lunes, 5 de julio de 2010

En búsqueda de la cata perfecta


Hace mucho que quiero escribir sobre esto. Y porque hace mucho que pienso que ya viene siendo hora de que nos echemos abajo algunos prejuicios etílicos que, a mi parecer, poco tienen que ver con el placer, el verdadero deleite, que tiene para ofrecernos ese maravilloso fruto de Baco, el vino sin el cual muchas de nuestras existencias (conozco a más de uno que firmaría estas palabras) no serían lo mismo, ni valdrían un solo centavo.
Hay un tipo muy especial de supersticioso, y ése es el que se guarda todas las dudas cuando le ponen un trago al frente. ¡Dios santísimo! ¿Qué pensarían los enólogos? Luego se pasan de vueltas tratando de buscarle la lágrima al vino, sopesando la copa temeroso de asirla como no es debido, y mil y un procedimientos mal que, bien vistos, tienen sentido, pero es una esfera que nos queda lo bastante lejos como para dejar de perder el tiempo en todas esas tonterías.
Dicho sea de paso, yo no soy enólogo, ni me especializo en modo alguno en cata de vinos ni alguna otra mierda. Sé de la materia como sé que me gusta muchísimo el vino, y en ese sentido soy un bebedor hedónico (¿es que hay otra forma de serlo?). Por supuesto que tomar un buen vino es como leer una buena novela, o (usando la vieja metáfora de Fellini) ver una buena película. Pongamos ejemplos: uno termina de leer El mar de John Banville o de ver Amarcord de Fellini y lo que le queda es algo similar a un buen sabor que se siente en la boca, mientras mares de sensaciones agradables recorren nuestros miembros. Probablemente sonreímos como idiotas, que es una de esas maravillosas manfestaciones del placer. Bien, ¿y no pasa lo mismo con un vino?
¿Qué demonios trato d edecir? Muy sencillo: que el vino hay que elegirlo como se elige un libro o una película, y esto es siguiendo nuestra más absoluta, terca, obstinada y feliz subjetividad. ¿Cuál es la cata perfecta? La personal, la que dice que si a mi me gusta tal vino, luego ése es el vino perfecto. A mí me pueden poner algunas marcas muy caras delante, y yo por lo común seguiré prefiriendo mi viejo Aberdeen Angus, que es de los baratos de la finca Flichmann. Éso, claro está, si no hay un riojano haciendome ojitos. Y ni que decir que si puedo tener más de una botella de dónde servirme, ya estamos en el paraíso.
Pero volvamos a lo que decíamos respecto a la cata "personal". ¿Qué es lo que esto significa? ¿Qué implica? Recuerdo haber leído hace cosa de un par de años un artículo breve de un catador argentino (no recuerdo su nombre, pero si alguien lo conoce por favor recuérdemelo) que decía que el mejor vino es el que vamos a relacionar con mejores recuerdos: en este sentido, el acto de llevarse la copa (o el vaso, que a menudo es mejor para el vino que la copa, digan lo que digan los entendidos) es una experiencia proustiana, donde hay una búsqueda por armonizar con nosotros mismos y, por unos instantes, sentir que podemos olvidar que la vida es vida, para refugiarnos en la estética de los sabores, en el pasado que ha vuelto por unos instantes... y más tarde, y siempre que las condiciones lo acrediten, en la borrachera, que es materia como para un libro entero.
Así que ya lo saben: si a alguien le interesa mi consejo (que es sólo uno de los tantos posibles, ojo), echen a la basura todos esos libros de cómo tomar un vino y vayan por el que más les guste, prescindiendo de esa vieja y ridícula analogía según la cual precio equivale a calidad. La calidad es un suceso psíquico (si no me creen, pregúnteselo a mis compañeros de limonadas, que saben lo que vale un vino Astica, aunque sea tamaña mierda de vino).
Ya les digo que no pretendo plantear régimenes universales: el que esté de acuerdo con el otro procedimiento, pues me parece perfecto. Igual podemos sentarnos a tomar una copa juntos. Con que podamos reflexionar acerca de cuán válidos son en realidad algunos de nuestros prejuicios alcoholémicos, me doy por más que satisfecho. Salud, pues, con todos. Alzo mi copa en nombre de Baco, al que debemos tanto.

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