miércoles, 5 de mayo de 2010

El Pasolini que conozco


"¿El lobo tendrá una sonrisa?"
Pier Pasolo Pasolini

Su rostro hablaba por él: de perfil afilado, rasgos agudos, arrugas marcadas, impecablemente peinado, la boca fruncida en un gesto de duda incomforme y los ojos, algo irritados por el cansancio y enmarcados por las ojeras, proyectados en una mirada llena de un firme deseo por devorarlo todo, sin bajar ni por un solo instante la afilada hoja de su siempre limpia y precisa crítica. No, señores: nunca me cansaré de escribir o de hablar sobre Pier Paolo Pasolini; ni, mucho menos, de plantarme frente a una pantalla a mirar sus películas, o sentarme a leer sus libros, aunque el atrevimiento me cueste dejar mis manos sin una sola uña.
Fue, quién lo podría dudar, una figura llena de paradojas e incógnitas. Un hombre apasionado, pero cuyo pensamiento era fino y agudo como el funcionamiento de una máquina; que destilaba un pesimismo amargo e irresistible, pero no cesaba en su lucha por ver brillar la tímida luz de la esperanza en algún punto del negro horizonte; una figura sombría que, sin embargo, reía y bromeaba con una entrega absoluta. Y, esto ya casi no es necesario repetirlo, un genio indiscutible, una de las mentes más fascinantes, sórdidas, totales, terribles e incansables de todo el siglo veinte, y aún de la Historia.
He de confesar, de paso, que la noche que conocí a Pasolini fue traumática. Serían las dos o tres de la madrugada, y yo (para variar) no podía dormir. Así que decidí que esa noche, en lugar de leer, podía ver una película, aunque no tenga la costumbre de hacerlo solo. Hacía mucho que quería ver algo de Pasolini, y tenía una de sus películas en casa: nada más ni nada menos que Teorema. Bueno, quienes han visto la película comprenderán lo que sucedió. Cuando dieron las siete de la mañana, yo seguía despierto, con los ojos como platos, y había dejado el paquete de cigarrillos casi vacío, presa de una angustia existencial de lo más cruda y desgarradora, como no la había conocido desde que leyese La náusea de Sartre (obra con la que guarda mucha relación, dicho sea de paso). Y, sin embargo, desde ese momento yo ya sabía que ésa era una de las mejores películas que había visto en mi vida, y que había ingresado a la lista de mis favoritas de un solo empujón.
Luego vinieron otras, y no dejo de sorprenderme por la magnitud, la fiereza, la sordidez y la agudeza crítica y estética de este hombre. Claro que, de paso, aprendí que Saló o le centovente giornate di Sodoma era una experiencia aún más traumática por la que no había pasado (y, por más que la haya visto cuatro veces, la experiencia siempre es un poco más dura), pero ese tipo de detalles son, precisamente, los que hacen que nos sintamos atraídos por la obra de un autor que no pone reparos en desnudar algunos aspectos de la realidad para que nosotros nos peguemos un tiro, o demos la vuelta por completo a todo lo que pensábamos y creíamos.
Casi puedo imaginar el encuentro: en un café, él con un par de tomos y el periódico de su lado de la mesa y yo con un libro del mío, con las tazas de espresso entre ambos y el cenicero llenándose de mis colillas. Tendría que esforzarme por esquivar los temas de política, pero al menos habría mucho de qué hablar en terrenos más afines a ambos: la literatura, el cine, la filosofía, la historia... Con algo de suerte, hasta podríamos soltar una que otra risa. Fuera, en la calle, una lluvia como ésas que nunca se ven en Lima.
Pero sé que esto es imposible: Pasolini fue asesinado en Ostia en 1975, y yo nací trece años después en un rincón bastante lejano en el mapa. He tenido el honor, el verdadero placer de conocerle, y él en cambio ha tenido el privilegio de nunca escuchar mi nombre. Pero soñar sale barato, y a veces es gratificante. Y, de todos modos, tengo a este hombre único en su especie para admirarlo, ponerle un "San" delante del nombre y levantar, cada vez que pueda, copas, jarras y botellas por él.
Pero no quisiera cerrar esta nota sin dejar escrita una impresión más: y es que Pasolini, por más de un motivo, bien podría haber llevado con toda justicia esa frase memorable del testamento de Bergson: "He querido permanecer entre los que mañana serán perseguidos".

En la imágen: Pasolini de pie ante la tumba de Antonio Gramsci, al que tanto admiró. Un desencuentro entre dos genios.

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