Me tomo unos minutos (de esos que no me sobran últimamente) para invocar rápidamente la presencia de Tèophile Gautier a habitar por estos lares. Presencia que huele, sobre todo, a versos, a soledad y a susurro de mares grises. Y lo digo con estas palabras, porque son las que hacen falta: pocos poetas de su generación han tenido el brillo y la agudeza sensible, poética e íntimamente revolucionaria de Gautier. Al que le tocó en suerte vivir, precisamente, en una época de despertar de grandes consciencias poéticas: no sólo Hugo (el GRAN Hugo) sino también su buen amigo desde la infancia, el magistral y más que genial Gérard de Nerval (aunque él no sería famoso sino hasta mucho después de su muerte, y gracias a Proust) y otro buen amigo suyo, aunque fuese diez años menor, que canalizó en cierto modo el espíritu romántico y revolucionario de aquellos años para llevarlo a su cima a la vez que a la consciencia de su propio absurdo y, por ende, al patíbulo: Charles Baudelaire. Pero todos estos nombres, por más grandes que sean, no tachan el talento, la fineza ni la bien sentida amargura de un poeta como Gautier, un genio al que el correr de los años lo ha colocado en el segundo peldaño de la grandeza, así merezca mucho más que eso.
Dentro del panorama literario y cultural en el que le tocó escribir, Gautier brilla con una luz propia. Nerval y Baudelaire (como, en gran medida, Byron) se alimentaron de sus pesadillas para construir un universo poético que trataba de devorar a la realidad; Hugo y Lamartine escribieron con un sentimentalismo solemne y un talento fascinante de sus penas y esperanzas; pero Gautier fue, ante todo, un poeta de la melancolía. Sus versos no tenían la hambrienta vehemencia ni la alucinatoria locura de los dos primeros ni la grave genialidad de los segundos, pero eran dolorosamente humanos, al punto de llegar a provocar un desgarro en sus lectores que ninguno de los otros podría haber conseguido con una sola lectura breve. Por supuesto que Baudelaire es desgarrador, pero no en la forma de Gautier: aquél lo es sobre una lectura del poema en su totalidad; Gautier lo es a lo largo de cada una de las palabras que ha escogido. Cabe recordar, de paso, que el famoso poema de Baudelaire que lleva por título El albatros bien podría haber sido inspirado por uno de Gautier que lleva por título Lo que dicen las golondrinas, particularmente por estos versos: "Comprendo las palabras que se dicen / porque al fin el poeta es como un pájaro; / pero, ay, está cautivo, y sus impulsos / se rompen contra redes invisibles".
Vargas Llosa comparó alguna vez a Víctor Hugo con un océano. En ese sentido, Gautier es más bien un mar: ancho, pero más reducido e íntimo. No conoce las tempestades, pero su calma es desoladora. Poéticamente hablando, más que suficiente para lograr una obra genial.
Pero todo esto no debe hacernos pensar en Gautier como un ser apartado del correr de los hechos del más mundano de los mundos mundiales. Fue un gran viajero, y como periodista que era anduvo siempre muy al tanto de todo lo que sucedía. Fue hombre de parrandas y juergas realmente infernales, de la mano de sus amigos del "Club des Hashischins", al que también perteneció Baudelaire, con los que se dedicaban a experimentar con drogas alucinógenas, especialmente haschís. De hecho, Gautier fue un pionero en un género al que luego se sumarían Huxley o Burroughs: el de los escritos sobre experimentación con drogas, tema sobre el que escribiría algunos artículos fascinantes y, hay que decirlo, apasionados.
Dejo, pues, y porque no podríamos no hacerlo, unos versos del poeta. Estoy seguro de que más de un lector los agradecerá. Y, por lo pronto, me quedo susurrando en el silencio de mi habitación esos versos en los que pesa tanto el paso silencioso de la muerte que se aproxima.
Último deseo
Hace ya tanto tiempo que te adoro,
dieciocho años atrás son muchos días...
Eres de color rosa, yo soy pálido;
yo soy invierno y tú la primavera.
Lilas blancas como en un camposanto
en torno de mis sienes florecieron;
y pronto invadirán todo el cabello
enmarcando la frente ya marchita.
Mi sol descolorido que declina
al fin se perderá en el horizonte,
y en la colina fúnebre, a lo lejos,
contemplo la morada que me espera.
Deja al menos que caiga de tus labios
sobre mis labios un tardío beso,
para que así una vez esté en mi tumba,
en paz el corazón, pueda dormir.
Las traducciones que he utilizado, es decir, la del fragmento de Lo que dicen las golondrinas y luego la del poema Último deseo son, ambas, del siempre preciso Carlos Pujol.
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