lunes, 11 de enero de 2010

La Pesadilla Cartesiana


Uno de los grandes errores que nacieron a finales del siglo XIX fue ese que llevó por nombre "positivismo", y que nació de las lecciones del viejo August Comte allá por el año mil ochocientos cuarenta y pico. Él, hijo de un racionalismo post-hegeliano, del materialismo empirista y del desarrollo de las ciencias y las tecnologías que llegarían a su cumbre durante la llamada "belle èpoque", imaginó que la realidad en la que se encontraba sumergido podía ser estudiada de una manera absolutamente objetiva, como una fórmula algebraica, donde cada elemento tiene un valor propio y universal y se eslabona en un orden fatal y necesario. Siempre recordaré, de hecho, cómo leí con una sonrisa imperturbable las páginas que dedica a la historia de la humanidad: la historia, nos dice, tiene un orden mecánico y lógico, y a partir de su estudio positivo podemos descifrar sus fórmulas y, a partir de entonces, no sólo comprender lo que es el presente, sino lo que depara el futuro. ¿Que si no es una locura? Por supuesto que sí; pero eso no evitó que el mundo entero se entusiasmase con las ideas de Comte como si se tratase de pastillas estimulantes, y de alguna forma los años que se encuentran entre la aparición de sus lecciones y el estallido de la Primera Guerra Mundial fue el "siglo" de Comte.
El positivismo se hizo llamar naturalista, realista, cientificista, absoluto y antiidealista, pero en el fondo no fue sino la contracara de los sistemas filosóficos del idealismo romántico alemán: un idealismo asentado lejos del mundo al que supuestamente reflejaba como un espejo, sentado con las piernas recogidas y muy sonriente sobre el columpio de la lógica. El Palacio de la Lógica: para algunos, la pura Verdad, lo irrefutable, el Paraíso mismo. Bien visto, ¿por qué no una pesadilla?
La figura que hizo que Aristóteles y Santo Tomás estrecharan sus manos con la modernidad fue, definitivamente, Descartes. Su construcción (no demasiado sólida) de un universo que se sostiene y se rige por un método algebraico y lógico, pese a abrir todavía un camino hacia lo inmaterial y lo divino, es el verdadero sustento del que se nutrió, después, el positivismo y, aún hasta nuestros días, el cientificismo (resta sumar a su figura la de Francis Bacon, pero esa es otra historia). También, en gran medida, la "fenomenología" de Husserl. Pero estos órdenes, tal y como los imaginaba Descartes, pronto se dejan notar como un gran y posible terror.
Imaginémonos atados ya no sólo al mundo, sino a una cadena de acontecimientos inalterables que, como una piedra que rueda cuesta abajo, ya tiene un camino y un destino fijos. Imaginemos que nuestro destino está escrito de antemano, ya no en un Plan Divino (esa otra gran pesadilla), sino en el correr mismo de los hechos y de los minutos, regidos por un control del que nadie se hace responsable y que nosotros, por si fuera poco, podemos intuir. La Lógica (así, con mayúscula) puede ser tan terrible como el Dios cristiano o sus versiones gnósticas, como la Voluntad de Schopenhauer o el hado trágico de los griegos.
Pero si de algo nos sirvió el siglo XX, fue para despertar de esta pesadilla cartesiana. Ya en el XVIII, Hume puso las primeras minas bajo los sistemas idealistas y racionalistas; luego, en el XIX, Schopenhauer lanzó todo un arsenal de cócteles molotov contra el racionalismo, acusando a la Voluntad que regía el mundo de irracional y fatal. Heidegger (al que siempre he considerado el filósofo más importante del siglo XX) siguió con esta tarea, fijando la atención de sus análisis sobre el lado irracional del universo y, sobre todo, de los procesos mentales y del conocimiento de las personas. Hay otros nombres, claro está: Nietzsche, Freud, Marcuse, Jung, Sartre, William James... todos ellos defensores de un orden posible distinto, conscientes de que no es sólo la lógica la que impera sobre las decisiones humanas (Cf. Jon Elster, Egonomics).
Así, el ominoso Palacio de la Lógica cayó para un gran número de personas, y el terror del sueño dorado fue reemplazado por la angustia y la lucidez del hombre que despertaba en un desierto en el que los ideales se marchitaban (cierto que, también, a tiempo para ver la aparición de los mass media, esa nueva forma de idealismo). Pero el sueño había terminado: de alguna forma, y hasta que llegue un nuevo período en que se pase esta página del pensamiento, el miedo será real.

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