Siempre hay un lugar para la memoria. Aunque el mundo de la espalda a las palabras y los hechos, seguirá quedando alguno que quiera abrir bien ojos y orejas y darse muy por enterado de lo que los hombres tienen para decirle a los otros hombres. Y ya veníamos hablando de esto, ¿no? De cómo el tiempo se las apaña para dejar en la banca de las estaciones que van pasando a unos, mientras otros se quedan tan contentos en los vagones, rumbo al incierto mañana, porque hay un sistema que dice lo que se lee, lo que es verdadero y lo que, en resumen, "es". O así lo hubiera dicho él, sentado sobre la banca con los ojos puestos en el horizonte en el que va desapareciendo la estela de humo del tren que lo ha dejado; y así lo pensó, seguramente más de una vez, mientras sus días se iban gastando en la prisión, poco antes de que la hemorragia cerebral llegase para quitarle lo poco que le quedaba de vida. ¿Su nombre? Antonio Gramsci.
En los tiempos de la teoría crítica, Gramsci se convirtió en una suerte de mártir para la causa. Sus teorías, que iban de la mano con las de Marcuse, Adorno y Merton, y fundadas sobre la obra de Marx, marcaron fuertemente a varias generaciones italianas y del mundo, que pasaban sus hojas con las bocas abiertas. Pasolini, de hecho, le debe el título de uno de sus mejores poemarios, Las cenizas de Gramsci, y un horizonte de perspectivas que se dejan leer, con mucha precisión, en más de una de sus películas (Mamma Roma, por ejemplo; o, también, en la "Trilogía de la vida").
Hace dos días se cumplió un aniversario más de la muerte de este hombre que, tantos años después, sigue subsistiendo, ahora en la memoria, como un clandestino, en el subsuelo. En todo caso, ha dejado la celda.
Yo no soy marxista (ni ninguna otra cosa) ni en el más mínimo sentido, y la política me parece tan aburrida como los tratados de lógica de Hegel, tan indigna como el whiskey con gaseosa. Pero eso es una cosa, y no borra ni un ápice de la admiración y la reverencia que guardo por Gramsci. Tampoco la copa que, el día de hoy, levanto en su memoria.
En los tiempos de la teoría crítica, Gramsci se convirtió en una suerte de mártir para la causa. Sus teorías, que iban de la mano con las de Marcuse, Adorno y Merton, y fundadas sobre la obra de Marx, marcaron fuertemente a varias generaciones italianas y del mundo, que pasaban sus hojas con las bocas abiertas. Pasolini, de hecho, le debe el título de uno de sus mejores poemarios, Las cenizas de Gramsci, y un horizonte de perspectivas que se dejan leer, con mucha precisión, en más de una de sus películas (Mamma Roma, por ejemplo; o, también, en la "Trilogía de la vida").
Hace dos días se cumplió un aniversario más de la muerte de este hombre que, tantos años después, sigue subsistiendo, ahora en la memoria, como un clandestino, en el subsuelo. En todo caso, ha dejado la celda.
Yo no soy marxista (ni ninguna otra cosa) ni en el más mínimo sentido, y la política me parece tan aburrida como los tratados de lógica de Hegel, tan indigna como el whiskey con gaseosa. Pero eso es una cosa, y no borra ni un ápice de la admiración y la reverencia que guardo por Gramsci. Tampoco la copa que, el día de hoy, levanto en su memoria.
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