martes, 26 de octubre de 2010

¿Una copa más, Tom?


Siempre he pensado que, en algún retorcido espacio de su ser, Bukowski (tengo por más que seguro que Henry Chinaski lo hacía) envidiaba la "suerte" que tuvo Dylan Thomas cuando le tocó en suerte la forma de morir que le tocó: después de una mítica serie de rondas de whiskey en un bar de Nueva York, que culminaron con el ingreso del poeta galés en un hospital, donde encima se dice que tuvo un último suspiro para hacerle notar al médico que creía haber roto un récord después del último trago. No sé si él, de haber podido, hubiese elegido morir así; lo que sí puedo decir es que no pudo haber tenido un mejor final. 
Supongo que muchos poetas (no todos) sienten ese llamado profundo a abandonar la vida antes de tiempo, y no por la salida de emergencia, sino echando abajo alguna ventana, o abriendo un agujero en las paredes, o aún echándose el edificio encima, para acabar con el universo de pasada. Y no hay que confundirse: no hablo aquí de lo buen publicista que es la muerte, que cuando trae rarezas y excesos bajo la capa hace aún mejor su trabajo para lanzar a los artistas: desde Ovidio hasta Jim Morrison, desde Gérard de Nerval hasta Alejandra Pizarnik o Javier Heraud, las muertes extrañas, divertidas, excesivas o simplemente "raras"  y fuera de lo común han servido más que como un trampolín, como una catapulta (sorry, Ferrando, pero te quedaste corto) publicitaria para los versos. Vale: eso no lo niego. Pero tampoco es de lo que vengo a hablar hoy. 
Porque claro, hay otras lecturas posibles. Además de que hay que gozar de una frivolidad de la que sólo imagino capaz a un personaje como el Horacio de la novela de Cortázar para buscarse una muerte lo bastante inusual como para lanzar a otras alturas la propia obra, sigo considerando que muchos poetas sienten íntimamente el llamado de lo destructivo: sin pena y sin gloria, aunque sobren los lectores. 
Hace poco me preguntaba por qué demonios es que sigue existiendo la poesía, por qué ha existido por tanto tiempo y qué motivos la empujaron a existir. Como al arte, claro. Yo creo que sí: que podemos estar de acuerdo con las hipótesis sobre el origen ritual del comportamiento creativo. Y creo, también, que hay un algo inexplicable, indescifrable, misterioso en el arte que hace que sea lo que sea, que puede ser algo diferente para cada persona, pero que está allí, y que para mí es mejor que siga envuelto en las sombras de lo que no puede ser analizado, sumido en ese lenguaje incorrupto del silencio del que hablaba Lawrence Durrell. 
Ayer, mientras leía la entrevista a Panero, y luego mientras terminaba los últimos párrafos de uno de los cuentos más perfectos que han sido escritos jamás (Después de la Feria, de Dylan Thomas), volvía a pensar en todas estas cosas. Obviamente, no tengo una respuesta, ni la busco. No digo, como lo hizo alguna vez (con una candidez inusual en ella) Susan Sontag, que no debamos interpretar las obras de arte: de hecho, creo que el solo decir que algo es "una obra de arte" es ya estar interpretando. Pero ese algo que nos genera la buena poesía, como lo hace también algún párrafo de Faulkner o un cuadro de Hopper, debe quedar en el maravilloso terreno de lo indeterminado, de lo oscuro. En la Noche, si quieren. 
De alguna manera, la muerte de Dylan Thomas es algo más que la muerte del hombre que en vida se llamó Dylan Thomas: la muerte del poeta es un símbolo, una puerta a través de la cual la imaginación y a la creatividad intepretativa son invitadas a dar vueltas y vueltas en torno a un universo infinito de posibilidades que por sí mismas son insuficientes, pero que nos ponen cara a cara con algo que percibimos como mayor y total. No digo que esa totalidad exista: sólo que llegamos a cais percibirla, que no es lo mismo. 
Divagando, divagando... sobre este tema nos podríamos quedar horas muertas. Yo ya he dicho lo que tenía que decir, y sin embargo no he dicho nada. Tampoco creo que sea necesario. A ver, a ver... ¿otra copa?

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