Según la opinión de muchos, ahora mismo yo debería estar en la cama, recién llegado como estoy a mi casa después de una noche de tragos y cartas. Pero mucho me temo que tengo que disentir, porque lo primero es lo primero, y eso es decir algo y, sobre todo, alzar una última copa antes de tumbarse a dormir en honor a J. D. Salinger, que murió ayer, con 91 años encima y una trayectoria literaria que nunca, no diré superada, será igualada. De modo que yo (por lo que ya leyeron, se imaginarán que sintiéndome un poco como uno de sus personajes) cumpliré con él.
Millones de personas de todas las generaciones lo veneraron, miles que no levantan un libro ni por accidente devoraron sus libros en apenas una noche, generó envidias y guerrillas entre escritores, adimradores y críticos... y, en el fondo, se cagó en absolutamente todos, retirado muy contento a su exilio del mundo y de la fama en su cómoda casa en el árbol, donde pudo dedicar sus años a leer y escribir en paz. Se labró fama de excéntrico (según dice la leyenda, siempre se daba cuenta de si había alguien mirándole a escondidas), de misántropo (que sin duda lo fué) y de cascarrabias, pero eso, para él, fue lo de menos: jamás quiso que su mundo fuera el de todos los demás.
Como tantos lectores, yo le debo la infinita gratitud por haber escrito un libro tan maravilloso como El cazador oculto, que leí como empujado por una inercia invencible, como en una caída en picada, cuando tenía quince años. (Recuerdo que estaba enfermo, con la garganta destruida, y que ese libro no hacía más que darme motivos y ganas de fumarme un cigarrillo tras otro). Creo poder afirmar, de hecho, que no hay una persona que no haya gozado con ese libro que pueda decir que no lo afectó profundamente, como el primer beso, o el primer orgasmo. Por ahí va la idea.
Ahora, pues, con toda la admiración del mundo y con la gratitud saliendo a mares por todos mis poros, quiero levantar una copa para brindar en su nombre, y por su memoria. Gracias, Salinger, muchas gracias.
Millones de personas de todas las generaciones lo veneraron, miles que no levantan un libro ni por accidente devoraron sus libros en apenas una noche, generó envidias y guerrillas entre escritores, adimradores y críticos... y, en el fondo, se cagó en absolutamente todos, retirado muy contento a su exilio del mundo y de la fama en su cómoda casa en el árbol, donde pudo dedicar sus años a leer y escribir en paz. Se labró fama de excéntrico (según dice la leyenda, siempre se daba cuenta de si había alguien mirándole a escondidas), de misántropo (que sin duda lo fué) y de cascarrabias, pero eso, para él, fue lo de menos: jamás quiso que su mundo fuera el de todos los demás.
Como tantos lectores, yo le debo la infinita gratitud por haber escrito un libro tan maravilloso como El cazador oculto, que leí como empujado por una inercia invencible, como en una caída en picada, cuando tenía quince años. (Recuerdo que estaba enfermo, con la garganta destruida, y que ese libro no hacía más que darme motivos y ganas de fumarme un cigarrillo tras otro). Creo poder afirmar, de hecho, que no hay una persona que no haya gozado con ese libro que pueda decir que no lo afectó profundamente, como el primer beso, o el primer orgasmo. Por ahí va la idea.
Ahora, pues, con toda la admiración del mundo y con la gratitud saliendo a mares por todos mis poros, quiero levantar una copa para brindar en su nombre, y por su memoria. Gracias, Salinger, muchas gracias.
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