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lunes, 17 de enero de 2011

Oye, ¡que no somos conejos!


A ver, vamos a ser claros: está muy bien que los dirigentes de un país, de una ciudad o de un municipio tomen cartas en el asunto y quieran velar por la seguridad de la gente. Pero una cosa es una cosa, y otra es andar y meter las narices al punto de que nos empiecen a hacer cosquillas donde preferiríamos que nos dejaran en paz. La decisión de la Asamblea de Alcaldes, con Susana Villarán a la cabeza, es un mal trago para empezar la semana... y lo digo literalmente, porque si los barranquinos ya estábamos jodidos con esto del Plan Zanahoria (con la zanahoria metida en el culo, digamos), ahora se ha decidido que eso no basta: el sadismo sodomita de los dirigentes de nuestra ciudad no está satisfecho con tan poco; ahora, toda la ciudad tendrá que prepararse para legislaciones que parecen más prohibiciones que ninguna otra cosa (y como decía un amigo blogger, "prohibir no es legislar, es prohibir"), y a ver a dónde llevamos nuestras pobres almas al final de la noche cuando nosotros todavía no estamos dispuestos a admitir un final. 
Ya sé que mi protesta suena a ridiculez, que la seguridad pública tendría que ser una prioridad y bla bla bla... pero es que tampoco podemos aplaudir todo lo que otros deciden sólo porque nos juran y perjuran que "es por nuestro bien". En primer lugar, que no hay que confundir las cosas: por enésima vez repetiré que la salud está muy sobrevalorada hoy por hoy, y también insistiré en que la felicidad no siempre va de la mano con el bienestar y la seguridad públicos (y si no me creen a mí, pregúntenle a los suizos). Yo no estoy muy seguro si de la mejor fórmula para apoyar el bienestar de una población sea atentar contra su libertad... en todo caso, me suena a artículo retorcido de alguna mente política. ¡Y encima nos lo venden como "triunfo de la democracia! Oigan, por favor yo quiero escuchar lo que tiene que decir la gente, porque creo que no somos exactamente una minoría los que estamos en contra de medidas como ésta; y si la democracia la hacen las mayorías, pues creo que hablamos de otra cosa, o es que nos la han metido junto con la zanahoria (y para colmo de males, a mí ni siquiera me gusta la zanahoria, y de conejo no tengo nada). 
Además, creo que este tiro es de los que salen por la culata. Se habla de este tipo de medidas como necesarias para la seguridad pública, y sin embargo puedo decir (porque lo he visto, y lo sigo viendo, en Barranco, donde el Plan Zanahoria anda vigente desde hace ya mucho tiempo) que las cosas no son tan simples. El espectáculo es muy interesante, a decir verdad: llegadas las tres de la mañana, se pueden ver las multitudes que, cual procesión, avanzan hacia las avenidas para tomar un taxi, mientras los ladonzuelos y carteristas aprovechan para escurrirse como caneros por entre las masas de gente ebria para sacar un tajo de ganancias. Así que ya lo saben, muchachos: podrán dormir tranquilos, siempre que no anden por las calles. 
Guardo, sin embargo, la esperanza. Las palabras a veces suenan muy bien, pero sucede a menudo que no tienen por dónde andar, con lo que sólo les queda ir de paseo o quedar como jeroglíficos en papeles que a nadie le importan. Esperemos, pues, esperemos... y no nos comamos la ensalada que nos tratan de vender con tantas sonrisas, que ya saben dónde puede terminar, y sonreír es demasiado fácil. ¿Algo más que decir? Pues supongo que sí: ¡Salud! 

viernes, 7 de enero de 2011

La pelea del año: Arguedas vs. Machu Picchu


La afición está sentada al borde de sus butacas, mordiéndose la lengua y clavando las uñas sobre el cemento: aquí se ha declarado un duelo a muerte. Ah, no; perdón: olvidaba que es el público el que declaró que estos otros dos se encontraran en la arena cara a cara (y aquí termina Chicho Sánchez Ferlosio) para luchar por una causa frívola. Porque ya ha sonado mucho este asunto: la polémica que han levantado algunos, indignados de que el 2011 haya sido nombrado el "año de Machu Picchu" en lugar de dar ese espacio a José María Arguedas, quien precisamente estaba celebrando su centenario. Ha sonado mucho, decía, pero la verdad es que, para variar, hay más ruido que nueces (y las ardillas están que se joden del hambre, ¿no?), y a la gente le gusta tanto irse de trincheras que a lo mejor y hasta se olvidan de preguntarse si realmente sobran los motivos.
Porque hay que reconocerlo, y decirlo con todas sus letras: ¿a quién carajo podía sorprenderle que el gobierno de nuestro país, que empieza a adolecer de un nacionalismo patológico y ridículo, tomara semejante decisión? La verdad es que me sorprendería que alguno levantara la mano. ¿O no? Porque también hay que reconocer que hay quienes se toman este asunto muy a pecho, gente a la que de verdad le duele ver que a su país le importa más hacer de vedette en el mercado internacional que recordar uno de los nombres más importantes de su canon cultural, y que además cometen el peor de los pecados, que es el de candidez, y se imaginan de paso que por algún motivo su país no va a defraudarlos, o por lo menos no en ESO. 
Bien, bien... de acuerdo, que yo tampoco estoy muy de acuerdo con este nacionalismo de cabaret. Pero la verdad es que tampoco me llevo la mano al pecho por cosas como estas, aunque reconozca el acierto de muchas de sus quejas: el nombramiento de Machu Picchu es el triunfo de la frivolidad, del interés comercial, del chulismo nacionalista y, de paso, de PromPerú. No me cuesta nada imaginar a algún idiota (obviamente del gobierno) al que se le ocurra relacionar, de alguna forma grotesca y surreal, los orígenes de Machu Picchu con los del pisco y el ceviche. Pachacútec tomándose un mosto verde mientras se come un tiradito de lenguado y metiéndose unas líneas con Túpac Yupanqui con el Huayna Picchu de fondo: portada de calendario para vender a los extranjeros. Y bueno, hay quienes se ofenden. 
Del otro lado, tenemos al buen viejo Arguedas, el tan genial autor de monumentos literarios como Los ríos profundos y, de paso, símbolo de una lucha por rescatar el legado cultural de las lenguas quechuas y aymaras. Arguedas, el crítico que, así como escribió algo tan íntimamente duro como El zorro de arriba y el zorro de abajo, bien pudiera haber dicho, parafraseando a José Antonio Primo de Rivera (que, pese a ser falangista, tuvo sus luces y su estilo) que si amaba al Perú era precisamente porque no le gustaba. Arguedas el místico, el misterioso hombre en el que convivían dos sensibilidades muy distintas en amorosa tensión. Pero también Arguedas el que no vende, o el que no vende nada si se lo compara con Machu Picchu. 
Supongo que se hace notar que desprecio el espíritu nacionalista que empuja al gobierno a nombrar el 2011 el año de Machu Picchu como admiro a Arguedas, a su obra y a su legado. Pero, también, espero poder hacer notar otra cosa, y es que estos nombramientos no son, al final, nada más que eso: nombramientos. No cuestiono que Arguedas merece más de un reconocimiento, homenaje y monumento, pero en todo caso sé que tampoco los necesita. Su obra le basta y le sobra, y sobre todo como para no tener que preocuparse por frivolidades como esta que, por algún motivo, a tanta gente parece dolerle tanto. El calendario será muy bonito, pero el mármol es mármol, y también es hermoso.

lunes, 10 de mayo de 2010

Hablando de toros: Mosterín contra Vargas Llosa


Mis buenos lectores sabrán disculpar mi poca presencia en estos últimos tiempos, pero los horarios me tienen muy apartado, en cuerpo y energías, del buen viejo Café. De todos modos, me gustaría traer este debate a brillar por estos lares, por si a alguien le interesa.
Muchos sabrán que los toros son tema del día: sobre todo en España, donde ya empieza a hablarse seriamente de prohibir las corridas en Cataluña. En este mismo blog, comenté una apología de la Fiesta Brava que hizo Fernando Savater; poco después, Mario Vargas Llosa realizó otra, muy interesante y bien argumentada, de paso. Y, hoy, mi madre me ha enviado al correo un artículo publicado por el filósofo español Jesús Mosterín, donde se trata de echar abajo a ambos autores. Copio a continuación su texto:

La compasión es la emoción desagradable que sentimos cuando nos ponemos imaginativamente en el lugar de otro que padece, y padecemos con él, lo compadecemos. Hemos empezado a entender el mecanismo de la compasión gracias a Giacomo Rizzolatti, descubridor de las neuronas espejo, que se disparan en nuestro cerebro tanto cuando hacemos o sentimos ciertas cosas como cuando vemos que otro las hace o siente. Las neuronas espejo de la ínsula se disparan y producen en nosotros una sensación penosa cuando vemos a otro sufriendo. Esta capacidad puede ejercitarse y afinarse o, al contrario, embotarse por falta de uso.

Los pensadores de la Ilustración, desde Adam Smith hasta Jeremy Bentham, pusieron la compasión en el centro de sus preocupaciones. David Hume pensaba que la compasión es la emoción moral fundamental (junto al amor por uno mismo). Charles Darwin consideraba la compasión la más noble de nuestras virtudes. Opuesto a la esclavitud y horrorizado por la crueldad de los fueguinos de la Patagonia con los extraños, introdujo su idea del círculo en expansión de la compasión para explicar el progreso moral de la humanidad. Los hombres más primitivos sólo se compadecían de sus amigos y parientes; luego este sentimiento se iría extendiendo a otros grupos, naciones, razas y especies. Darwin pensaba que el círculo de la compasión seguirá extendiéndose hasta que llegue a su lógica conclusión, es decir, hasta que abarque a todas las criaturas capaces de sufrir.

El pensamiento indio, y en especial el budismo y el jainismo, consideran que la ahimsa (la no-violencia, la no-crueldad, la compasión frente a todas las criaturas sensibles) es el principio central de la ética. En contraste con el silencio de la jerarquía católica, el Dalai Lama ha reclamado públicamente la abolición de las corridas de toros. Al rey Juan Carlos, ya desprestigiado por sus continuas cacerías, no se le ocurre otra cosa que salir ahora en defensa de la tauromaquia. Más le valdría identificarse con su antecesor ilustrado Carlos III, que prohibió las corridas de toros, que con el cutre y absolutista Fernando VII, que las promovió.

El conocimiento facilita la empatía. Como decía Francis Crick (el descubridor de la doble hélice), los únicos autores que dudan del dolor de los perros son los que no tienen perro. Muchos españoles no dudan del dolor de los perros ni de los toros. Cuando un degenerado cortó con una sierra eléctrica las patas de los perros de la perrera de Tarragona y los dejó desangrarse hasta la muerte, más de medio millón de españoles estamparon su firma en una petición al Congreso exigiendo la introducción del maltrato animal en el Código Penal. En Cataluña todas las encuestas indican una gran mayoría a favor de la abolición de la tauromaquia, solicitada al Parlamento catalán por más de 200.000 firmas. Yo conozco a varios firmantes de la petición; todos lo hicieron por compasión, ninguno por nacionalismo.

Los defensores de la tauromaquia siempre repiten los mismos argumentos a favor de la crueldad; si se tomaran en serio, justificarían también la tortura de los seres humanos. Ya sé que los toros no son lo mismo que los hombres, pero la corrección lógica de las argumentaciones depende exclusivamente de su forma, no de su contenido. En eso consiste el carácter formal de la lógica. Si aceptamos un argumento como correcto, tenemos que aceptar como igualmente correcto cualquier otro que tenga la misma forma lógica, aunque ambos traten de cosas muy diferentes. A la inversa, si rechazamos un argumento por incorrecto, también debemos rechazar cualquier otro con la misma forma. Incluso escritores insignes como Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, en sus recientes apologías de la tauromaquia publicadas en este diario, no han logrado formular un solo argumento que se tenga en pie, pues aceptan y rechazan a la vez razonamientos con idéntica forma lógica por el mero hecho de que sus conclusiones se refieran en un caso a toros y en otro a seres humanos.

Ambos autores insisten en el argumento inválido de que también hay otros casos de crueldad con los animales, lo que justificaría la tauromaquia. Savater nos ofrece una larga lista de maltratos a los animales, remontándose nada menos que al sufrimiento infligido por Aníbal a sus elefantes cuando los hizo atravesar los Alpes. En efecto, debieron de sufrir mucho, pero no más que los soldados, la mayoría de los cuales no lograron sobrevivir a la aventura italiana del caudillo cartaginés. Si esto fuese una justificación del maltrato animal, también lo sería del maltrato humano y de la agresión militar. Vargas Llosa pone el ejemplo de la langosta arrojada viva al agua hirviente para dar más gusto a ciertos gourmets. Esto justificaría las corridas, pues también las langostas sufren. También es cruel la obtención del foie-gras de ganso torturado, pero por eso mismo el foie-gras ya ha sido prohibido en varios Estados de EE UU y en varios países de la UE. En cualquier caso, sabemos que los toros sienten dolor como nosotros, pues el sistema límbico y las partes del cerebro involucradas en el dolor son muy parecidos en todos los mamíferos. El neurólogo José Rodríguez Delgado hizo sus famosos experimentos para localizar los centros del placer y el dolor en el cerebro de toros y hombres y no encontró diferencias apreciables. Desde luego, el mundo está lleno de salvajadas y crueldades contra los animales humanos y no humanos, pero este hecho lamentable no justifica nada.

Se aduce que la tauromaquia forma parte de la tradición española, como si lo tradicional fuera una justificación ética, lo que obviamente no es. Todas las costumbres abominables, injustas o crueles son tradicionales allí donde se practican. Vargas Llosa siempre ha polemizado contra la corrupción y la dictadura en América Latina, pero ambas son desgraciadamente tradicionales en muchos de esos países. También ha puesto a Chile como ejemplo a seguir por los demás países sudamericanos. Pero Chile prohibió las corridas de toros hace ya dos siglos, el mismo día y por el mismo decreto que abolió la esclavitud.

Antes los caballos salían a la plaza de toros sin protección alguna y durante la suerte de varas casi siempre acababan destripados y con los intestinos por el suelo. Por otro lado, como los toros no querían combatir y huían, les introducían en el cuerpo banderillas de fuego (petardos que estallaban en su interior y desgarraban sus carnes), a ver si así, enloquecidos de dolor, se decidían a embestir. En 1928 al general Primo de Rivera se le ocurrió invitar a una elegante dama parisina, hermana de un ministro francés, a una corrida de toros en Aranjuez. Cuando la dama empezó a ver la sangre brotar a borbotones, los intestinos de los caballos caer a su lado y los petardos estallar dentro de los toros, casi le dio un patatús de tanta repugnancia e indignación como le produjo el espectáculo. El general, avergonzado, ordenó al día siguiente que se cambiase el reglamento taurino, suprimiendo los aspectos que más pudieran escandalizar a los extranjeros, a quienes se suponía una sensibilidad menos embotada que a los aficionados locales.

Los toros pertenecen a la misma especie que las vacas lecheras, aunque no hayan sido tan modificados por selección artificial. Son herbívoros y rumiantes, especialistas en la huida, no en el combate, aunque en la corrida se los obligue a defenderse a cornadas. Los taurinos dicen que la tauromaquia es la única manera de conservar los toros "bravos". Pero hay una solución mejor: transformar las dehesas en que se crían (a veces de gran valor ecológico) en reservas naturales. Algunos añaden que, puesto que no se ha maltratado a los toros con anterioridad, hay que torturarlos atrozmente antes de morir. ¿Aceptarían estos taurinos que a ellos se les aplicase el mismo razonamiento?

Los amigos de la libertad nunca hemos pretendido que no se pueda prohibir nada. Aunque pensamos que nadie debe inmiscuirse en las interacciones voluntarias entre adultos, admitimos y propugnamos la prohibición de cualquier tipo de tortura y de crueldad innecesaria. Si aquí y ahora hablamos de la tauromaquia, no es porque sea la única o la peor forma de crueldad, sino porque su abolición ya está sometida a debate legislativo en Cataluña. Si allí se consigue, el debate se trasladará al resto de España y a los otros países implicados. No sabemos cuándo acabará esta discusión, pero sí cómo acabará. A la larga, la crueldad es indefendible. Todos los buenos argumentos y todos los buenos sentimientos apuntan al triunfo de la compasión.

Ahora me toca a mí. Todos mis lectores habituales sabrán ya a estas alturas que soy un profundo aficionado a la Fiesta Brava, y de hecho tengo el honor de pertenecer a una familia como la mía, que brilla por sus toreros aficionados, empezando por mi abuelo, José Alfredo Bullard, miembro fundador de la Asociación de Toreros Aficionados (ATA), de la que pronto voy a escribir una nota; José Ignacio Bullard, que participó en el cartel de aficionados del festival de Acho del año pasado, y que ha sido premiado en Ecuador por su talento con capote y muleta; o mi tío Rodrigo Bullard y mi padre, que siendo los menos profesionales de la cuadrilla, nunca han tenido que extrañar los aplausos en cada una de sus apariciones en el ruedo. Así que, para mí, toros y vino tinto, por favor, y unas rumbas para caldear el ambiente. Aquí va mi "Respuesta a Mosterín", tal y como la escribí en la respuesta al correo de mi madre:

Bueno, pero Mosterín también cae en algunos vicios argumentativos (de hecho, cualquier argumentación lo hace, de un modo u otro). Claro que él parte de una noción bastante ambigua, que es la del progreso moral universal, tal y como lo defendió Darwin, según el cual todas las sociedades progresan éticamente hacia una moral universal fundamentada en la compasión. Y este argumento sobre el que se basa Mosterín es harto debatible; después de todo, implica que una moral es superior a otra, lo que es decir que una serie de prácticas son mejores que otras, que es decir que unas sociedades son mejores que otras, y de ahí al etnocentrismo (que es una de las malas tendencias que occidente no se cansa de repetir) y a la intolerancia. Yo, por lo menos, creo que invocar universales es siempre un error: mucho más atinado me parece situar las definiciones que hacen la disputa dentro de un enfoque o contexto determinado. Una sociedad, con sus códigos éticos y todo lo demás, no es superior o inferior a otra, sino sólo diferente; el problema es cuando dos sociedades se encuentran, ya que lo que una considera la Verdad no va de la mano con lo que la otra entiende por la misma palabra, y entonces una (la más poderosa, normalmente) va a imponerse sobre la otra. Si buscas casos en la historia, vas a encontrar miles: desde las guerras griegas y las conquistas romanas hasta la aparición de los medios de comunicación masivos, o la de Internet. Siempre hay un discurso que trata de adaptar los discursos "menores" a sus prejuicios, intenciones y creencias. Por eso es tan fuerte el debate entre el respeto a la tradición y las posturas que proponen una ética absoluta y que se oponen a toda práctica que ELLAS consideran "despreciables", "crueles" o "inhumanas" (meras palabras, que se definen DESDE un sistema de creencias que, normalmente, las considera universales). De nuevo: no se trata de que una sociedad, o un discurso, sea mejor que otra, sino que es diferente. Y, luego, entra el gran problema del respeto a los derechos ajenos y la tolerancia, que es materia de otro debate.
En todo caso, creo que es mejor, aún para un toro, morir en el ruedo que en un sórdido y sucio camal, ¿no? De todos modos, el destino del animal va a ser el mismo. Soy el primero en defender que los animales tienen derechos, pero eso no deja de significar que esté justificado el matarlos bajo ciertos parámetros y vedas. Una cosa es la organización institucional de los toros en la fiesta brava, y otra muy distinta legalizar la caza de ballenas durante diez años (que es lo que ha propuesto el CBI, para tomar una resolución en junio): lo primero, ya lo dije, responde a una organización articulada en vistas a una serie de características propias de la fiesta: fechas, tiempo de crianza, etc. Lo segundo requiere tomar en cuenta otros factores: estado de amenaza de las especies, rutas y temporadas migratorias, etc. Todo muy específico. En otras palabras, un contexto radicalmente distinto. Y así en lo que refiere al trato de cada especie.
No sé lo que pienses de mi argumentación. De todos modos, se mueve en las mismas aguas que la de Mosterín. En filosofía, yo soy de los que defienden que no se trata de cuál sea LA verdad, independiente de todos los pormenores, sino que los segundos definen a la primera. Como ya dije, hablar de universales me parece un error; y, en ciertos casos, de un error peligroso.

Después de esto, hay mucho que agregar a mi postura (y seguramente a la contraria también), pero nada que decir por el momento. Bueno, quizá un breve pero bien clavado "Olé". A ver quién brinda conmigo.

martes, 20 de abril de 2010

La cuestión Arguedas


La semana pasada terminé de leer una de esas novelas que, seguramente, muchos pensarían que ya tendría que haber leído hace muchísimo tiempo. Pero no, señores, hace apenas algo de cuatro días que cerré, triunfante, Los ríos profundos de José María Arguedas, un libro que hace mucho quería leer, sin terminar de animarme (siempre había algún libro en mis estantes guiñándome el ojo que me forzaba a aplazar su lectura), hasta que un curso de la universidad me lo puso en el sílabo.
A Arguedas lo conocía de antes, pero muy poco: había leído dos o tres cuentos, de los cuales uno me aburrió sincera y profundamente (Warma Kullay) y otro me pareció espectacularmente bueno (el del danzante de tijeras, cuyo título no se me viene a la memoria en este momento). Con Los ríos profundos, sin embargo, creo que al fin he llegado a su mesa y, por lo menos, le he dado la mano.
¿Hacia dónde va esta nota? Pues a tratar cierto debate. A Arguedas se lo ha acusado de ser un falso realista del indigenismo, pese a sus negativas de ser incluído en las filas de los indigenistas. Lo otro viene de un debate muy recordado, cuando un grupo de sociólogos y antropólogos lo acusó, en una mesa redonda, de que los indios que pululaban en sus novelas no eran como los indios reales: su representación de la realidad no hacía justicia a la realidad tal cual era. A Arguedas eso lo afectó tanto que, de acuerdo con la opinión de muchos, su suicidio fue en parte el resultado de esas acusaciones.
Claro que la gran pregunta es si se puede exigir a un novelista (¡a un NOVELISTA!) que sus ficciones sean representaciones "justas" de la realidad; en lo que a mí respecta, creo que semejante opinión tiene tanto sentido "como una Kawasaki en un cuadro del Greco" (como dice un verso de Sabina). Lo más a lo que puede aspirar una novela es a reflejar cierta noción de la "realidad", que es la que el autor tiene en la cabeza. Cierto que Arguedas creció entre los indios, hablando en quechua y contagiándose del ideario propio del mundo del sur de los Andes peruanos; pero Arguedas fue, también, un intelectual, un hombre que leyó con devoción a los clásicos franceses y alemanes, que estuvo en Europa y que vivió gran parte de su vida en Lima. De hecho, un nombre que no pude quitarme de la cabeza mientras leía la novela era el de Goethe: la identificación entre espíritu y naturaleza, el énfasis en lo tradicional (tan característico del primer romanticismo), el aire a Bildungsroman, el hincapié en el desarrollo "espiritual", el sentimentalismo bastante patético... en fin, que lo que logró Arguedas fue una novela muy occidental, que encontró en el romanticismo una forma de expresión que se adecuaba bastante bien al tipo de realidad que trataba de construir a través de la ficción.
Creo que es importante recordar cuestiones como ésta. A menudo se exige a los escritores que hagan lo que Stendhal y postulen su literatura como una suerte de "espejo" narrativo de la realidad, cosa que ni el propio Stendhal logró, cuando en realidad lo que hace un escritor es, de un modo u otro, presentarnos una versión de la realidad, la que ellos intuyen, conocen y adolecen, que nosotros tendremos que re-interpretar a la hora de la lectura. Y creo que ningún escritor (salvo algunos tan poco memorables como Dan Brown) pretendería decir que su obra, así esté compuesta por novelas históricas, es un reflejo fiel de la realidad como tal. ¡Si hasta el día de hoy los filósofos no han dado con la respuesta al problema de qué y cómo es la realidad realmente! De hecho, la mayor parte de filósofos del mundo ya dejaron de preocuparse por eso, para pasar a temas un poco más relevantes.
¿Mi parecer sobre la novela? Me pareció, a su manera, excelente. Claro que yo nunca escribiría algo semejante, ni seguiría su canon, pero de todos modos es un libro que recomendaría. Tiene metáforas muy interesantes, una propuesta muy original y una sensibilidad especial, diferente, a un grado que muy pocos autores peruanos han alcanzado. ¿Qué les digo? A lo mejor y caerán otros libros suyos, y pronto podré decir que he pasado de los apretones de mano a sentarme a compartir unas chelas.

martes, 16 de febrero de 2010

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