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martes, 14 de junio de 2011

Y frente al Abismo... una carcajada


De los muchos grandes poetas que han pisado esta tierra de nadie, hay algunos que me han sacudido profundamente, que se me han clavado con especial fuerza en la médula espinal o entre las tripas, precisamente porque nos recuerdan, con sus palabras, con la lenta y fatídica cadencia de sus versos, eso: que esta tierra que vamos hollando con nuestros pasos no es de nadie, y sin importar cuánto nos esforcemos por rastrear el cielo, no daremos con los ojos de un buen padre que nos eche una sonrisita desde las alturas, sino que veremos abrirse, entre las nubes o entre las estrellas, otro cielo, un cielo vacío que hace de testigo mudo al correr de los lentos años bajo cuyo imperio nos vamos marchitando. Una tarde que parece eterna, pero que se desploma en polvo, en sombra, en nada.
Llegados a este punto, imagino que la reacción de muchos sería llevarse las manos a la cabeza y ceder a la desesperanza, como si la amargura fuera algo más que un sabor que, si va bien acompañado, pasa muy bien. De hecho, siempre he pensado que lo más duro del credo del pesimismo es aprender que resignarse no significa, necesariamente, bajar la cabeza. 
No sé si será una cuestión personal, pero siempre he descreído profundamente de la Esperanza, puesta así con mayúscula. Recuerdo unas palabras, geniales como todas las suyas, del maestro Pier Paolo Pasolini: "No debemos esperar nada. La esperanza es algo horrendo inventado por los partidos para sostener sus escritos". Él, claro está, siguió encabezando una lucha que, a lo mejor, ya sabía perdida, pero tomándosela muy a pecho, como una verdadera pasión, como si al decir estas palabras él mismo distinguiera esa Esperanza abstracta y portentosa de la otra, la esperanza a la que puede aspirar un ser humano cualquiera, sentado en su sala, paseando por la plaza, lustrando zapatos. Como lo hizo Sartre, también. 
Siempre he admirado a los que pueden luchar por un ideal, siempre que lo hagan con esa mezcla tan especial de lucidez y pasión, ya sea que se trate de pesimistas o de optimistas. Pero sé, también, en qué trinchera me toca estar a mí. Mi escepticismo es lo bastante sólido como para no permitirme escuchar o leer nada Serio sin desconfiar. Pero entonces, ¿significa eso que el mundo, para el pesimista verdadero, debe reducirse a cuatro paredes en los que luzca retratado el más puro y asfixiante absurdo?
Bueno, en cierto modo sí, pero lo bueno es que se puede decir esto con una sonrisa bien dibujada en la boca. Como lo hacía, dicho sea de paso, Schopenhauer, el filósofo pesimista por excelencia, que hablaba del Infierno disfrazado que era en realidad el mundo frente a mesas muy bien servidas, gastando bromas y tomándose un tiempo para practicar con la flauta. La actitud de Petronio, que se abrió las venas metido en una bañera y esperó a la muerte rodeado de sus amigos, conversando de poesía y, nada nos cuesta imaginarlo, haciendo comentarios cargados de humor, y del más negro. 
Reconocer que vamos arrastrando nuestras existencias por territorios baldíos, bajo un cielo vacío, no tiene por qué deprimirnos, creo yo. Siempre que se tenga la lucidez y el sentido del humor necesario, uno se da cuenta de que esta tragedia se viste de entremés cómico y adquiere "dignidad" por su propio patetismo. Además, la cerveza sale más barata, sobra la buena compañía, y lo mejor que puede hacer uno para quedar bien es reír, así no entienda el chiste. 
Dejo, pues, estas reflexiones sueltas. Para variar, tendría que articularlas y sustentarlas mejor, pero por ahora basta y sobra. En todo caso, y esperando que me disculpen las malas letras, voy a cerrar con broche de oro, con uno de esos poemas de los que hablaba al principio, nada más ni nada menos que uno del gran Salvatore Quasimodo:

Y enseguida anochece
Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y enseguida anochece.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Dos rostros de Kierkegaard


Es curioso cómo puede cambiar la forma en que admiramos a un escritor de acuerdo a los giros y vueltas de campana que dan nuestras vidas. Sobre todo, en esos casos (que son, creo, los más) en los que no enterramos a nadie, sino que solo cambiamos al ídolo de altar, para que se ajuste mejor a la nueva decoración del templo de divinidades paganas de cada cual. Me ha pasado con muchos autores, que sin perder un ápice de mi admiración, han tenido que ser mudados de alcoba: García Márquez es uno de ellos, y Eguren otro. Tampoco es Rimbaud el mismo poeta en el que calmaba mis hambres de adolescente, sino que hoy lo leo con un ímpetu renovado y muy distinto, igualmente morboso, pero con algo menos de tempestades, que en cambio se siguen levantando cada vez que pongo los ojos sobre un verso de Baudelaire. Y, entre este montón de escritores, hay uno en particular que me gustaría mencionar, por la mudanza radical de la que ha (o he) sido víctima: me refiero al filósofo danés Sören Kierkegaard. 
Kierkegaard hizo su primera aparición en mi vida cuando yo tenía catorce tiernos y lamentables años de existencia sobre esta tierra, vía esa famosa novela de Jostein Gaarder, El mundo de Sofía. A los dieciséis compré, en una edición barata, el Tratado de la desesperación, en una traducción tan aborrecible y poco cuidada que no valía ni los nueve soles que pagué por el libro, pero que me sirvió para hacer un primer sondeo directo de la obra de Kierkegaard. Lo que encontré fue un abismo en el que las ásperas contradicciones de la vida y la condición humana se tensaban en agonía, para resolverse finalmente al poner los ojos en el Cielo, en un Dios que nos hablaba a la oreja a cada uno de nosotros y que justificaba todo aquel dolor. Yo, enterrado en mi cristianismo idealista de patético adolescente que anda desesperado buscando un camino por donde remolcar sus propios sentimientos encontrados, enseguida sentí a este autor, que tantos llamarían lejano, como un hermano de sangre o un gemelo de alma (esa cosa en la que entonces -¡horror!- aún creía). Curioso... ¿cómo podía resolver el que Kierkegaard y Schopenhauer se dieran la mano entre sí y con el cristianismo de por medio? Cosas de la adolescencia, supongo.
Con los años, sin embargo, muchas cosas sucedieron, entre la vida y los libros, y llegó un momento crítico en el que todo ese idealismo se fue -felizmente- por las tuberías como el trozo de mierda que era y yo pude replantear mis creencias sobre bases más desesperanzadas y humanas. Al fin mi pesimismo schopenhaueriano encontraba un asidero firme, mientras el existencialismo y el pragmatismo redecoraban la casa. Pero... ¿y Kierkegaard? ¿Acaso él también se iba a ir por la borda? 
La respuesta es un obvio, redondo y rotundo "no". Tampoco se fue mi fascinación por la teología, ni el gusto por los relatos bíblicos -especialmente el Apocalipsis de San Juan-, ni muchas otras cosas. Kierkegaard es lo bastante sólido como para sobrevivir a este tipo de contrariedades, y lo he seguido leyendo (y lo seguiré haciendo) con la boca muy abierta, admirando su secreta calidez, su honesto dolor, su cruda agonía, sus valores cristianos, su compromiso con todo aquello en lo que él creía. Pero a partir de ese momento se abrió para mí, también, un Kierkegaard nuevo, uno que sólo podía empezar a descubrir desde ese nuevo observatorio. 
Para admirar a un pensador, uno no tiene que estar de acuerdo con él. Yo no puedo creer seriamente que el sistema idealista de Schopenhauer, por muy pesimista y crudo que sea, sea el rostro oculto de la realidad, pero sigo pensando en él como en el mejor filósofo que ha habido alguna vez en este mundo. Hegel, en general, me parece un palurdo irritante, y sin embargo lo leo admirado, como se tiene que leer a los genios. Marcuse tiene mucho que enseñarnos y mi admiración por su obra es gigantesca, aunque creo que muchas de sus teorías ya han sido superadas. Lo poco que entiendo de los textos de Fodor no me convence, y aún así su forma de desarrollar los problemas, echando mano de la más sólida argumentación y del mejor sentido del humor al mismo tiempo, me dejan boquiabierto. Pues bien: con Kierkegaard me pasa algo similar. 
Yo no puedo estar de acuerdo con la forma en que Kierkegaard resuelve muchos de los problemas filosóficos que plantea y desarrolla, ni parto de los mismos juicios previos, ni puedo abrazarme a ese naufragio que, creo yo, es el cristianismo. Pero me quedo con otro de sus tantos rostros: el humano, el que se duele y siente con una sensibilidad y una entereza únicos los problemas de la condición humana: la angustia, la muerte, el temor, la desesperación. Rostro que sigue exponiendo algunas intuiciones filosóficas que, de sobra está decirlo, hay que tener en cuenta el día de hoy, cuando tantos años se han puesto de por medio entre él, el hombre, y nosotros. 
Enterrar la historia de la filosofía es tan absurdo como pretender vivir encerrados en ella. Los problemas a los que hoy se enfrentan (y plantean y replantean) los filósofos todavía guardan el eco de los que las plumas de los pensadores del pasado desarrollaron en su tiempo, y ellos todavía tienen mucho que enseñarnos, por muy distinto que sea nuestro panorama al suyo. Al fin y al cabo, es desde este nuevo contexto (desde este nuevo "horizonte", diríamos con Gadamer) que reinterpretamos su obra, y eso justifica la vigencia de muchas de sus páginas e intuiciones. Así, los libros de Kierkegaard siguen conteniendo las mismas palabras que tenían cuando los leí en mi juventud, y sin embargo puedo redescubrirlo como un universo nuevo. Porque claro: soy yo, el lector, el que ha cambiado, el que ya no subraya los mismos pasajes que hubiera subrayado a mis quince. Sí, pues: Sören Kierkegaard sigue aquí, conmigo y entre nosotros. Por suerte. 

domingo, 5 de septiembre de 2010

La presencia de Schopenhauer


El ave negra de la historia de la filosofía, cuyas páginas no han sabido, a menudo, prestarle todos los énfasis que merece una figura y una obra como la suya. Arthur Schopenhauer no es, ciertamente, un filósofo que pueda servir de base a un progreso, ni en el mundo de las ideas ni en el de las obras que aquél tendría que sostener. Su obra, más bien, es como una cascada altísima y furiosa cuyas aguas lo arrastran todo hacia la inevitable destrucción. ¡Quién sabe! A lo mejor y es allí donde tendríamos que buscar los motivos de tanto silencio en las páginas ajenas. 
Aunque quizá "silencio" sea una palabra injusta; mucho más atinado sería hablar de la sordina que se le ha puesto a sus teorías, del filtro que los lectores más "serios" se han sentido obligados a interponer entre el poder de sus párrafos y los intentos de sacar adelante algo a lo que puedan llamar "filosofía". Bertrand Russell, por ejemplo, escribió sobre él que "siempre ha atraído, más que a los filósofos profesionales, a los literatos y artistas en busca de una filosofía en la cual pudiesen creer" (Diccionario del hombre contemporáneo). Parecer que, por supuesto, participa de un prejuicio que se encuentra (y, sobre todo, se encontraba) muy difundido. Pero claro: tampoco era universal. 
¿Qué representa Schopenhauer? Pues muchísimas cosas. Entre ellas, una capital sería, ciertamente, el ingreso de las formas orientales al universo mental occidental: al fin y al cabo, la filosofía de Schopenhauer es la primera que trata de asimilar el ascetismo y la renunciación budistas (claro que adaptándolas a sus propios términos) a una forma de pensamiento netamente europea y, sobre todo, muy alemana: abstracta, gigantesca y sistemática. Forma de pensamiento que, sin embargo, trataba de jugar a la ruleta rusa con su propio escenario cultural, pues Schopenhauer, que fue romántico en sus métodos, términos y ontología, representa a la más cruel de las revoluciones intelectuales contra el sistema idealista romántico del pensamiento, sobre cuya cabeza brillaba el megasistema de Hegel como una corona de abstracción: mientras Hegel y sus "secuaces" afirmaban el progreso histórico, relacionándolo al progreso espiritual, y sonreían ante el advenimiento de la gloria de la razón, del espíritu y de la divinidad, el oscuro Schopenhauer preparaba sus cócteles molotov, afirmando la desesperación y el sufrimiento en el que se hunde la condición humana, y haciendo notar que la única esperanza que podía quedar a los hombres era la renunciación, el abandono de la vida y la aniquilación de la especie. 
En este sentido, Schopenhauer representa la irrupción del irracionalismo en un mundo en el que, hasta entonces, todos los subrayados habían ido a parar al discurso de la racional (Descartes, Kant, Hegel...). Así, su obra se convierte en el primer capítulo de una larga y nueva tradición filosófica, que continuará en Nietzsche, y a la que pertenecen Freud, Heidegger, el existencialismo, Bergson y un largo etcétera de autores entre cuyas líneas sonríe, silencioso, el autor de El mundo como Voluntad y Representación, que sabe cuál es el valor y el peso de cada una de sus palabras. 
Por supuesto, esto no es nada. Schopenhauer es un universo complejo y vasto, en el que predominan los paisajes crudos y sombríos, pero que guarda también una luz maravillosa: la del estilo poético de su prosa, que más de uno ha señalado como una de las mejores de la literatura alemana. Que estas líneas sean, pues, una carta de invitación para acercarse a sus libros, que siguen teniendo mucho (demasiado, quizá) que decirnos. Como bien lo dijo el siempre genial José María Valverde, "superfluo es añadir que Shopenhauer es un autor totalmente legible y vivo para nuestro tiempo". Una copa en alto, y un revólver bajo el abrigo. Salud, señores.

jueves, 1 de julio de 2010

Y el existencialismo, ¿con qué se come?


Alguna vez me he preguntado (hoy lo recordé) qué libros le podía recomendar a alguien si viniese, de pronto, a pedirme una guía para entrar en las turbulentas aguas del existencialismo. Porque yo, a diferencia de muchos escritores, intelectuales, filósofos y demás, no estoy de acuerdo con eso de que el existencialismo ya agoniza bajo tierra. Todo lo contrario: una reivindicación del mismo parece hacerse cada vez más y más necesaria, a medida que los "tiempos posmodernos" (que ni el mismo Chaplin hubiera podido predecir, aunque seguro hubiera hecho una película formidable) nos amenazan cada vez más con ahogarnos en su sobredosis de publicidad, consumo, vida social, virtualismo y demás (que no es que esté mal alguno de estos elementos, sólo que hoy están hasta en la sopa y, me dice por ahí mi amigo Martín Alonso, pronto hasta los cepillos de dientes tendrán acceso a internet, cosa que los odontólogos del mundo puedan estar al tanto de cómo nos lavamos los dientes y demás. Ojo: que esto lo dice la CNN, no yo). En fin, que pensando que podía de paso poner al día este blog que tengo abandonado contra mi voluntad, y por culpa de agendas y relojes, pienso y pienso y formulo una lista posible.
Pero ante todo cabe hacer una aclaración: el existencialismo implica, más que una bibliografía, una forma de lectura, de interpretación y de reflexión. Los libros, si se quiere, están allí para encaminar, problematizar, nutrir y dar herramientas a todo el rollo. Pero a ver ésos títulos (que en realidad son infinitos, así que, para abreviar, imaginaré que me piden sólo cinco):

1) Arthur Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación
Yo sé lo que algunos dirán: que Schopenhauer es anterior al existencialismo y toda esa nota. Bueno, pero mantengo firmemente dos cosas: en primer lugar, que ya es hora de volver a los libros de Schopenhauer, que tienen tanto que enseñarnos y que, en más de un punto, mantienen vigencia e interés al día. En segundo lugar, que es de sus páginas de donde el existencialismo va a aprender, luego, el "estado de ánimo" que le es tan característico. Pesimismo,lúcido, cierta preocupación y consciencia literaria, amplitud de mirada, consciencia de la totalidad del existente, irracionalismo, tensión existencial, compromiso ontológico... todo esto está, ya, en Schopenhauer.

2) Jean-Paul Sartre: La náusea
Tomando en cuenta la noción del "ser" que plantea el existencialismo (esto es, como "ser abarcador y autoconsciente", existente, dasein), una novela como la de Sartre, que la encarna, es fundamental. Para el existencialismo, como para el personaje principal de la novela, Antoine de Roquentin, lo filosófico se hace presente en lo cotidiano, lo ontológico se traduce en lo óntico. Una forma dura y cruda de tomar consciencia de algunas pequeñeces, eso que diríamos "gajes de la vida". De Sartre habría que incluir otro libro en esta lista, rompiendo la regla de elegir sólo cinco libros para sumar seis: El existencialismo es un humanismo. Después de La náusea, leer o releer Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato.

3) Karl Jaspers: Filosofía de la existencia
Si la obra más importante de Jaspers, Filosofía (que yo aún no he podido leer, porque no consigo el libro) parece demasiado larga, siempre se puede recurrir a este librito: en pocas páginas, dice más de una cosa fundamental para el enfoque existencial. El llamado "de vuelta a la realidad", las tensiones del existente, una de las cuales se da entre la inmanencia y la trascendencia, la reflexión buscando resolver "la vida misma"... todo está en él.

4) Martin Heidegger: Ser y tiempo
No podía faltar. Cierto es que Heidegger no es, en realidad, un existencialista (como de hecho lo afirmaba él mismo), pero en su enfoque filosófico están las bases de la tradición más importante en el existencialismo, que es la que llega hasta Sartre o Marleu-Ponty, y sigue siendo fundamental aún en enfoques más directamente "psicológicos" y "personalistas" como el de Jaspers. Advertencia: lectura de largo aliento, que implica muchas vueltas hacia las páginas anteriores, técnica y difícil. Pero vale la pena, ¡y en qué forma!

5) Una de dos: Fédor Dostoyevski: Crímen y castigo o William Faulkner: Luz de agosto
La literatura no es un camino más indigno que el de la teoría para las reflexiones filosóficas: es un bosque fértil del que se puede recoger muchísimo. Claro que, después, los filósofos tienen que dar sus motivos. En estos dos casos, la existencia se plantea, de un modo u otro, como un problema constante del que, sin embargo, no podemos dejar de darnos por enterados. Todo lo contrario, más bien. La existencia es todo lo que tenemos. Pienso en estos dos autores en particular por su tono, por su enfoque, por su manejo de una narrativa muy atinada para tratar la complejidad que acarrea el sólo hecho de "ser". Dostoyevski, ciertamente, es más jaspersiano y Faulkner, en cambio, es más heideggeriano (por consonancia, no porque los hallan leído), así que son buenas novelas para entender por dónde va el asunto.

Ahora, que una cosa es dar los primeros pasos y otra muy distinta echar a andar. Al existencialismo, además, le hace falta una actualización urgente. Si queremos poder volver a hablar, seriamente, de existencialismo, entonces hay que reconocer que lo primero sería una vertiginosa puesta al día de los aportes que las diferentes disciplinas (no sólo la filosofía) han hecho en los últimos años, de paso que del estado actual del asunto. Hay mucho de donde sacar el agua, así que la labor promete ser bastante ardua. La filosofía, la psicología, la lingüística, la teoría literaria (si: también ella), las neurociencias, la historia, las ciencias sociales... en fin, todas las disciplinas, han dado a luz montones de páginas que el existencialismo, vuelto a la vida, no puede dejar de lado, a menos que quiera ser una disciplina tuerta y coja; a la larga, muy probablemente inútil. Pero esa ya es arena de otro costal.

En la foto, Jean-Paul Sartre, clásico (y muy vigente) del existencialismo.

lunes, 11 de enero de 2010

La Pesadilla Cartesiana


Uno de los grandes errores que nacieron a finales del siglo XIX fue ese que llevó por nombre "positivismo", y que nació de las lecciones del viejo August Comte allá por el año mil ochocientos cuarenta y pico. Él, hijo de un racionalismo post-hegeliano, del materialismo empirista y del desarrollo de las ciencias y las tecnologías que llegarían a su cumbre durante la llamada "belle èpoque", imaginó que la realidad en la que se encontraba sumergido podía ser estudiada de una manera absolutamente objetiva, como una fórmula algebraica, donde cada elemento tiene un valor propio y universal y se eslabona en un orden fatal y necesario. Siempre recordaré, de hecho, cómo leí con una sonrisa imperturbable las páginas que dedica a la historia de la humanidad: la historia, nos dice, tiene un orden mecánico y lógico, y a partir de su estudio positivo podemos descifrar sus fórmulas y, a partir de entonces, no sólo comprender lo que es el presente, sino lo que depara el futuro. ¿Que si no es una locura? Por supuesto que sí; pero eso no evitó que el mundo entero se entusiasmase con las ideas de Comte como si se tratase de pastillas estimulantes, y de alguna forma los años que se encuentran entre la aparición de sus lecciones y el estallido de la Primera Guerra Mundial fue el "siglo" de Comte.
El positivismo se hizo llamar naturalista, realista, cientificista, absoluto y antiidealista, pero en el fondo no fue sino la contracara de los sistemas filosóficos del idealismo romántico alemán: un idealismo asentado lejos del mundo al que supuestamente reflejaba como un espejo, sentado con las piernas recogidas y muy sonriente sobre el columpio de la lógica. El Palacio de la Lógica: para algunos, la pura Verdad, lo irrefutable, el Paraíso mismo. Bien visto, ¿por qué no una pesadilla?
La figura que hizo que Aristóteles y Santo Tomás estrecharan sus manos con la modernidad fue, definitivamente, Descartes. Su construcción (no demasiado sólida) de un universo que se sostiene y se rige por un método algebraico y lógico, pese a abrir todavía un camino hacia lo inmaterial y lo divino, es el verdadero sustento del que se nutrió, después, el positivismo y, aún hasta nuestros días, el cientificismo (resta sumar a su figura la de Francis Bacon, pero esa es otra historia). También, en gran medida, la "fenomenología" de Husserl. Pero estos órdenes, tal y como los imaginaba Descartes, pronto se dejan notar como un gran y posible terror.
Imaginémonos atados ya no sólo al mundo, sino a una cadena de acontecimientos inalterables que, como una piedra que rueda cuesta abajo, ya tiene un camino y un destino fijos. Imaginemos que nuestro destino está escrito de antemano, ya no en un Plan Divino (esa otra gran pesadilla), sino en el correr mismo de los hechos y de los minutos, regidos por un control del que nadie se hace responsable y que nosotros, por si fuera poco, podemos intuir. La Lógica (así, con mayúscula) puede ser tan terrible como el Dios cristiano o sus versiones gnósticas, como la Voluntad de Schopenhauer o el hado trágico de los griegos.
Pero si de algo nos sirvió el siglo XX, fue para despertar de esta pesadilla cartesiana. Ya en el XVIII, Hume puso las primeras minas bajo los sistemas idealistas y racionalistas; luego, en el XIX, Schopenhauer lanzó todo un arsenal de cócteles molotov contra el racionalismo, acusando a la Voluntad que regía el mundo de irracional y fatal. Heidegger (al que siempre he considerado el filósofo más importante del siglo XX) siguió con esta tarea, fijando la atención de sus análisis sobre el lado irracional del universo y, sobre todo, de los procesos mentales y del conocimiento de las personas. Hay otros nombres, claro está: Nietzsche, Freud, Marcuse, Jung, Sartre, William James... todos ellos defensores de un orden posible distinto, conscientes de que no es sólo la lógica la que impera sobre las decisiones humanas (Cf. Jon Elster, Egonomics).
Así, el ominoso Palacio de la Lógica cayó para un gran número de personas, y el terror del sueño dorado fue reemplazado por la angustia y la lucidez del hombre que despertaba en un desierto en el que los ideales se marchitaban (cierto que, también, a tiempo para ver la aparición de los mass media, esa nueva forma de idealismo). Pero el sueño había terminado: de alguna forma, y hasta que llegue un nuevo período en que se pase esta página del pensamiento, el miedo será real.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Matanza


"Matanza" es una palabra muy grande: la cadencia del su sola pronunciación basta para generar ese leve escalofrío que, en algunos, incita a la más ansiosa curiosidad. Una palabra, en fin, que no sólo lleva nuestra historia atada al título de cada uno de sus capítulos, sino que además ha ido repitiéndose a lo largo de las páginas de la literatura como un sello de cruda lucidez y, a la vez, de ambición.
Imaginemos una novela poblada por personajes inciertos. En el primer capítulo, un grupo de niños tira piedras a las lagartijas y, cuando al fin logran darle a una y la matan, forman un círculo alrededor del cuerpo inerte del reptil y van tanteándolo con palitos, pinchándole los ojos y forzando su garganta hasta abrirla del todo; y todo esto entre risas y bromas. En el segundo capítulo, un anciano general de allá por los inicios del siglo XX rememora los fusilamientos que ordenó con una mezcla de congoja, culpa y placer; sintiéndose incómodo de repente, se levanta de su viejo sofá, enciende su pipa y marcha hacia la puerta que lleva de la sala a la terraza: allí, se detiene debajo del techo y observa a la calle, donde llueve sin parar. Sin saber qué lo empuja, sale al chaparrón y camina como perdido por el jardín fangoso, hasta que resbala y cae; ya en el suelo, siente que algo se le aproxima, un montón de presencias que lo llenan de un pavor extraño, resignado y quedo, frente al cual se descubre a sí mismo tranquilo. Cerrando los ojos, comprende que él mismo está condenado: picos o fauces (manos, al fin y al cabo) desgarran su cuerpo. En un tercer, cuarto o quinto capítulo, un hombre atormentado por las deudas va caminando como perdido por las calles, hundido en reflexiones tortuosas y sin salida. Finalmente, al llegar a su departamento, se encuentra con que su familia le espera para cenar; él, con una sonrisa tímida e insegura, se sienta a la mesa y, en el momento de la oración, coge el cuchillo que está sobre la mesa, al lado de su plato: lo que sigue es imaginable.
Pueden seguirse agregando capítulos y capítulos: la matanza es, en sí misma, género, personaje y argumento. Pienso en grandes momentos de la literatura: el genocidio en la plaza en Cien años de soledad, la lenta y silenciosa peste hacia el final de La muerte en Venecia, el desenlace fatal de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare, la sombra que pesa y se mantiene constante a lo largo de El muro de Sartre, el asesinato de los recién nacidos ordenado por Herodes en el Nuevo Testamento. O, en el cine, escenas tan crudas como la del fusilamiento de los inocentes en La boca del lobo, de Francisco Lombardi. En todos los casos, la matanza parece tener voz y vida propias: sangre real corre por sus venas.
¿Una estética de la matanza? Quizá. El mayor de los ejemplos imaginables, el paradigma del género, sin duda tendría que ser el Decamerón de Boccaccio: no en sus cuentos, sino precisamente en la introducción, una de las tantas joyas que encierra ese libro, y una de las reflexiones en torno a la condición humana más acertadas que se han escrito. La peste, los muertos abandonados en las calles o en sus casas, el miedo. Pero, me dirán, eso no es matanza, es epidemia. Y, sin embargo, ¿qué es la epidemia sino otra forma de matanza? En manos de Dios, si quieren, pero lo cierto es que hay un exterminio; en el caso de este libro en particular, un exterminio que se hace necesario para levantar la novela entera, al hacerse necesario un contrapeso en la balanza para construir la armonía en los espíritus de los personajes: de ahí los cuentos y las canciones, la picardía, el humor, el erotismo. El impulso vital contra el imperio de la muerte, que es insaciable. En cada uno de sus momentos y palabras, el Decamerón, ese palacio literario megaestructurado e infinito, no es sino una enorme novela de la matanza.
Hablo, entonces, de un tema real y profundo, existencial y constante, que nunca dejará de presentársenos como un motivo de reflexión y aún de preocupación. Quién sabe, a lo mejor y podemos decir, como Schopenhauer, que estamos abandonados en un mundo gobernado por una Voluntad propia pero irracional, que no busca más que la vida a través del sacrificio de los individuos que lo habitan, condenándolos al sufrimiento a través de su representación como voluntad (suma de necesidades) en cada uno de ellos, siendo su única esperanza (curiosa ironía) la aniquilación de la especie, una nueva matanza.
Llegado a este punto, ¿hablo de literatura o de nuestra propia vida? Quién sabe: a lo mejor, la verdadera pregunta sería: ¿Existe una diferencia real entre ambas?



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