Para variar, llego tarde a anunciar la fiesta: ayer, viernes 25, se celebró el cumpleaños del que considero el mayor escritor norteamericano de todos los tiempos: William Faulkner. Imagino que más de uno ha encendido un cigarrillo o una pipa en su honor, acompañándose con un vaso de whiskey, mientras el sol seguía alto. Y es que hablamos de un autor cuya influencia es más una cascada que un río, y que va arrasando a sus lectores, sobre todo a los que se nutren de sus aguas para luego soñar con que escriben novelas. Faulkner es un desafío consante para los escritores que lo admiran: los recursos de su técnica son indescifrables, y sin embargo su obra es tan poderosa que es imposible no querer aproximarse a una creación similar, aunque sea imposible o vano. Un escritor, pues, que se convierte en una mina llena de peligros mortales al caer en manos de otro escritor, aunque ha tenido grandes herederos: sólo en Latinoamérica, Onetti y Sábato, sus herederos más resaltantes, bastan para hacerse una idea de todo lo que Faulkner puede lograr al entrar a jugar una parte en este juego de espejos que es la creación literaria.
Pintadas como al óleo, con un barroquismo rico y poético, las novelas de Faulkner son la puerta de ingreso a un universo descarnado y a menudo cruel, donde los personajes agonizan en una constante lucha por conquistar su felicidad y su libertad, pero siendo casi siempre aplastados al final por la tragedia que, sin saberlo, han tejido ellos mismos y sus antepasados: una voluntad desesperada y llena de empuje atraviesa todas sus páginas, para desembocar al fin en la nada, en el solipsismo y en la amargura de cargar con un destino doloroso y necesario. En gran medida, una renovación de todos los temas de la tragedia clásica, puestos al servicio de una de las literaturas más originales de las que el mundo tiene memoria. Y, definitivamente, Steinbeck tenía razón cuando dijo que Faulkner, más que la mayoría de los hombres, conocía la fuerza y la debilidad de los seres humanos; esto es, precisamente, lo que encontramos en cada uno de sus personajes.
Recuerdo, ahora, algo que Gore Vidal comentaba, ciertas palabras que Faulkner le había dicho en una ocasión: que un escritor nunca debía limitarse a sí mismo; que cada obra debía trascender las fronteras de la imaginación de su autor. Luego, en una entrevista al Paris Review, no dejó de señalar que, lo más importante, para un escritor, era el trabajo duro, así como el compromiso para con su obra: nada ni nadie debía interponerse entre un autor y su trabajo; éste tenía que ser llevado a cabo, fuesen cuales fuesen los medios y las consecuencias del mismo. Lo importante es escribir. Y eso, creo yo, es algo que todo escritor tendría que aprender de este maestro.
Tengo que reconocerlo: si no hubiese leído a Faulkner, hoy por hoy mi vida no sería la misma. Jamás olvidaré ese verano del 2006 en que yo, casi candorosamente, empecé a recorrer las primeras páginas de Luz de Agosto; luego, se han seguido muchas otras novelas y cuentos, y mi admiración no ha hecho sino crecer, al punto de convertirse en una adicción. Pasarán los años y, lo sé, volveré a esas páginas una y otra vez, siempre con creciente agradecimiento y fascinación por esa obra que, día a día, parece volver a crearse: releídas, estas novelas no se evocan, sino que vuelven a suceder. Un vaso en alto, pues, o dos... por William Faulkner.
"Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que es posible hacer. No hay que preocuparse simplemente por ser mejor que los contemporáneos o que los predecesores. Hay que tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por los demonios. Nunca sabe por qué lo eligieron a él, y suele estar demasiado ocupado como para preguntárselo."
No hay comentarios:
Publicar un comentario