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miércoles, 22 de junio de 2011

De Diavolo questionae...


Acabo de hacerme con un libro del que nunca había oído hablar, pero que me enamoró desde el título: Historia del diablo. Siglos XII - XX, de Robert Muchembled. Como es una adquisición reciente, no he tenido tiempo de leerlo, pero ya lo he hojeado, y promete. Por ejemplo, hoy más temprano estaba echando un vistazo a sus páginas cuando de pronto me he topado con una frase extraordinaria, agudísima... que deslumbra, precisamente, por ser tan clara, sencilla y obvia: "El diablo es siempre un producto de su tiempo". Aprovecharé, pues, que aún tengo esta lectura como pendiente para dar un par de vueltas a esta sentencia, como quien va preparando el terreno. 
Siempre me ha fascinado todo lo que se relaciona al demonio y sus allegados (el Infierno, los gnósticos, las visiones, la alquimia, la nigromancia...). Desde mis años más oscuros, cuando todavía me enorgullecía (¡me enorgullecía!) de ser cristiano, y más lejos aún, desde mi más tierna infancia, todo lo que tuviera que ver con el asunto me atraía enseguida, con una sensación que, ahora no me cuesta nada reconocerlo, tenía (y tiene) mucho de morbo. Interés intelectual también, claro, pero eso es una novedad: cuando, con ocho años, sabía que mi libro favorito era el Apocalipsis de San Juan, no había interés analítico, científico, filosófico ni teológico alguno. En cambio, me fascinaban esos paisajes oscuros, grotescos, tan parecidos a lo que después encontraría en los cuadros de El Bosco. Los niños no piensan en escribir libros. 
Ahora, que sí había algo que me acuciaba, que me quemaba las entrañas y me producía no malestar, sino una profunda preocupación, un dolor agudo, y que yo encontraba en cada una de las páginas a lo largo de las cuales San Juan relata su visión del fin de los tiempos: el problema del Mal, la posibilidad de la salvación, la condena del mundo. ¿De verdad estaban ya escritos los nombres de los condenados en los libros? ¿No debía preocuparme de que mi destino pudiera ser el destierro en la Segunda Muerte? ¿Qué podía hacer yo
El problema del diablo, en los tiempos antiguos, estaba directamente relacionado con el problema del Mal. Claro que, en aquellos tiempos, Bien y Mal todavía se escribían exclusivamente así, con mayúsculas, y sus definiciones correspondían a una ley absoluta, dada por un libro que recopilaba los libros sagrados, que supuestamente inspiró una paloma, y que encierra, entre todas sus santas contradicciones, el sentido de la vida y de la muerte. Pero corrían otros tiempos, y hoy por hoy las cosas han cambiado mucho. De hecho, empezaron a cambiar con la Ilustración, cuando los pensadores post-cartesianos de Francia decidieron que ya estaba bien de cuentos, y que era hora de limpiar un poco de supersticiones al mundo. 
El demonio, sin embargo, no es tan fácil de matar, y sabe más por viejo que por diablo. Francia misma sería el escenario en el que decidiría montar algunas de sus más extraordinarias representaciones, empezando por los años de Terror que siguieron a la Revolución, pasando por los pensadores libertinos al estilo Marqués de Sade o Restif de la Bretonne, y de allí hasta llegar a casos tan ambiguos y excéntricos como el de un Baudelaire, que lo celebraba con una cruz en el pecho y una pipa de opio entre los labios, sonriente. Mientras tanto, en Alemania, Satanás tomaba un nombre nuevo, Mefistófeles, y nos sonreía y gastaba bromas desde las páginas de Goethe. 
Entre el siglo XX y lo poco que vamos malviviendo del XXI, creo que el diablo se ha convertido ya en algo distinto: en una manifestación de nuestros propios fantasmas. Eso, creo yo, es lo que pensaba Faulkner cuando decía que el artista es un ser guiado por demonios. Ahora que el Bien y el Mal ya no llevan puestas las mayúsculas, sentimos la amenaza de las minúsculas, las que sentimos cerca, pero que no podemos ver claramente, porque no tienen contornos definidos y absolutos, ni Ley que nos diga hacia dónde volver la cabeza. El hombre, en su soledad, bajo ese cielo vacío y silencioso, tiene que aprender ya no sólo que el Infierno son los otros, como decía Sartre, sino que está en todos lados: en las calles, en la soledad de una habitación vacía, en los espejos, en la oscuridad que queda cuando uno cierra los párpados, detrás de cada palabra. "Un estado del alma", lo llamó Juan Pablo II en el Concilio Vaticano Segundo; yo prefiero llamarlo "uno de tantos gajes del oficio de andar vivo". 
El diablo, pues, visto a la luz del correr de los años... y un poco apresuradamente, dicho sea de paso. Ahora, queda la duda: ¿y qué si se trata de una presencia corpórea, como nos lo aseguran la tradición y las películas? Francamente, no lo sé. En todo caso, yo lo invitaría a tomar unas cervezas. 


sábado, 19 de marzo de 2011

La voz del demonio


Tengo muy metidas en el páncreas unas palabras que dijo alguna vez William Faulkner, ese genio de los portentos de la sangre y el polvo, sobre el oficio de escribir; palabras que pesan lo que pesan, y que dicen mucho más de lo que parecen decir: "Un artista es una criatura dirigida por demonios. Él no sabe por qué lo eligieron, y normalmente está demasiado ocupado para preguntárselo". 
Claro que muchos se dirán que bueno, que no se trata sino de una frase recargada, "bonita", el tipo de cosas que dice un escritor para sonar interesante. Pero no hagamos caso a los juicios simplones: estas palabras son muy sentidas, muy mascadas e infinitamente afiladas, dichas por alguien que, sabemos de sobra, no tenía mayor interés por lo que su público pensara de él. ¿De qué se trata, entonces? ¿Qué es esto de ser el títere inesperado de los demonios? ¿De quién es la voz que va arrastrando vidas, carne, tierra y esperanzas a lo largo de las páginas de un libro? ¿Qué pulso es este temblor que va agrietando nuestra sensibilidad hasta echarnos a rodar por una colina? O, si lo prefieren, preguntémonos: ¿qué demonios son estos?
Siempre he interpretado estas palabras en un sentido muy humano. Es verdad que, alguna vez, los poetas eran "invadidos" por la inspiración, ya fuera por culpa de las musas o los dioses, o aún de los demonios. Y ni siquiera es necesario irse tan lejos como a los tiempos de la antigüedad, pues ya en la Francia ilustrada (siglo XVIII, sobre todo) se tenía este proyecto de "exorsizar" el universo de las artes y de las ciencias, y alguno autores fueron llamados verdaderos "posesos" (entre ellos, el Marqués de Sade). Pero imaginar una inspiración semejante en nuestros días no parece muy inteligente: ¿a quién se le ocurriría aparecer de pronto hablando de revelaciones infernales, místicas de ultratumba a lo William Blake o sueños donde la voz de los espíritus dicta poemas y visiones? Bueno, a lo mejor y sí se le puede ocurrir a alguien, pero nuestro error sería suponer que estos universos, espíritus y demonios están por ahí, afuera, en lugar de notar que sudan y gruñen desde dentro. 
Desde que el psicoanálisis existe, diferentes autores han tratado de esbozar la relación que hay entre la creación artística y la neurosis, reconociendo la suerte de catarsis que se produce. Freud, Jung, Otto Rank: todos ellos han dedicado páginas enteras a meditar sobre el fenómeno. ¿Trato de decir acaso que los demonios son nuestros males mentales, nuestros traumas y demás? Algo parecido, pero no exactamente. Los demonios pueden ser infinitos, llevar cualquier nombre o apariencia y manifestarse de formas muy diversas. No es necesario ser un neurótico: el mismo respirar puede ser un demonio perverso. Los hombres estamos solos con ellos, esos demonios que somos, también, nosotros mismos.
¿Y el arte, entonces, qué es? ¿Está llamado acaso a domesticar a los demonios? Eso que lo responda cada artista por su cuenta. Yo, personalmente, no estoy muy seguro de si pueden ser domesticados: más bien, son ellos los que juegan con nosotros, empujándonos a hacer cosas tan absurdas como hilar palabras que, poco a poco, van adquiriendo vida propia, bebiendo de nuestra propia sangre y convirtiéndose en dolorosos espejos en los que, poco a poco, vamos reconociendo nuestros rostros más ocultos. 
Quizá lo mejor sea aprender a resignarse y, de ser posible, echarse un trago con los demonios con los que vivimos. Al fin y al cabo, les debemos mucho, aunque nos duela o no nos guste. Voy a cerrar mis divagaciones con una recomendación: una novela del Quinteto de Avignon de Lawrence Durrell, que lleva por título Monsieur o el príncipe de las tinieblas, que no es otra cosa que una forma más de esta reflexión sobre la oscura voz que va dictando las palabras y los destinos de las vidas que su otro títere, el escritor, está forzado a ir viviendo lenta y desgarradoramente. La vida misma. 

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La gloria de Fausto


La buena vieja literatura no parece cansarse de volver, una y otra vez, a la vieja historia del Fausto (que, en cierto modo, y como bien lo notó Goethe, no es una, sino muchas historias). Desde lo que las fuentes antiguas nos dicen de la existencia de un tal Simón Mago, que se autonominó mesías y fue gnóstico y viajero, pasando por personajes como Paracelso, hasta escritores tan vigentes como John Banville (que lo recrea en su novela Mefisto, un magistral experimento barroco y poético), la tentación, la duda, la sombra y el misterio se han repetido una y otra vez, y esto sin perder ni un ápice de originalidad. 
Sería muy interesante si alguien se decidiera a reunir, en un libro, las diferentes expresiones, vitales y artísticas, del tema de Fausto. Al fin y al cabo, se trata de una lista llena de nombres inabarcables que, por si fuera poco, se han decidido a tratar un tema también inabarcable: además de los mentados antes, están Marlowe y Flaubert, Klaus y Thomas Mann, Terry Gilliam, el grande entre grandes Goethe y, en cierto modo, también Byron y Nerval (que recogieron el aliento de ese tema que tan bien les iba). 
Y es que, como lo decía antes, el tema de Fausto es infinito. Y, efectivamente, cada uno de los autores que han vuelto a él lo han hecho para exprimir un jugo diferente. Por poner un par de ejemplos, tenemos a los Mann, que lo hicieron un símbolo de la historia alemana en general y de la del nazismo en particular; a Byron, que escribió su Caín bajo la influencia de Goethe y que retrató la condena humana desde sus raíces; al propio Goethe, que escribió un libro infinito en el que tal vez se encuentren todas las lecturas reunidas. El retrato final, creo yo, es siempre el de la condición humana en su sentido más crudo, real y llano. 
Y es que claro: ¿no podemos acaso reconocer nuestros propios temores, nuestra náusea, nuestro agotamiento resignado, nuestra sed de trascendencia y realización, en esas primeras palabras del doctor Fausto en la obra de Goethe? ¿Nunca hemos sentido esa sed de orden, de unidad del universo, que tan bien convierte en palabras Banville? ¿No ha habido algún momento en que el alma, si es que existe, nos parece un precio barato para pagar una ilusión? ¿Somos sordos acaso a la voz de Mefistófeles, que susurra en la sombra de nuestra soledad?
La historia de Fausto es, pues, la nuestra. Y tantas otras que, también, pueden formar parte de nuestro lento hundimiento en las arenas del tiempo. Como decía, esto lo sintió especialmente Goethe, que eligió el tema y los andares de Fausto como símbolo para reunir, en una sola obra, toda su concepción del universo a lo largo de sus días, invocando a las literaturas, los cultos y las diferentes filosofías del mundo que habían llegado a sus oídos. He escuchado a muchos decir que el Fausto de Goethe es un libro tedioso, y sin embargo yo no me cansaré de insistir en que se trata, más bien, de una de las obras más monumentales, completas, densas e infinitas de toda la historia de la literatura. 
Todavía no hemos agotado este drama. Tampoco creo que lo hagamos alguna vez (por suerte). Siempre habrá algun autor que se decida a volver a este viejo tema, a esta historia que es tan íntima para todo el mundo. Por no decir que su sombra puede reconocerce en tantas otras obras, consten o no de palabras. Y ni siquiera esto es del todo necesario: la tragedia de Fausto la seguimos representando y recreando todos nosotros, así no lo sepamos, mientras esperamos (con los ojos cerrados o abiertos) a que se cierre nuestro telón. De alguna forma, Mefistófeles le cumplió al doctor Fausto: digan lo que digan las páginas, ha alcanzado la gloria de la inmortalidad literaria, a la vez que la de seguir viviendo como un símbolo que cualquiera de nosotros puede reconocer como propio.  
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