Alguna vez he comentado cuán certeros fueron los griegos de la antigüedad para atribuir a un mismo dios la poesía y el vino, como asumiendo, si es que no lo inseparables que son, al menos lo bien que una y otro se llevan cuando se las ven mano a mano y, lo más probablemente, sobre la misma mesa. Ya lo saben: vaso, botella, papel y pluma...
En la entrada anterior hablé de la posibilidad de concebir la cata como un fenómeno estético. Pues bien: del mismo modo, y siguiendo el camino de las mismas palabras, afirmaré que beber es un arte. No, no... no escribo esto estando ebrio: todo lo contrario, lo hago a plena consciencia, y con una mano sobre el pecho y la otra sobre el hígado. Pero a ver lo que tienen que decirnos los filósofos.
Para Aristóteles, el objetivo de las obras de arte (o, por lo menos, del género trágico) es la catarsis: lograr que los espectadores se identifiquen con las penas y los dolores de los personajes representados, haciendo consciencia de que esos problemas que enfrentan podrían ser los mismos que los afecten a ellos, por ser universales: el género es relativo a la especie. Pero, desde que irrumpieron en el panorama la teoría psicoanalítica en general y Freud en particular, las cosas dieron un nuevo giro, y la catarsis pasó a ser comprendida como un acto de "expurgación", una liberación de las fuerzas inconscientes que nos remueven por dentro.
En este sentido, siempre he pensado que la borrachera es una catarsis perfectamente válida, por no mencionar que de las más efectivas. En esto, el alcohol se parece a la poesía: logra los mismos efectos para liberarnos de nosotros mismos y echar sobre el asfalto un poco de esa náusea que nos estruja la médula espinal y amenaza con empujarnos a rodar cuesta abajo por el abismo que cada uno de nosotros lleva en el pecho.
Y como todos los otros hombres, pero con un subrayado particular, más de un escritor ha comprendido bien estas cosas. Desde los banquetes llenos de vino de los poemas de Homero hasta las bravuconadas de Bukowski, las botellas han rodado sin descanso entre las letras (¿"Con la pluma y con la espada", decía el Inca Garcilaso? Mejor "con la pluma y con la copa").
Yo no soy un idealista, y no creo en la trascendencia del espíritu más de lo que creo en el espíritu (es decir, nada de nada). No se me ocurre pensar que algo pueda tener una naturaleza metafísica, un alma o un "ser en sí". Pero creo en los misterios que aguardan agazapados en los fenómenos para saltarnos encima como una gran incógnita en el momento mismo en que nos acercamos a interpretar. En ese sentido, el alcohol tiene algo de mágico, en el mismo sentido en el que lo tiene la poesía.
Como un acceso de delirium tremens, estas notas no pretenden ser más que un variopinto desfogue desordenado y caótico. No voy a demostrar una tesis, ni a argumentar siquiera: sólo reflexiono. Y teniendo por seguro que más de uno entiende de sobra lo que trato de decir. Permítaseme cerrar, pues, este aforismo cantinero, ya que me falta copa con qué brindar, con una cita muy certera del siempre genial Petronio: "El vino es vida".
En la imágen, Bukowski, botella en mano, recitando sus poemas (hablando de entender a lo que me refiero...).
En la entrada anterior hablé de la posibilidad de concebir la cata como un fenómeno estético. Pues bien: del mismo modo, y siguiendo el camino de las mismas palabras, afirmaré que beber es un arte. No, no... no escribo esto estando ebrio: todo lo contrario, lo hago a plena consciencia, y con una mano sobre el pecho y la otra sobre el hígado. Pero a ver lo que tienen que decirnos los filósofos.
Para Aristóteles, el objetivo de las obras de arte (o, por lo menos, del género trágico) es la catarsis: lograr que los espectadores se identifiquen con las penas y los dolores de los personajes representados, haciendo consciencia de que esos problemas que enfrentan podrían ser los mismos que los afecten a ellos, por ser universales: el género es relativo a la especie. Pero, desde que irrumpieron en el panorama la teoría psicoanalítica en general y Freud en particular, las cosas dieron un nuevo giro, y la catarsis pasó a ser comprendida como un acto de "expurgación", una liberación de las fuerzas inconscientes que nos remueven por dentro.
En este sentido, siempre he pensado que la borrachera es una catarsis perfectamente válida, por no mencionar que de las más efectivas. En esto, el alcohol se parece a la poesía: logra los mismos efectos para liberarnos de nosotros mismos y echar sobre el asfalto un poco de esa náusea que nos estruja la médula espinal y amenaza con empujarnos a rodar cuesta abajo por el abismo que cada uno de nosotros lleva en el pecho.
Y como todos los otros hombres, pero con un subrayado particular, más de un escritor ha comprendido bien estas cosas. Desde los banquetes llenos de vino de los poemas de Homero hasta las bravuconadas de Bukowski, las botellas han rodado sin descanso entre las letras (¿"Con la pluma y con la espada", decía el Inca Garcilaso? Mejor "con la pluma y con la copa").
Yo no soy un idealista, y no creo en la trascendencia del espíritu más de lo que creo en el espíritu (es decir, nada de nada). No se me ocurre pensar que algo pueda tener una naturaleza metafísica, un alma o un "ser en sí". Pero creo en los misterios que aguardan agazapados en los fenómenos para saltarnos encima como una gran incógnita en el momento mismo en que nos acercamos a interpretar. En ese sentido, el alcohol tiene algo de mágico, en el mismo sentido en el que lo tiene la poesía.
Como un acceso de delirium tremens, estas notas no pretenden ser más que un variopinto desfogue desordenado y caótico. No voy a demostrar una tesis, ni a argumentar siquiera: sólo reflexiono. Y teniendo por seguro que más de uno entiende de sobra lo que trato de decir. Permítaseme cerrar, pues, este aforismo cantinero, ya que me falta copa con qué brindar, con una cita muy certera del siempre genial Petronio: "El vino es vida".
En la imágen, Bukowski, botella en mano, recitando sus poemas (hablando de entender a lo que me refiero...).
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