Más de una vez me he preguntado si el insomnio es, como lo sugiere la medicina, un mero estado fisiológico del cuerpo o si, en realidad, se trata de alguna suerte de condición existencial, un estado ya no sólo físico, sino una forma de condena filosófica. Claro que la pregunta es, de por sí, ridícula: después de todo, el insomnio puede ser tanto una como otra cosa, en virtud al pluralismo que defiendo (Cf. Wittgenstein; thank you, man), así que digamos que sí: el insomnio es ese momento en que uno se rinde ante sí mismo para encontrarse frente a un espejo que, reflejando, está negro del todo, como en un estado alucinatorio, como en un mal sueño de aires dantesco-contemporáneos, como en esos momentos del día en que, despiertos, de pronto intuimos que hay algo que nunca está bien del todo, por más que nuestra manía por seguir respirando nos trate de dar a entender lo contrario.
Insmonio... una palabra que, inevitablemente, me hace pensar en literatura: el famoso poema de Dámaso Alonso, La náusea de Sartre, dos o tres poemas de Borges (alguno de ellos bastante obvio), las películas de Marco Ferreri, y aquí ya me salí de la literatura, pero qué más da. Lo cierto es que el insomnio es, para bien o para mal de los creadores, un fértil valle para cosechar ortigas, que (quién lo duda) son a menudo lo mejor del menú de las lecturas.
Y siempre, esa sensación de absurdo... la misma que, como decía Borges, nos hace contar las campanadas en la oscuridad, nos hace dar vueltas sobre la cama hasta dar con ese punto exacto de la almohada, poner todos nuestros esfuerzos en acompasar la respiración. O, en todo caso, ese sentimiento de absurdo que me invade a mí ahora mismo, cuando caigo en cuenta de lo que hago y me pregunto: ¿pero qué demonios estoy escribiendo? Está bien: hora de tomar un libro, dejarse caer sobre la cama y dejarse desgastar un poco más. Esperar a que la noche sea un poco más negra. Campanadas que susurran (¿un nombre?). Silencio.
Insmonio... una palabra que, inevitablemente, me hace pensar en literatura: el famoso poema de Dámaso Alonso, La náusea de Sartre, dos o tres poemas de Borges (alguno de ellos bastante obvio), las películas de Marco Ferreri, y aquí ya me salí de la literatura, pero qué más da. Lo cierto es que el insomnio es, para bien o para mal de los creadores, un fértil valle para cosechar ortigas, que (quién lo duda) son a menudo lo mejor del menú de las lecturas.
Y siempre, esa sensación de absurdo... la misma que, como decía Borges, nos hace contar las campanadas en la oscuridad, nos hace dar vueltas sobre la cama hasta dar con ese punto exacto de la almohada, poner todos nuestros esfuerzos en acompasar la respiración. O, en todo caso, ese sentimiento de absurdo que me invade a mí ahora mismo, cuando caigo en cuenta de lo que hago y me pregunto: ¿pero qué demonios estoy escribiendo? Está bien: hora de tomar un libro, dejarse caer sobre la cama y dejarse desgastar un poco más. Esperar a que la noche sea un poco más negra. Campanadas que susurran (¿un nombre?). Silencio.
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