¿Qué es una ciudad? Es el caótico conglomerado de edificios, calles y plazas; es la gente que va dejándose la vida por sus aceras; es la historia que, a lo largo de los años, la ha fundado, recorrido y transformado en lo que es a cada instante. Y, sin embargo, hay algo más, que nadie comenta, pero que siempre hace sentir su profunda y a menudo ambigua presencia: el sentimiento que nos invade mientras esperamos en una esquina a que el semáforo cambie; la suma de recuerdos que evocamos a medida que atravesamos sus avenidas y recodos; cierto olor y cierto sonido; el torrente de las muchas sangres que han corrido sobre su concreto; la jerga, el grito y el silencio; el color del que se tiñe la bóveda de cielo que la cubre; y, sobre todo, un infinito y a menudo inverosímil arsenal de símbolos que se elevan como banderas tarde tras tarde y noche tras noche, aunque no seamos conscientes de la vida que late detrás de sus siluetas.
Pero hablar de ciudades es, ya, casi una abstracción: los Palermo, Boca, San Telmo, Santos Lugares, Chacarita, Belgrano y Recoleta de Buenos Aires son, por sí mismos, universos distintos; en el caso de Lima, tenemos una suma de mundos distintos sólo dentro de un distrito como Miraflores. Pero yo quiero hablar de otro universo, suerte de paraíso e infierno donde vagan las almas como en un purgatorio: es decir, de Barranco, del incierto y casi imposible Barranco; y, de entre todos sus símbolos, a menudo sórdidos e impensables, quiero rescatar uno que a mí me parece fundamental: el gallinazo.
Si el gallito de las rocas es el ave nacional del Perú, el gallinazo tendría que ser nombrada el ave distrital de Barranco. Imagino que, como yo, más de uno se habrá detenido, alguna vez, a admirar la silueta de los gallinazos recortándose contra el cielo plomizo que cubre las calles barranquinas; o, sino, el contorno de su perfil resaltando sobre los naranjas y dorados del ocaso mientras permanecen posados sobre los techos y las cruces de las iglesias, como un sueño de Baudelaire; de alguna forma, estas aves representan todas esas contradicciones aparentemente imposibles de armonizar que es Barranco: la sordidez y la majestuosidad, la suciedad y la belleza, la noche y la resaca, la agonía y el frenesí, la vida que persigue a la muerte siquiera para devorarla.
Yo no sé si alguien entiende por qué digo todas estas cosas; más de uno pensará de deliro, o que sencillamente hablo porque tengo boca; y, sin embargo, creo que puedo permitirme aquí un par de confidencias que, espero, ayudarán a que entiendan cuanto digo, así como la profundidad de sentimiento y convicción con la que lo hago. La primera es la evocación de una nostalgia: yo pasé todo el año pasado (2008) lejos, en Buenos Aires, y, entre las muchas cosas que extrañaba de mi país, un día me descubrí extrañando avistar en el cielo o sobre los postes a los gallinazos, como centinelas resignados a una existencia que linda entre el patetismo y la magnificencia. Luego, a medida que pasaban los días, la añoranza de aquellas aves negras y, creo yo, hermosas pese a su difícil estética, no hizo sino aumentar, al punto que, cuando volví al Perú y avisté a mi primera bandada de gallinazos, poco me faltó para que se me soltasen un par de lágrimas de emoción.
La segunda confidencia que quiero hacerles es una vivencia bastante específica. Yo tendría unos quince o dieciséis años, y estaba sentado en mi techo a eso de las tres o cuatro de la madrugada. Reinaba un silencio que sólo cortaban los chirridos de los grillos y, de pronto, oí algo distinto, un fragor de algo que estaba entre el gorjeo y el graznido, y entonces los avisté: una bandada enorme de gallinazos atravesaban el cielo verdoso de la madrugada limeña. No sé cuántos serían, pero a mí, en ese momento, me parecieron más de un centenar. De sobra está decir que viví ese momento como una suerte de éxtasis casi místico, al punto que la imágen no se ha borrado de mi cabeza en todos estos años, y todavía soy capaz de evocarla como si la estuviese viviendo nuevamente. Sentí que era el testigo de un hecho único y superior, tal y como se habrá sentido Moisés al ver la zarza ardiendo sin consumirse. Desde esa noche, nunca volví a ver a los gallinazos con los mismos ojos.
El gallinazo, pese a que la mayoría lo tilde de feo y sucio (yo, como creo haberlo dicho ya, no comparto tal opinión), es de alguna forma algo significativo y lleno de sentido: un símbolo con reminiscencias extrañas, casi oníricas y, sin embargo sucias y carnales, llenas de polvo y letargo. Digo todo esto a sabiendas de mi propio escepticismo, pero recalcando ese tono religioso y desengañado que, por lo demás, los mismos gallinazos inspiran. Si no existe un sentido último, al menos existen símbolos que podemos llenar de un sentido distinto, terrenal y humano, que de antemano niega e insulta a los dioses, escupiéndoles en la cara. Eso son nuestros gallinazos, posados sobre las cruces dobladas de una iglesia en ruinas, centinelas de todos los ocasos.
Pero hablar de ciudades es, ya, casi una abstracción: los Palermo, Boca, San Telmo, Santos Lugares, Chacarita, Belgrano y Recoleta de Buenos Aires son, por sí mismos, universos distintos; en el caso de Lima, tenemos una suma de mundos distintos sólo dentro de un distrito como Miraflores. Pero yo quiero hablar de otro universo, suerte de paraíso e infierno donde vagan las almas como en un purgatorio: es decir, de Barranco, del incierto y casi imposible Barranco; y, de entre todos sus símbolos, a menudo sórdidos e impensables, quiero rescatar uno que a mí me parece fundamental: el gallinazo.
Si el gallito de las rocas es el ave nacional del Perú, el gallinazo tendría que ser nombrada el ave distrital de Barranco. Imagino que, como yo, más de uno se habrá detenido, alguna vez, a admirar la silueta de los gallinazos recortándose contra el cielo plomizo que cubre las calles barranquinas; o, sino, el contorno de su perfil resaltando sobre los naranjas y dorados del ocaso mientras permanecen posados sobre los techos y las cruces de las iglesias, como un sueño de Baudelaire; de alguna forma, estas aves representan todas esas contradicciones aparentemente imposibles de armonizar que es Barranco: la sordidez y la majestuosidad, la suciedad y la belleza, la noche y la resaca, la agonía y el frenesí, la vida que persigue a la muerte siquiera para devorarla.
Yo no sé si alguien entiende por qué digo todas estas cosas; más de uno pensará de deliro, o que sencillamente hablo porque tengo boca; y, sin embargo, creo que puedo permitirme aquí un par de confidencias que, espero, ayudarán a que entiendan cuanto digo, así como la profundidad de sentimiento y convicción con la que lo hago. La primera es la evocación de una nostalgia: yo pasé todo el año pasado (2008) lejos, en Buenos Aires, y, entre las muchas cosas que extrañaba de mi país, un día me descubrí extrañando avistar en el cielo o sobre los postes a los gallinazos, como centinelas resignados a una existencia que linda entre el patetismo y la magnificencia. Luego, a medida que pasaban los días, la añoranza de aquellas aves negras y, creo yo, hermosas pese a su difícil estética, no hizo sino aumentar, al punto que, cuando volví al Perú y avisté a mi primera bandada de gallinazos, poco me faltó para que se me soltasen un par de lágrimas de emoción.
La segunda confidencia que quiero hacerles es una vivencia bastante específica. Yo tendría unos quince o dieciséis años, y estaba sentado en mi techo a eso de las tres o cuatro de la madrugada. Reinaba un silencio que sólo cortaban los chirridos de los grillos y, de pronto, oí algo distinto, un fragor de algo que estaba entre el gorjeo y el graznido, y entonces los avisté: una bandada enorme de gallinazos atravesaban el cielo verdoso de la madrugada limeña. No sé cuántos serían, pero a mí, en ese momento, me parecieron más de un centenar. De sobra está decir que viví ese momento como una suerte de éxtasis casi místico, al punto que la imágen no se ha borrado de mi cabeza en todos estos años, y todavía soy capaz de evocarla como si la estuviese viviendo nuevamente. Sentí que era el testigo de un hecho único y superior, tal y como se habrá sentido Moisés al ver la zarza ardiendo sin consumirse. Desde esa noche, nunca volví a ver a los gallinazos con los mismos ojos.
El gallinazo, pese a que la mayoría lo tilde de feo y sucio (yo, como creo haberlo dicho ya, no comparto tal opinión), es de alguna forma algo significativo y lleno de sentido: un símbolo con reminiscencias extrañas, casi oníricas y, sin embargo sucias y carnales, llenas de polvo y letargo. Digo todo esto a sabiendas de mi propio escepticismo, pero recalcando ese tono religioso y desengañado que, por lo demás, los mismos gallinazos inspiran. Si no existe un sentido último, al menos existen símbolos que podemos llenar de un sentido distinto, terrenal y humano, que de antemano niega e insulta a los dioses, escupiéndoles en la cara. Eso son nuestros gallinazos, posados sobre las cruces dobladas de una iglesia en ruinas, centinelas de todos los ocasos.
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