Creo que ningún escritor peruano es capaz de generar tantas emociones en el corazón de sus compatriotas. Y hay que notar cómo en un país como el Perú, escenario de guerras, guerrillas y fusilamientos entre y/o contra todos aquellos que se atrevan siquiera a poner los dedos sobre la pluma o las teclas, a nadie se le ocurre ni siquiera señalar con el dedo a Julio Ramón Ribeyro. Yo, por lo menos, no he conocido nunca a una sola persona que me diga algo malo sobre él o sobre su obra. Aquellos que lo conocieron, lo recuerdan como una de las personas más agradables, simpáticas e inteligentes de sus vidas; los demás, los que sólo hemos sabido de él por sus maravillosas páginas, pues nos quedamos con eso: sus páginas. Y con la personalidad transparente del hombre que hay detrás, que se sale por cada una de sus letras.
He de reconocer que escribo esta nota pensando, sobre todo, en el público extranjero que cae de cuando en cuando por estos lares. En el Perú, no necesita presentaciones. Y claro: ¿cuál no ha sido mi íntima tristeza al saber que es casi un anónimo en otros rincones del mundo? No porque eso lo haga peor escritor, ni mucho menos: la tristeza es pensar que alguien pueda verse privado del placer de leerlo, ni qué decir. Aunque he de reconocer que podría hablar sin conocimiento de causa, porque estoy al tanto de que se ha editado una antología de sus cuentos especialmente pensada en el público español (con notas a pie de página para explicar peruanismos y demás), pero ni idea. A lo mejor y llego tarde. Y eso tampoco importa: nunca se habrá dicho suficiente sobre Ribeyro.
Descreo de cosas tan patéticas como el nacionalismo, y sin embargo creo que pocos escritores han sabido encontrar un tono de voz tan preciso para hablar del Perú como Ribeyro. Porque claro: sus cuentos huelen a Lima y a Perú. A esa suma de felicidad y miseria, de festejo criollo y huayno, de abrazo y matanza, de celebración y luto, de esperanza y miseria que, para nosotros los limeños, encuentra un reflejo tan preciso en nuestro cielo eternamente gris. Como los gallinazos: carroñeros oscuros y marginales, pero libres de alzar el vuelo cuando les entra la gana de hacerlo. Lo mismo que él: un escritor que nunca tuvo miedo de remontar el vuelo a terrenos poco firmes (no hay que olvidar que en su basta obra no faltan unos pocos cuentos fantásticos, género muy poco explorado en estas costas, y algunos no tienen nada que envidiarle a Cortázar), ni de afirmar sus opiniones, ni de ser consciente de su talento, de su fama y de su prestigio, sin tener que sentirse el rey del mundo por eso. Más bien, todo lo contrario. Recuerdo una entrevista en la que dice que le emocionaba mucho ir caminando por la calle o por los malecones y que de pronto una pareja de novios lo reconocieran.
Más de una vez he afirmado, y lo sigo haciendo, que no creo en ideales ni militancias literarias: cada cual hace lo que quiere, y si se va a juzgar algo serán los resultados. No creo que decir, ahora, que todos los escritores podrían aprender algo de Ribeyro sea contradecirme. Y, la pura verdad, es que en este caso no me importaría hacerlo. No tratar de volar muy alto puede ser la mejor forma de llegar más alto que nadie.
He de reconocer que escribo esta nota pensando, sobre todo, en el público extranjero que cae de cuando en cuando por estos lares. En el Perú, no necesita presentaciones. Y claro: ¿cuál no ha sido mi íntima tristeza al saber que es casi un anónimo en otros rincones del mundo? No porque eso lo haga peor escritor, ni mucho menos: la tristeza es pensar que alguien pueda verse privado del placer de leerlo, ni qué decir. Aunque he de reconocer que podría hablar sin conocimiento de causa, porque estoy al tanto de que se ha editado una antología de sus cuentos especialmente pensada en el público español (con notas a pie de página para explicar peruanismos y demás), pero ni idea. A lo mejor y llego tarde. Y eso tampoco importa: nunca se habrá dicho suficiente sobre Ribeyro.
Descreo de cosas tan patéticas como el nacionalismo, y sin embargo creo que pocos escritores han sabido encontrar un tono de voz tan preciso para hablar del Perú como Ribeyro. Porque claro: sus cuentos huelen a Lima y a Perú. A esa suma de felicidad y miseria, de festejo criollo y huayno, de abrazo y matanza, de celebración y luto, de esperanza y miseria que, para nosotros los limeños, encuentra un reflejo tan preciso en nuestro cielo eternamente gris. Como los gallinazos: carroñeros oscuros y marginales, pero libres de alzar el vuelo cuando les entra la gana de hacerlo. Lo mismo que él: un escritor que nunca tuvo miedo de remontar el vuelo a terrenos poco firmes (no hay que olvidar que en su basta obra no faltan unos pocos cuentos fantásticos, género muy poco explorado en estas costas, y algunos no tienen nada que envidiarle a Cortázar), ni de afirmar sus opiniones, ni de ser consciente de su talento, de su fama y de su prestigio, sin tener que sentirse el rey del mundo por eso. Más bien, todo lo contrario. Recuerdo una entrevista en la que dice que le emocionaba mucho ir caminando por la calle o por los malecones y que de pronto una pareja de novios lo reconocieran.
Más de una vez he afirmado, y lo sigo haciendo, que no creo en ideales ni militancias literarias: cada cual hace lo que quiere, y si se va a juzgar algo serán los resultados. No creo que decir, ahora, que todos los escritores podrían aprender algo de Ribeyro sea contradecirme. Y, la pura verdad, es que en este caso no me importaría hacerlo. No tratar de volar muy alto puede ser la mejor forma de llegar más alto que nadie.
4 comentarios:
De la misma manera, un escritor que se limita a lo local puede alcanzar lo universal, como Ribeyro con sus cuentos que se desarrollan en Santa Cruz. A mí, por ejemplo, estadounidense sin gran interés por el Perú y su gente, me fascina la obra de Ribeyro.
Ya llevo casi diez años proponiéndoles traducciones de la obra de Ribeyro a editores en los Estados Unidos y en el Reino Unido. Siempre me dicen que no. Y en esos mismos diez años han sacado un sinfin de traducciones de obras de escritores sin interés alguno. Idiotas!
Me parece justo: el Perú y su gente no somos nada al lado de Ribeyro. Te felicito el buen gusto, y todo esto sin una sola gota de sarcasmo, eh.
Y de todo corazón te agradezco (no como peruano, sino como lector fanático de Ribeyro) que hayas propuesto sus traducciones. Quién sabe, a lo mejor y el día menos esperado surge un editor lo bastante atrevido.
Un abrazo, y buena suerte.
Me expresé mal, Santiago. No era para pronunciarme sobre el valor respectivo de Ribeyro y los peruanos. Tampoco es que no me interesen el Perú y los peruanos. Es que, no conociendo el país --y he conocido personalmente a muy pocos peruanos--, no tengo por qué interesarme *particularmente* por el Perú. Digo, no tengo por qué interesarme más por el Perú que por el país de donde soy o por los países en los cuales he vivido y en el cual vivo actualmente.
Lo que quería decir --y lo dije mal-- es lo mismo que has dicho vos, pero desde el punto de vista de un extranjero: es simplemente que mi admiración por Ribeyro no obedece a ningún afecto (ni antipatía) pre-establecido por el Perú. La cosa sucede más bien un poco a la inversa: ya que Ribeyro era peruano, veo con una cierta simpatía a la gente de su país. En otras palabras, Ribeyro, además de escritor a cuya obra uno puede volver una y otra vez, y siempre con deleite y asombro, es un excelente embajador.
Hombre, claro que se entendió que tus intenciones eran las mejores! No te preocupes, hermano, que no lo decía por acusarte de nada.
De nuevo, suerte, que has elegido al mejor. Y es bueno saber que alguien más lo sabe.
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