El ave negra de la historia de la filosofía, cuyas páginas no han sabido, a menudo, prestarle todos los énfasis que merece una figura y una obra como la suya. Arthur Schopenhauer no es, ciertamente, un filósofo que pueda servir de base a un progreso, ni en el mundo de las ideas ni en el de las obras que aquél tendría que sostener. Su obra, más bien, es como una cascada altísima y furiosa cuyas aguas lo arrastran todo hacia la inevitable destrucción. ¡Quién sabe! A lo mejor y es allí donde tendríamos que buscar los motivos de tanto silencio en las páginas ajenas.
Aunque quizá "silencio" sea una palabra injusta; mucho más atinado sería hablar de la sordina que se le ha puesto a sus teorías, del filtro que los lectores más "serios" se han sentido obligados a interponer entre el poder de sus párrafos y los intentos de sacar adelante algo a lo que puedan llamar "filosofía". Bertrand Russell, por ejemplo, escribió sobre él que "siempre ha atraído, más que a los filósofos profesionales, a los literatos y artistas en busca de una filosofía en la cual pudiesen creer" (Diccionario del hombre contemporáneo). Parecer que, por supuesto, participa de un prejuicio que se encuentra (y, sobre todo, se encontraba) muy difundido. Pero claro: tampoco era universal.
¿Qué representa Schopenhauer? Pues muchísimas cosas. Entre ellas, una capital sería, ciertamente, el ingreso de las formas orientales al universo mental occidental: al fin y al cabo, la filosofía de Schopenhauer es la primera que trata de asimilar el ascetismo y la renunciación budistas (claro que adaptándolas a sus propios términos) a una forma de pensamiento netamente europea y, sobre todo, muy alemana: abstracta, gigantesca y sistemática. Forma de pensamiento que, sin embargo, trataba de jugar a la ruleta rusa con su propio escenario cultural, pues Schopenhauer, que fue romántico en sus métodos, términos y ontología, representa a la más cruel de las revoluciones intelectuales contra el sistema idealista romántico del pensamiento, sobre cuya cabeza brillaba el megasistema de Hegel como una corona de abstracción: mientras Hegel y sus "secuaces" afirmaban el progreso histórico, relacionándolo al progreso espiritual, y sonreían ante el advenimiento de la gloria de la razón, del espíritu y de la divinidad, el oscuro Schopenhauer preparaba sus cócteles molotov, afirmando la desesperación y el sufrimiento en el que se hunde la condición humana, y haciendo notar que la única esperanza que podía quedar a los hombres era la renunciación, el abandono de la vida y la aniquilación de la especie.
En este sentido, Schopenhauer representa la irrupción del irracionalismo en un mundo en el que, hasta entonces, todos los subrayados habían ido a parar al discurso de la racional (Descartes, Kant, Hegel...). Así, su obra se convierte en el primer capítulo de una larga y nueva tradición filosófica, que continuará en Nietzsche, y a la que pertenecen Freud, Heidegger, el existencialismo, Bergson y un largo etcétera de autores entre cuyas líneas sonríe, silencioso, el autor de El mundo como Voluntad y Representación, que sabe cuál es el valor y el peso de cada una de sus palabras.
Por supuesto, esto no es nada. Schopenhauer es un universo complejo y vasto, en el que predominan los paisajes crudos y sombríos, pero que guarda también una luz maravillosa: la del estilo poético de su prosa, que más de uno ha señalado como una de las mejores de la literatura alemana. Que estas líneas sean, pues, una carta de invitación para acercarse a sus libros, que siguen teniendo mucho (demasiado, quizá) que decirnos. Como bien lo dijo el siempre genial José María Valverde, "superfluo es añadir que Shopenhauer es un autor totalmente legible y vivo para nuestro tiempo". Una copa en alto, y un revólver bajo el abrigo. Salud, señores.
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