Entre la inocencia y la sordidez, como una niña abandonada en el medio de un campo de batalla, es que se planta la obra de Laura Viñas, una suma de retazos donde se enfrentan sin violencia el suspiro, el llanto, la risa y el verso. Claro que todo esto suena mucho a solapa de libro, pero es que no encuentro una forma más justa para empezar a decir algo sobre estas pinturas. Creo que fue Picasso (un genio al que no admiro casi para nada, pero que tuvo un don para decir sutilezas) el que dijo que había tardado años para aprender a pintar como un niño; una esencia similar a estas palabras es lo que encuentro en la pintura de Viñas: una candidez que fuma cigarrillos, que conoce su fuerza y su debilidad. Una doble mirada a la vez caótica y tímida.
A mí estas pinturas me fascinaron desde un principio, sobre todo por su carácter, sumamente personal, que habla de la persona que esgrime el lápiz o el pincel. Todo lo contrario a lo que sucede con muchos pintores: nadie sabe cómo distinguir de quién son sus cuadros. Y, necesariamente, por esta misma impresión de la personalidad, la obra de Laura Viñas es de esas que juegan a la mascarada, desnudándose, sin embargo, muy lentamente. Intimidad, desgarro y, sin embargo, una sonrisa que no borra las lágrimas, un carnaval de payasos tristes.
¿Hablar de formas? Como en Xul Solar o en Tola, en la obra de Viñas los colores son algo más que una excusa: son un motivo, una forma de mirar (y de sentir) el mundo: los amarillos y los rojos parecen luchar contra las figuras que van contornando, y sin embargo son inseparables, forman parte de una misma perspectiva, de una misma realidad.
Una obra, pues, silenciosa, que susurra y suspira en lugar de lanzar alaridos. Remota y cercana, como un espejismo, pero que no deja de hacernos sentir su presencia. Y, sobre todo, cuidada, mesurada en secreto, bella.
1. (Arriba) "Cuando te arrancan la piel"
2. "Mi desierto"
3. Sin título
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