Es inevitable: siempre llega un momento (normalmente por la noche) en que cierto sinsabor, cierta fatiga, cierto estado de profundo vacío me hace volver a las páginas de Jorge Eduardo Eielson. Y hay que decirlo sin tapujos: que es un escritor sin el que no sabría muy bien cómo guiar mis pasos, ni mucho menos atreverme a poner mis dedos sobre la pluma o las teclas. Leer a Eielson es una de esas adicciones que, muy probablemente, nos van matando, pero con tan buena letra que agradecemos cada puñalada y cada risa.
Porque los versos de Eielson son así: desgarradores, íntimamente sórdidos, pero capaces de dar el giro perfecto para lograr que ese nudo en la garganta se confunda con la sonrisa, a veces con la verdadera carcajada, lo que termina por hacerlos cinco o seis veces más efectivos. En otras palabras (en otras metáforas, si quieren) que los poemas de Eielson no son el prado deshojado y marchito cubierto techonado de nubes grises y niebla, sino que el sol brilla radiante, los campos se ven verdes... y en eso mismo reside su crudeza: en el otro escenario, por lo menos podíamos soñar con algo más luminoso; en el de Eielson, la esperanza no sólo no sirve para nada, sino que se asfixia a sí misma.
Hace unos meses (¿o fueron años?), charlaba con un amigo sobre poesía peruana. Decidimos olvidar que los pormenores del tiempo hacen que una cosa no sea como la otra, y probamos elegir cada cual un nombre. Él, por supuesto, se quedó con ese grande que es Vallejo. Seguramente, esperaba que yo me quedase con Lucho Hernández, o aún con Blanca Varela. Pero no: yo dije Jorge Eduardo Eielson. La belleza de sus versos no brilla con tanta notoriedad como la de los del resto, es verdad: verso a verso, ya no sólo Vallejo, Varela o Hernández, sino también Juan Gonzalo Rose, Westphalen, Moro y un largo entre otros podrían superar, sin mucho esmero, a un verso suelto de Eielson. Pero con Eielson pasa lo que con Bukowski: sus poemas, descuartizados, parecen poca cosa, pero su efecto es devastador cuando se los lee como totalidad. No digo que otros poetas peruanos no logren este efecto: sólo digo que ninguno lo hace, según mi parecer, con el acierto (ni con el consecuente desgarramiento) de Eielson.
Para él, Lima fue, desde siempre, una ciudad que agonizaba, muerta desde antes de empezar a respirar. Pasó casi toda su vida, incluídos sus últimos años, en Italia, donde encontró esa misma muerte latente, pero con otra careta sobre el rostro. En el fondo, sabía que nacer en un lugar o en otro no era más que el efecto de una gran casualidad. Una vez más, vuelvo a sus páginas y leo:
Penetro tu cuerpo tu cuerpo
De carne penetro me hundo
Entre tu lengua y tu mirada pura
Primero con mis ojos
Con mi corazón con mis labios
Luego con mi soledad
Con mis huesos con mi glande
Entro y salgo de tu cuerpo
Como si fuera un espejo
Atravieso pelos y quejidos
No sé cuál es tu piel y cuál la mía
Cuál mi esqueleto y cuál el tuyo
Tu sangre brilla en mis arterias
Semejante a un lucero
Mis brazos y tus brazos son los brazos
De una estrella que se multiplica
Y que nos llena de ternura
Somos un animal que se enamora
Mitad ceniza mitad latido
Un puñado de tierra que respira
De incandescentes materias
Que jadean y que gozan
Y que jamás reposan
Después de esto, ¿qué carajo puede uno decir? A lo mejor una cita de Blanca Varela, que refleja muy bien esto que me estruja cuando termino de leer un poema como éste: "El corazón se deshoja".
Porque los versos de Eielson son así: desgarradores, íntimamente sórdidos, pero capaces de dar el giro perfecto para lograr que ese nudo en la garganta se confunda con la sonrisa, a veces con la verdadera carcajada, lo que termina por hacerlos cinco o seis veces más efectivos. En otras palabras (en otras metáforas, si quieren) que los poemas de Eielson no son el prado deshojado y marchito cubierto techonado de nubes grises y niebla, sino que el sol brilla radiante, los campos se ven verdes... y en eso mismo reside su crudeza: en el otro escenario, por lo menos podíamos soñar con algo más luminoso; en el de Eielson, la esperanza no sólo no sirve para nada, sino que se asfixia a sí misma.
Hace unos meses (¿o fueron años?), charlaba con un amigo sobre poesía peruana. Decidimos olvidar que los pormenores del tiempo hacen que una cosa no sea como la otra, y probamos elegir cada cual un nombre. Él, por supuesto, se quedó con ese grande que es Vallejo. Seguramente, esperaba que yo me quedase con Lucho Hernández, o aún con Blanca Varela. Pero no: yo dije Jorge Eduardo Eielson. La belleza de sus versos no brilla con tanta notoriedad como la de los del resto, es verdad: verso a verso, ya no sólo Vallejo, Varela o Hernández, sino también Juan Gonzalo Rose, Westphalen, Moro y un largo entre otros podrían superar, sin mucho esmero, a un verso suelto de Eielson. Pero con Eielson pasa lo que con Bukowski: sus poemas, descuartizados, parecen poca cosa, pero su efecto es devastador cuando se los lee como totalidad. No digo que otros poetas peruanos no logren este efecto: sólo digo que ninguno lo hace, según mi parecer, con el acierto (ni con el consecuente desgarramiento) de Eielson.
Para él, Lima fue, desde siempre, una ciudad que agonizaba, muerta desde antes de empezar a respirar. Pasó casi toda su vida, incluídos sus últimos años, en Italia, donde encontró esa misma muerte latente, pero con otra careta sobre el rostro. En el fondo, sabía que nacer en un lugar o en otro no era más que el efecto de una gran casualidad. Una vez más, vuelvo a sus páginas y leo:
Penetro tu cuerpo tu cuerpo
De carne penetro me hundo
Entre tu lengua y tu mirada pura
Primero con mis ojos
Con mi corazón con mis labios
Luego con mi soledad
Con mis huesos con mi glande
Entro y salgo de tu cuerpo
Como si fuera un espejo
Atravieso pelos y quejidos
No sé cuál es tu piel y cuál la mía
Cuál mi esqueleto y cuál el tuyo
Tu sangre brilla en mis arterias
Semejante a un lucero
Mis brazos y tus brazos son los brazos
De una estrella que se multiplica
Y que nos llena de ternura
Somos un animal que se enamora
Mitad ceniza mitad latido
Un puñado de tierra que respira
De incandescentes materias
Que jadean y que gozan
Y que jamás reposan
Después de esto, ¿qué carajo puede uno decir? A lo mejor una cita de Blanca Varela, que refleja muy bien esto que me estruja cuando termino de leer un poema como éste: "El corazón se deshoja".
2 comentarios:
SANTIAGO:
Gracias por la sugerencia, seguiré buscando más sobre este autor. Sé que puedo aprender mucho de él. Si a ti te ha cautivado tanto, entonces estoy seguro que Jorge Eduardo Eielson es un buen escritor, porque confío en tu criterio.
SALUDOS FRATERNOS.
PARQUE PARA UN HOMBRE DORMIDO
Cerebro de la noche, ojo dorado
De cascabel que tiemblas en el pino, escuchad:
Yo soy el que llora y escribe en el invierno.
Palomas y níveas gradas húndense en mi memoria,
Y ante mi cabeza de sangre pensando
Moradas de piedra abren sus plumas, estremecidas.
Aun caído, entre begonias de hielo, muevo
El hacha de la lluvia y blandos frutos
Y hojas desveladas hiélanse a mi golpe.
Amo mi cráneo como a un balcón
Doblado sobre un negro precipicio del Señor.
Labro los astros a mi lado ¡oh noche!
Y en la mesa de las tierras el poema
Que rueda entre los muertos y, encendido, los corona
Pues por todo va mi sombra tal la gloria
De hueso, cera y humus que me postra, majestuoso,
Sobre el bello césped, en los dioses abrasado.
Amo así este cráneo en su ceniza, como al mundo
En cuyos fríos parques la eternidad es el mismo
Hombre de mármol que vela en una estatua
O que se tiende, oscuro y sin amor, sobre la yerba.
J. E. Eielson
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