Tengo muy metidas en el páncreas unas palabras que dijo alguna vez William Faulkner, ese genio de los portentos de la sangre y el polvo, sobre el oficio de escribir; palabras que pesan lo que pesan, y que dicen mucho más de lo que parecen decir: "Un artista es una criatura dirigida por demonios. Él no sabe por qué lo eligieron, y normalmente está demasiado ocupado para preguntárselo".
Claro que muchos se dirán que bueno, que no se trata sino de una frase recargada, "bonita", el tipo de cosas que dice un escritor para sonar interesante. Pero no hagamos caso a los juicios simplones: estas palabras son muy sentidas, muy mascadas e infinitamente afiladas, dichas por alguien que, sabemos de sobra, no tenía mayor interés por lo que su público pensara de él. ¿De qué se trata, entonces? ¿Qué es esto de ser el títere inesperado de los demonios? ¿De quién es la voz que va arrastrando vidas, carne, tierra y esperanzas a lo largo de las páginas de un libro? ¿Qué pulso es este temblor que va agrietando nuestra sensibilidad hasta echarnos a rodar por una colina? O, si lo prefieren, preguntémonos: ¿qué demonios son estos?
Siempre he interpretado estas palabras en un sentido muy humano. Es verdad que, alguna vez, los poetas eran "invadidos" por la inspiración, ya fuera por culpa de las musas o los dioses, o aún de los demonios. Y ni siquiera es necesario irse tan lejos como a los tiempos de la antigüedad, pues ya en la Francia ilustrada (siglo XVIII, sobre todo) se tenía este proyecto de "exorsizar" el universo de las artes y de las ciencias, y alguno autores fueron llamados verdaderos "posesos" (entre ellos, el Marqués de Sade). Pero imaginar una inspiración semejante en nuestros días no parece muy inteligente: ¿a quién se le ocurriría aparecer de pronto hablando de revelaciones infernales, místicas de ultratumba a lo William Blake o sueños donde la voz de los espíritus dicta poemas y visiones? Bueno, a lo mejor y sí se le puede ocurrir a alguien, pero nuestro error sería suponer que estos universos, espíritus y demonios están por ahí, afuera, en lugar de notar que sudan y gruñen desde dentro.
Desde que el psicoanálisis existe, diferentes autores han tratado de esbozar la relación que hay entre la creación artística y la neurosis, reconociendo la suerte de catarsis que se produce. Freud, Jung, Otto Rank: todos ellos han dedicado páginas enteras a meditar sobre el fenómeno. ¿Trato de decir acaso que los demonios son nuestros males mentales, nuestros traumas y demás? Algo parecido, pero no exactamente. Los demonios pueden ser infinitos, llevar cualquier nombre o apariencia y manifestarse de formas muy diversas. No es necesario ser un neurótico: el mismo respirar puede ser un demonio perverso. Los hombres estamos solos con ellos, esos demonios que somos, también, nosotros mismos.
¿Y el arte, entonces, qué es? ¿Está llamado acaso a domesticar a los demonios? Eso que lo responda cada artista por su cuenta. Yo, personalmente, no estoy muy seguro de si pueden ser domesticados: más bien, son ellos los que juegan con nosotros, empujándonos a hacer cosas tan absurdas como hilar palabras que, poco a poco, van adquiriendo vida propia, bebiendo de nuestra propia sangre y convirtiéndose en dolorosos espejos en los que, poco a poco, vamos reconociendo nuestros rostros más ocultos.
Quizá lo mejor sea aprender a resignarse y, de ser posible, echarse un trago con los demonios con los que vivimos. Al fin y al cabo, les debemos mucho, aunque nos duela o no nos guste. Voy a cerrar mis divagaciones con una recomendación: una novela del Quinteto de Avignon de Lawrence Durrell, que lleva por título Monsieur o el príncipe de las tinieblas, que no es otra cosa que una forma más de esta reflexión sobre la oscura voz que va dictando las palabras y los destinos de las vidas que su otro títere, el escritor, está forzado a ir viviendo lenta y desgarradoramente. La vida misma.
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