jon Elster, Egonomics).
Así, el ominoso Palacio de la Lógica cayó para un gran número de personas, y el terror del sueño dorado fue reemplazado por la angustia y la lucidez del hombre que despertaba en un desierto en el que los ideales se marchitaban (cierto que, también, a tiempo para ver la aparición de los mass media, esa nueva forma de idealismo). Pero el sueño había terminado: de alguna forma, y hasta que llegue un nuevo período en que se pase esta página del pensamiento, el miedo será real.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El hombre ante sus ojos (notas para un método de análisis existencial)

Nota: estas líneas son un fragmento de una de las partes del borrador de un ensayo sobre existencialismo que empecé hace unos días. Su objetivo es ser teóricas, pero siguen no siendo más que eso: un borrador. Dejo esta advertencia de antemano, pero recalcando que las ideas que contiene (y que pueden parecer meramente aclarativas, pero que en realidad pretenden preparar el camino para un trabajo sumamente laborioso y profundo que, espero, rinda sus frutos) son en general las mismas que mantendrá en su versión final. Al que se tenga el interés y se tome el trabajo de leer esta entrada, le ruego me comunique sus pareceres y críticas dejando comentarios, porque me pueden ser de gran utilidad más adelante.
S.B.

El primer gran problema al que se enfrenta la propuesta de una filosofía existencialista es el del método: después de todo, ¿qué camino puede seguirse acertadamente para cuestionar, replantear y analizar no sólo la existencia factual, sino al existente mismo, al ser dotado de un carácter ontológico positivo y propio que, de hecho, es el mismo que plantea la pregunta? Si nos volvemos hacia la historia de la filosofía, nos encontramos ante una diversidad de métodos que, de un modo u otro, han dado sus frutos: Jaspers, por ejemplo, se vale de una introspección heredada a la vez de su formación psicológica y de sus lecturas de Kierkegaard para redondear el aspecto ontológico, siempre atado a lo humano (en tanto que es un punto de partida, el que eslabona el discurso); Sartre, por su lado, parte del análisis fenomenológico de los entes tal siguiendo la metodología planteada, en sus diversos capítulos, por Husserl y Heidegger (dándoles la mano ahora, retirándoselas en otros pasajes) y de algunos procedimientos aprendidos del psicoanálisis. En ambos casos (en todos los casos), sin embargo, hay un requisito infranqueable: el de poner alguna forma de "lente" que separe al hombre de su propio carácter de existente; la asumisión de una determinada perspectiva que permita atacar la cuestión puesta como objeto de análisis (el existente, la categoría del Ser, etc.) desde una suerte de "distancia" epistemológica que certifique un cierto grado de "objetividad" o, mejor aún, "lejanía" para realizar la interpretación (todo análisis es hermenéutica).
El gran problema, en este punto, parece bastante obvio: ¿cómo lograr la pretendida "lejanía" para tratar algo tan ónticamente cercano al que pregunta como la existencia, el "Ser" mismo? Probemos con una comparación: imaginemos a una persona que padece de un tumor maligno (lo más parecido a la existencia); es más, imaginemos que esta persona es, además, médico y, si se quiere, oncólogo: sólo en honor a su título no va a dejar de padecer los síntomas derivados del cargar con un tumor maligno. Pero, dada su formación, puede observar su problema desde otra perspectiva que la del mero paciente (actitud pasiva): si es bueno, podrá "salir" de su condición de paciente para asumir la otra que tiene a mano, la de médico (actitud activa), y, desde ella, reanalizar su situación; y, si es un verdadero genio, podrá valerse de ambas perspectivas, la del médico y la del paciente, para tratar y analizar la cuestión, reconociendo su función como "parte" del problema pero sin perder esta "distancia" metodológica. En este sentido, resulta, pues, fundamental reconocer la diferencia entre lo óntico y lo ontológico, la postura del paciente y la del médico. Como bien lo decía Heidegger, el Ser es lo más cercano a nosotros ónticamente, pero ontológicamente lo más lejano. O, repitiendo la fórmula de San Agustín sobre el tiempo, podríamos preguntar: "¿Qué es el Ser? Lo sé si no me lo preguntan; si me lo preguntan, lo ignoro."


lunes, 28 de septiembre de 2009

Un esquema del "Dasein" de Heidegger

Casi como una curiosidad, agrego este diagrama, especie de "mapa" esquemático que trata de "explicar" la constitución existenciaria del Dasein de Heidegger, tal y como él lo desarrolló en Ser y tiempo. Lo encontré en internet hace no mucho, y me pareció que, dado que acabamos de recordar (y celebrar) su cumpleaños, no estaría de más colgarlo por aquí.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Heidegger: un universo


El título, ciertamente, no es gratuito: hablar de Martin Heidegger es, necesariamente, evocar una obra que, por su densidad y complejidad, toma la forma de un universo dentro del cual nos reconocemos como actores múltiples y algo confundidos, perdidos en algún punto entre el uno y los otros, entre el existir y el ir muriendo. Y es que si Heidegger fue un filósofo original, es en gran medida gracias a ese primer paso de su análisis existenciario: la cotidianeidad. A él no le interesa el acaso inútil mundo de las ideas y los arquetipos, ni la megaconstrucción de utopías: su preocupación, más bien, se centró en el hombre tal como existe diariamente, dentro de un mundo en el cual se reconoce a sí mismo y a los otros. Es decir, descripción antes que construcción; pero, eso sí, con una originalidad y un escrutionio agudos... muy agudos.
Siempre he pensado que Ser y tiempo debe ser la obra filosófica más importante del siglo XX. De sus páginas, que recuerdan a un laberinto o un infierno por el estilo, nacen algunas de las posibilidades más ricas de interpretación y análisis de los fenómenos de la existencia, y sobre todo del Ser mismo. Sartre, Marcuse, Sábato, Gadamer y Tugendhat, entre otros, le guardan una deuda inmensa, y la historia misma de la filosofía es inimaginable en nuestros días sin la presencia de Heidegger.
Desde la conversión del mero "Ser" (Sein) en "Dasein" hasta el análisis del "Ser en relación a la Muerte", y luego en sus obras sobre poesía y literatura, la figura de Heidegger no deja de proyectar una sombra gigantesca. Su genio, por lo demás, es indiscutible, y su obra es una invitación constante a volver a ella y revalorar todo lo que somos o pensamos que somos. Se necesita temple y valor, es cierto, pero Heidegger no deja de ser un ejemplo de ello. Una vez más, pues, salud.

sábado, 25 de julio de 2009

De Dualidades y Dioses: una reflexión onto-teológica


"¿Comedia o tragedia? ¿Qué aspecto elegimos, viejo? La verdad es que a partir de nuestras penurias se puede hacer cualquiera de las dos cosas".
Lawrence Durrell
Monseur


Una mala manía de los hombres (acaso de las peores) ha sido, siempre, la de dar un valor ontológico propio a lo que no es sino un juicio calificativo, una etiqueta. Bueno o malo, bello o feo, positivo o negativo... La pura verdad es que las cosas, por sí mismas, no se hacen tantos problemas: sencillamente, "son". Por eso la cita de Durrell que he incluído arriba: la vida no es tragedia ni es comedia; es ambas cosas y ninguna. ¿Qué trato de decir? Que no es ninguna de esas cosas, porque "vida" es apenas una palabra sin contenido, que trata de aprehender la realidad temporal del existente hasta su neutralización, es decir, hasta su muerte, cuando la categoría de "ser" deja de tener vigencia. A los que estén familiarizados con Heidegger y con Jaspers, todo esto les sonará como un cuento conocido, y lo reconozco desde el principio. Mi forma de pensar en lo tocante a este punto les debe no sólo mucho, sino casi todo, a ellos y a Sartre. Puestas en claro las influencias y autorías, sigo adelante.

He dicho, también, que es ambas cosas. Bueno, pero este "es" en particular es bastante complejo... porque de acuerdo, la vida "es" algo en tanto que nosotros dotamos al término su sentido, y necesariamente nos formamos un concepto de lo que es la vida. Pero, ¿tragedia o comedia? Bonita dialéctica, ¿no?

Basílides y sus seguidores hicieron propia la tradición gnóstica que divide a la divinidad en 365 dioses; el primero, el único realmente Perfecto y Total llevaba el nombre de "Abraxas", y era, a la vez, Dios y Demonio, reunión de Bien y de Mal en equilibrio y concordancia. Es decir, que los basilideanos negaron el dualismo bien-mal que tanto perturba a la mayor parte de las religiones, entre ellas al cristianismo del que surgió el gnosticismo. No hay una división como la que describe Dante entre Cielo e Infierno, ni es Dios el sumo bien como lo defiende Descartes. Bien pensado el asunto, ¿puede un ser absolutamente bueno ser perfecto? ¿No tendría que ser la perfección la Totalidad absoluta y ordenada? Eso era Abraxas, precisamente.

Tenemos que ser conscientes de la posibilidad de que Dios, suponiendo que exista, no sea lo que nos dicen que es. Basta suponer a Dios capaz del más mínimo acto de maldad para que toda la creación y cuanto comprende se convierta en algo menos que un mal chiste. Tomando esa posibilidad en cuenta, cambian los valores de todo, y nuestra vida puede ser una tragedia (una lenta agonía que sólo espera a la muerte) y una comedia (por su patetismo) al mismo tiempo y sin que una condición excluya a la otra.
Claro que todo esto no es más que otra suma de palabras: si decimos que un dios es suma de bien y mal, presuponemos una categoría ontológica para ambos, lo que los convierte en algo más que un juicio relativo o intersubjetivo. "Perfección" es otra de estas palabras que resulta muy fácil utilizar, pero no tanto definir. De todos modos, no está de más dar un par de vueltas al asunto y cuestionarse un poco acerca de qué tan firmes son los pilares que creemos lo suficientemente sólidos para sujetar nuestras vidas, nuestra seguridad y nuestras creencias. Al fin y al cabo, existir es construir y destruir constantemente lo que vamos siendo (es decir, dejando de ser): la existencia, como defendió Jaspers, es constante tensión; el existente está siempre en un estado crítico, lo note o no, entre la aspiración a la trascendencia y la fatal inmanencia. Vivimos interpretando nuestra realidad en su totalidad y reconstruyendo lo que "somos" a cada instante: esa tensión es, también, nuestro drama, nuestra comedia y nuestra tragedia.

No sé si esta reflexión tiene o no algún sentido; en todo caso, es una de esas cuestiones que siento profunda e íntimamente. Si existe un dios, tiene que poder ser un cabrón: no creo en bienes ni males desprendidos de un juicio valorativo; el argumento (que Leibniz defendió) de que las cosas, incluídas las malas o desagradables, se suceden de acuerdo a un designio divino que tiene por fin último el Bien y la Ciudad de Dios no es sino otra forma de decir que el fin justifica los medios, y no sé hasta que punto podamos estar de acuerdo con eso. No digo que necesitemos un Dios: digo que, si creemos o no en él, debemos poner en tela de juicio esa creencia, como todas, y llevarla hasta sus últimas posibilidades. Además, no sólo resulta constructivo, sino que puede llegar a ser divertido revisar cada una de esas posibilidades y sus necesarias consecuencias. ¿No podría ser el Dios que los cristianos reconocen el más imperfecto de los 365, como defendieron los gnósticos? ¿No podemos ser nosotros su pesadilla, como sugirió Ernesto Sábato? O, como sostiene Borges, ¿no es todo esto, al final, literatura?

domingo, 5 de julio de 2009

San Agustín por Heidegger


Borges afirmó en una conferencia sobre el tiempo que ningún hombre sintió ese problema tan profundamente como San Agustín: recuerda sus famosas palabras, cuando el filósofo medieval se pregunta qué es el tiempo: "Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro". Luego, continúa especulando en torno al problema del tiempo, volviéndose hacia muchos otros autores que lo trataron o ejemplificaron: Platón, Nietzsche, Schopenhauer, J. Bradley, Heráclito... siempre fiel a su genial estilo, a la vez erudito y tímido, con mucho de eso que los ingleses llaman "understatement".

Debo haber leído esta conferencia una veintena de veces; cada vez que la leo, sin embargo, hay una omisión que me molesta: Borges no recuerda, en ningún momento, a otro filósofo que sintió el problema del tiempo no sólo profundamente, sino que lo peribió como fundamental para la comprensión del carácter ontológico de los hombres: ese hombre es Martin Heidegger. (Borges, dicho sea de paso, no pudo omitirlo por ignorancia, pues se sabe, por una mención de su nombre en un ensayo sobre Bernard Shaw, que conocía algo de su obra).

Como lo dije antes, la cuestión del tiempo, para Heidegger, resulta fundamental en el desarrollo de conocimiento y de existencia de los hombres, en niveles ónticos y ontológicos, pues es aquél el que determina las posibilidades existenciarias de "ser en" el espacio, pues es en su devenir donde ha de darse la "cura" (sigo la terminología de la traducción de Gaos; sé que ha aparecido una más precisa, pero aún no he tenido ocasión de leerla), en tanto que es de la concepción que el hombre tiene de sí mismo como un ser temporal que surge la posibilidad de leer la existencia fáctica como un hecho "histórico" (en una línea de tiempo). Además, es en el "ser en el tiempo" que se da la noción de "ser en relación a la muerte", pues la muerte se concibe como un hecho que va a suceder necesaria y, si se quiere, fatalmente, en el futuro.

No sé si mi explicación ha sido clara o coherente: me resulta muy difícil resumir una teoría tan amplia, tan holista, como la de Heidegger; de todos modos, ésta está expuesta en Ser y tiempo; y, de momento, es sobre otra obra que quiero llamar la atención: el Fondo de Cultura Económica ha editado un libro titulado Estudios sobre mística medieval, de Martin Heidegger; éste reúne notas para clases y conferencias y se divide en dos partes: la primera es un análisis de las Confesiones de San Agustín: pocas lecturas he encontrado de una ternura tan fría y exquisita.

Como Borges, Heidegger intuyó que el problema fundamental, para San Agustín, era el del tiempo (una observación que, creo, nadie ha hecho hasta ahora: para contestar qué es el "Ser", Heidegger utiliza la misma respuesta que San Agustín cuando éste se pregunta sobre qué es el tiempo, claro que en una terminología mucho más técina y frívola: el "Ser", nos dice Heidegger, es ónticamente lo más cercano y ontológicamente lo más lejano). Compartiendo en gran medida esta preocupación, Heidegger se lanza a una exégesis de la obra de San Agustín capítulo a capítulo, utilizando la temporalidad como una herramienta de interpretación capaz que llena su análisis de un nuevo sentido, a la vez original y muy rico. Lo que quiero señalar, sin embargo, más allá de la teoría, es el goce que aguarda al lector en estas páginas. Un goce, vuelvo a repetir, frío y técnico, pero que se vuelve sutilmente profundo, cuando uno reconoce la intimidad con que el filósofo alemán trata el asunto. Así pues, les lanzo esta recomendación a todos los interesados; que las lecturas, al fin y al cabo, y aunque uno se arrepienta luego de ellas, nunca están de más.
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