Las cosas han seguido como siempre, o casi siempre; parafraseando a Wilde, no dejamos de vivir en las cloacas, pero tampoco de mirar hacia las estrellas... con ansiedad, con desdén, con fascinación o con esperanza. Y, curiosamente, también sin promesas, sin una gran sonrisa en lo alto que nos diga "dale". Todo lo que sabemos es que, llegado el momento, dejaremos nuestro lugar en la cloaca, y a ver quién lo toma.
Y ahora lo que muchos de ustedes se preguntarán: ¿pero qué coño se ha fumado este, y de qué carajos está hablando? No se preocupen, que no es que divague sólo porque tengo dedos para tipear y un lenguaje del que abusar. Quiero hablar, más bien, de ese problema que la filosofía se ha planteado desde sus inicios mismos, y que ha seguido en pie y reformulándose a lo largo de los siglos, a ver si para ir a caer en el cubo de la basura o qué. Porque, ¿qué es lo que implica, realmente, el mirar hacia el mañana, el proyectar-se, la búsqueda? Y una pregunta urgente: ¿qué deberíamos esperar?
Será porque la vida es todo lo que puede conocer (de hecho, es la condición de cualquier forma de todo); lo cierto, es que el hombre siempre ha tenido una relación bastante complicada con la muerte. En la antigüedad (y esto ya nos lo dice Coulanges), las primeras sociedades pre-civiles y, luego, las civiles se formaron con una mira común: el culto a los muertos, a los manes de la familia. Claro que, así, proyectaban no sólo la existencia de sus seres queridos a un plano al que nadie les había dado el derecho (ya decía Sabina que la muerte no acepta propinas), sino que eran, también, sus propias condiciones de existencia las que quedaban aseguradas. Los hombres antiguos no temían a la muerte; tampoco es que la buscaran: para ellos, morir era tan natural como estar vivo.
Pero las cosas fueron cambiando, y muchos filósofos empezaron a mirar los cementerios con un escepticismo creciente: después de todo, quizá era hora de reformular esa pregunta que Parménides les había dejado: ¿Por qué el ser y no la nada? Era el momento de tomar plumas, papel, máquina de escribir o computadora y ponerse a trabajar. Dios mío, ¿qué iba a ser de la humanidad?
El existencialismo fue la gran afirmación contra la trascendencia: digamos que si Nietzsche ya había declarado la muerte de dios, hombres como Sartre llegaron para acribillar sus restos sobre la tierra a ráfagas de ametralladora. De nuevo, la muerte era el gran tema: Heidegger le había dado un lugar eminente en su análisis existenciario del "ser", relacionándola al tiempo y haciendo notar su relevancia y consecuencias como gran condición existencial que es. Sartre, que escribió bajo su influencia, llevaría a todas las almas (y para colmo sonriente) al matadero, llegando casi a optar por la segunda opción de la pregunta de Parménides: la nada. Ni siquiera un pensador tan bonachón y deseoso de optimismo como Jaspers, que se debate él mismo al no encontrar lugar para sus esperanzas, tiene que terminar aceptando la innegable inmanencia del hombre, que sólo puede conocer la trascendencia como un horizonte envolvente y siempre futuro. Una gran esperanza frustrada, y que no se cansa de darse contra las paredes, más o menos. El cielo, de pronto, ya no estaba estrellado; cloacas por todas partes.
Pero el existencialismo es demasiado obvio; ¿qué hay de los otros? La epistemología, la fenomenología, la filosofía del lenguaje y todas las demás, ¿no buscan, en el fondo, un sustento para dar pie a la existencia? Wittgenstein lo creía así, y por más fría que fuese la disciplina o la obra, siempre había una angustia profunda latiendo en el pecho de cada filósofo, empujándole a dar un paso más en el filo de la navaja, a ver qué pasa al final, con una pregunta grabada en los labios cerrados: ¿se le podrá arrancar todavía a dios una sonrisa?
A ver a dónde nos lleva todo esto: yo, por lo menos, creo que una de las virtudes a las que tendría que aspirar el hombre contemporáneo es a la sana y sonriente resignación. La muerte está allí, y el que se muere se muere. Y, bien visto el asunto, hasta tendríamos que agradecer el que así sea, porque al final los años tienen que ser agotadores, y un descanso bien merecido, pues bueno... es un descanso bien merecido. Pero soy de los pocos que piensan así: como me lo dijo mi padre alguna vez, la mentalidad del hombre a cambiado, y en lugar de ver el ciclo de la vida como nacer-crecer-alimentarse-reproducirse-morir (lo más natural del mundo, y nada de lágrimas, por favor), hoy prefiere verlo así: nacer-crecer-alimentarse sano-estudiar-hacer dinero-si se puede, aplastar al resto-reproducirse-tratar de no morir. ¿Y para qué? Ni la salud ni la vida habían estado alguna vez tan sobrevaloradas, y el hombre de nuestro siglo padece, en los huesos mismos, de un terror sin precedentes, tanto al poder-no-ser como al ser (¿qué sería de ellos sin ese sistema lleno de frivolidades detrás?).
En cuanto a mí, repetiré por enésima vez que no veo por qué tenga que ser así, y haré mías las palabras del Marqués de Sade cuando escribió que no hay por qué temer al sistema de la Nada: es consolador y simple. Que esta sea una reflexión especial por mi cumpleaños, recién acaecido. Y a ver si abrimos un poco los ojos y nos dejamos estar en paz.
Y ahora lo que muchos de ustedes se preguntarán: ¿pero qué coño se ha fumado este, y de qué carajos está hablando? No se preocupen, que no es que divague sólo porque tengo dedos para tipear y un lenguaje del que abusar. Quiero hablar, más bien, de ese problema que la filosofía se ha planteado desde sus inicios mismos, y que ha seguido en pie y reformulándose a lo largo de los siglos, a ver si para ir a caer en el cubo de la basura o qué. Porque, ¿qué es lo que implica, realmente, el mirar hacia el mañana, el proyectar-se, la búsqueda? Y una pregunta urgente: ¿qué deberíamos esperar?
Será porque la vida es todo lo que puede conocer (de hecho, es la condición de cualquier forma de todo); lo cierto, es que el hombre siempre ha tenido una relación bastante complicada con la muerte. En la antigüedad (y esto ya nos lo dice Coulanges), las primeras sociedades pre-civiles y, luego, las civiles se formaron con una mira común: el culto a los muertos, a los manes de la familia. Claro que, así, proyectaban no sólo la existencia de sus seres queridos a un plano al que nadie les había dado el derecho (ya decía Sabina que la muerte no acepta propinas), sino que eran, también, sus propias condiciones de existencia las que quedaban aseguradas. Los hombres antiguos no temían a la muerte; tampoco es que la buscaran: para ellos, morir era tan natural como estar vivo.
Pero las cosas fueron cambiando, y muchos filósofos empezaron a mirar los cementerios con un escepticismo creciente: después de todo, quizá era hora de reformular esa pregunta que Parménides les había dejado: ¿Por qué el ser y no la nada? Era el momento de tomar plumas, papel, máquina de escribir o computadora y ponerse a trabajar. Dios mío, ¿qué iba a ser de la humanidad?
El existencialismo fue la gran afirmación contra la trascendencia: digamos que si Nietzsche ya había declarado la muerte de dios, hombres como Sartre llegaron para acribillar sus restos sobre la tierra a ráfagas de ametralladora. De nuevo, la muerte era el gran tema: Heidegger le había dado un lugar eminente en su análisis existenciario del "ser", relacionándola al tiempo y haciendo notar su relevancia y consecuencias como gran condición existencial que es. Sartre, que escribió bajo su influencia, llevaría a todas las almas (y para colmo sonriente) al matadero, llegando casi a optar por la segunda opción de la pregunta de Parménides: la nada. Ni siquiera un pensador tan bonachón y deseoso de optimismo como Jaspers, que se debate él mismo al no encontrar lugar para sus esperanzas, tiene que terminar aceptando la innegable inmanencia del hombre, que sólo puede conocer la trascendencia como un horizonte envolvente y siempre futuro. Una gran esperanza frustrada, y que no se cansa de darse contra las paredes, más o menos. El cielo, de pronto, ya no estaba estrellado; cloacas por todas partes.
Pero el existencialismo es demasiado obvio; ¿qué hay de los otros? La epistemología, la fenomenología, la filosofía del lenguaje y todas las demás, ¿no buscan, en el fondo, un sustento para dar pie a la existencia? Wittgenstein lo creía así, y por más fría que fuese la disciplina o la obra, siempre había una angustia profunda latiendo en el pecho de cada filósofo, empujándole a dar un paso más en el filo de la navaja, a ver qué pasa al final, con una pregunta grabada en los labios cerrados: ¿se le podrá arrancar todavía a dios una sonrisa?
A ver a dónde nos lleva todo esto: yo, por lo menos, creo que una de las virtudes a las que tendría que aspirar el hombre contemporáneo es a la sana y sonriente resignación. La muerte está allí, y el que se muere se muere. Y, bien visto el asunto, hasta tendríamos que agradecer el que así sea, porque al final los años tienen que ser agotadores, y un descanso bien merecido, pues bueno... es un descanso bien merecido. Pero soy de los pocos que piensan así: como me lo dijo mi padre alguna vez, la mentalidad del hombre a cambiado, y en lugar de ver el ciclo de la vida como nacer-crecer-alimentarse-reproducirse-morir (lo más natural del mundo, y nada de lágrimas, por favor), hoy prefiere verlo así: nacer-crecer-alimentarse sano-estudiar-hacer dinero-si se puede, aplastar al resto-reproducirse-tratar de no morir. ¿Y para qué? Ni la salud ni la vida habían estado alguna vez tan sobrevaloradas, y el hombre de nuestro siglo padece, en los huesos mismos, de un terror sin precedentes, tanto al poder-no-ser como al ser (¿qué sería de ellos sin ese sistema lleno de frivolidades detrás?).
En cuanto a mí, repetiré por enésima vez que no veo por qué tenga que ser así, y haré mías las palabras del Marqués de Sade cuando escribió que no hay por qué temer al sistema de la Nada: es consolador y simple. Que esta sea una reflexión especial por mi cumpleaños, recién acaecido. Y a ver si abrimos un poco los ojos y nos dejamos estar en paz.
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