Hace unos días revisaba los estantes de la librería de mi universidad (paso muchas horas a la semana revisando estantes en esa librería), y me llevé una alegría tremenda al toparme con unos libros de un autor que, defnitivamente, no me esperaba encontrar allí: no una, sino cuatro (o tres) novelas de Dino Buzzatti.
Y ahora la gran pregunta que se hará mucha gente: "¿Y quién coño es Dino Buzzatti?" Un autor al que el genio no le sirvió de nada para prevenir la mala pata. Porque la suerte no ha tratado bien a Buzzatti: pocos lectores lo recuerdan, y la mayor parte ni siquiera lo conocen.
Y, sin embargo, ese es uno de los tantos errores que el Tiempo ha cometido en su trabajo de editor. En algún momento del siglo pasado, Buzzatti fue un autor muy leído, que llegó a conocer el prestigo y la fama al mismo tiempo, y el mismísimo Borges incluyó una de sus novelas (El desierto de los tártaros) entre los títulos de su Biblioteca personal.
Debido a causas editoriales, yo casi no he tenido la oportunidad de leer a Buzzatti. El desierto de los tártaros lo conseguí hace unos años en Buenos Aires, en la primera visita que hice a la Argentina; luego, leí un cuento suyo, Los siete mensajeros, que Ernesto Sábato incluyó en uno de los dos tomos de cuentos que lo apasionaron. Y déjenme decirlo sin tapujos: Buzzatti huele bien, a crudeza, a pesadilla kafkiana. Con sólo haber leído esas dos obras ya tengo muy claro que Buzzatti es de lo muy bueno de la literatura italiana del siglo pasado.
Voy a faltar a mis costumbres y voy a comentar un poco más de lo debido una novela, El desierto de los tártaros. Porque el desierto es una buena forma de pensar en Buzzatti: una vastedad vacía, absurda porque no tiene nada, un absurdo aplastante, invasivo, cruel. Los personajes esperan todo el tiempo al enemigo, con los ojos puestos en el horizonte. Nunca se van: esa espera se ha convertido en el único motivo de sus existencias. No pasa nada. Y aquí me callo: dejo a los que puedan hacerse con el libro la tarea de sacar sus propias conclusiones.
Ahora, son casi las cuatro de la madrugada; cuando se levante el sol, tendré que haber dormido lo posible, porque tengo que estar en la universidad a las diez. Fuera, el silencio. Pienso en Buzzatti y sus personajes a la espera de algo que, están seguros, dará un sentido a esa forma de existencia, sin darse cuenta que la espera misma se ha convertido en todo lo que los mantiene con vida. Pienso en Kafka y sus laberintos sin paredes, como el desierto de Buzzatti. ¿Y con todos nosotros, qué? Todo sigue en silencio.
Y ahora la gran pregunta que se hará mucha gente: "¿Y quién coño es Dino Buzzatti?" Un autor al que el genio no le sirvió de nada para prevenir la mala pata. Porque la suerte no ha tratado bien a Buzzatti: pocos lectores lo recuerdan, y la mayor parte ni siquiera lo conocen.
Y, sin embargo, ese es uno de los tantos errores que el Tiempo ha cometido en su trabajo de editor. En algún momento del siglo pasado, Buzzatti fue un autor muy leído, que llegó a conocer el prestigo y la fama al mismo tiempo, y el mismísimo Borges incluyó una de sus novelas (El desierto de los tártaros) entre los títulos de su Biblioteca personal.
Debido a causas editoriales, yo casi no he tenido la oportunidad de leer a Buzzatti. El desierto de los tártaros lo conseguí hace unos años en Buenos Aires, en la primera visita que hice a la Argentina; luego, leí un cuento suyo, Los siete mensajeros, que Ernesto Sábato incluyó en uno de los dos tomos de cuentos que lo apasionaron. Y déjenme decirlo sin tapujos: Buzzatti huele bien, a crudeza, a pesadilla kafkiana. Con sólo haber leído esas dos obras ya tengo muy claro que Buzzatti es de lo muy bueno de la literatura italiana del siglo pasado.
Voy a faltar a mis costumbres y voy a comentar un poco más de lo debido una novela, El desierto de los tártaros. Porque el desierto es una buena forma de pensar en Buzzatti: una vastedad vacía, absurda porque no tiene nada, un absurdo aplastante, invasivo, cruel. Los personajes esperan todo el tiempo al enemigo, con los ojos puestos en el horizonte. Nunca se van: esa espera se ha convertido en el único motivo de sus existencias. No pasa nada. Y aquí me callo: dejo a los que puedan hacerse con el libro la tarea de sacar sus propias conclusiones.
Ahora, son casi las cuatro de la madrugada; cuando se levante el sol, tendré que haber dormido lo posible, porque tengo que estar en la universidad a las diez. Fuera, el silencio. Pienso en Buzzatti y sus personajes a la espera de algo que, están seguros, dará un sentido a esa forma de existencia, sin darse cuenta que la espera misma se ha convertido en todo lo que los mantiene con vida. Pienso en Kafka y sus laberintos sin paredes, como el desierto de Buzzatti. ¿Y con todos nosotros, qué? Todo sigue en silencio.
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