"O en las páginas", si quieren un subtítulo. Porque ya lo he afirmado alguna vez: que creo que hay muchos caminos para llegar a Roma (o a cualquier otra parte), y no creo que sea injusto leer en cada expresión humana un fragmento de esta historia de la que veníamos hablando al cierre del mes pasado. La nada, dijimos, llegó a puerto y se coló en el pensamiento para romperlo todo y abrir un nuevo marco de reflexión y análisis; pero eso no fue todo. La nada ha vivido en las expresiones arísticas desde hace mucho; y, con la llegada del siglo XX, esto se hizo especialmente notorio, manifestándose de muchas formas que, a las finales, dejaban un sinsabor que de alguna extraña manera era maravilloso.
En ese sentido, la obra de muchos autores se convirtió en la reflexión del hombre, no frente, sino metido hasta la nuca en esta nueva consciencia de lo que era para él la realidad. Que había cambiado del todo, claro. La "enfermedad del hombre contemporáneo" ya había incubado lo suficiente como para empezar a manifestarse con toda su crudeza.
En ese sentido es que muchos han leído, por ejemplo, la obra de Henry Miller. Porque claro: los malabares y los pedos, el sexo, las borracheras, el tanto andar de un lado al otro sin un puerto fijo (aunque con la profunda inquietud, el secreto deseo de llegar a él) son una buena forma de entender novelas como Trópico de Cáncer. O, si prefieren verlo con un ejemplo más claro, tenemos a Lawrence Durrell: un autor en cuyas novelas los personajes andan siempre a la caza de un lenguaje que permita la verdadera comunión (es decir, algo que esté más allá de la mera comunicación). La creación, el viaje, sobre todo el sexo, se convierten en formas de tratar de acercarse cada cual a sí mismo y a los otros que, sin embargo, termina en un choque contra la pared: nadie puede conocerse, y en el fondo existe solamente una nada profunda en el pecho a la que abrazarse con melancolía. (Todos esos desencuentros en El cuarteto de Alejandría, por ejemplo).
Otro buen ejemplo de lo que digo es Jorge Eduardo Eielson, con cuyos versos hemos abierto este mes. En él, hay un constante deseo, una voluntad, que busca la unión, el diálogo, la comunidad... y que sin embargo de rompe con un chasquido silencioso y devastador. Pienso en esos versos que hablan del muchacho que se desnuda, la muchacha que se desnuda y que, al final, terminan en un "el muchacho y la muchacha estornudan". Pienso, también, en todos esos poemas que proyectan un recorrido por las calles devastadas, vacías, de una Roma que, estando viva, sólo es habitada por silencios.
Claro que hubo muchos otros para los que la nada significó un motivo para llamar a una nueva forma de comunidad. En el Perú tenemos a un poeta como Juan Gonzalo Rose, que, sin abandonar una lucidez autocrítica impresionante ni un buen sentido estético, soñó con una comunidad de hombres que pudiesen reconocer en el silencio un lenguaje común, sobre el cual fundarían las palabras, las campanadas y las canciones. En otras palabras, que hay más de una forma de reaccionar ante la llegada de la nada: todo es cuestión de carácter, supongo. En todo caso, creo que podemos agradecerle el mar de obras de arte (no sólo literarias) que los hombres (esos humanos demasiado humanos) han cosechado sobre su parcela del abandono, antes de pasarse al bar más cercano a compartir el desencuentro y un par de jarras de cerveza.
Fuente de la imagen: laplumavaliente.blogspot.com
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