miércoles, 13 de enero de 2010

Jean-Paul Sartre - "El Muro"


Pareciera que el mundo se ha levantado contra Sartre. Cada cierto tiempo, oigo o leo a alguien decir que no volvería a leer uno de sus libros, que es un mal escritor, que sus páginas son aburridas o incómodas, o algo así. Y siempre he pensado que todos esos que niegan a Sartre están, en el fondo, muy asustados como para reconocer al autor: la gente está bastante cómoda sin sus libros, muchas gracias, y ya nadie quiere poner en duda su existencia, ni deprimirse, ni nada. Porque claro: leer La náusea es una experiencia bastante dura (no en vano ha ocasionado alguna ola de suicidios por allí), y el mundo globalizado y feliz ya no quiere problemas de este tipo. Pero hay que decirlo: autores como Sartre (y Heidegger, y Gramsci, y Pasolini, y Gore Vidal, y Marcuse, y tantos otros) más bien ganan más y más vigencia con cada día que pasa, a medida que se va haciendo necesario cuestionar las bases de nuestra sociedad, nuestro ser o la forma en que una y otro se relacionan (identificación, alienamiento, angustia, máscaras, temor...). Y levantar la cabeza, pues, y abrir bien los ojos, así sea con dolor.
La mayor parte de la gente conoce a Sartre a través de sus obras de teatro o, sobre todo, por sus dos obras capitales: la novela La náusea y su largo libro de filosofía analítica-existencial El ser y la nada. Son, ciertamente, libros magistrales y crudos, ácido para nuestras más íntimas seguridades; pero ahora quisiera llamar la atención sobre otro libro de Sartre, uno de los injustamente olvidados: hablo, claro está, de la colección de cuentos titulada El muro, publicada por primera vez en 1939 por Gallimard.
Cada una de estas breves narraciones es una puñalada crítica y un sondeo del hombre puesto en relación con los demás, de lo que nace un libro plagado de espacios vacíos. En todas las relaciones humanas, tal y como se las expone, prima el absurdo, la lejaní, la imposibilidad de construir un espacio empático de verdadera comunicación. Los retratos de los personajes, sin embargo, son muy buenos, y enfatizan lo psicológico de un lado y lo perceptivo del otro: de un lado el uno, del otro los demás, que son extraños al uno mismo. En otras palabras, estamos hablando de un libro que se declara a sí mismo como existencialista a gritos, de lectura poco gratificante por los contenidos, pero muy bien escrito.
Y ese, creo, es el siguiente punto que habría que mencionar: los cuentos están, en general, muy bien escritos, y el que da el título a la colección, El muro, es una breve obra maestra: el drama de unos prisioneros de guerra durante la Guerra Civil Española para los que el silencio se convierte en el principal elemento trágico, al que se suma la espera de la muerte.
Hablo, pues, de Sartre como de un autor cuya vigencia se va perfilando en secreto, pero cada día con mayor claridad y, si se quiere, fatalidad. En cuanto a mí, no puedo dejar de admirarlo cada vez más a medida que vuelvo una y otra vez a sus páginas. Además, me gusta leer a un autor que nos dice sin mayores problemas ni preámbulos lo que todos intuimos en lo profundo, pero pocos nos atrevemos a reconocer. Dicho en otras palabras, hay que tener valor para leer a Sartre.

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