Poeta y mago, creador incansable, tejedor de sueños, payaso del Olimpo. En fin, un genio, un hombre del que puede decirse, con toda justicia, que fue un artista puro al cien por ciento. Creo que Fellini, como ningún otro cineasta, logra dejarnos ese sabor, como de un buen vino, cuando termina una de sus películas; y, como con un buen vino, hay ese eco: en este caso, el de sus imágenes, sonidos y personajes: el recuerdo de las situaciones descabelladas, melancólicas o humorísticas de sus filmes continúa viviendo con la misma vitalidad de cuando las vimos proyectadas. Y es que son, claro, el resultado de una labor creativa única y poderosa, que manipula objetos muy frágiles sin hacerles una sola rajadura, a menos que el autor así lo desee.
Dicho sin más rodeos: hablar de Federico Fellini es hablar en mayúsculas, y pocas experiencias son tan profundas como el sentarse a ver una de sus películas. Desde las primeras, todavía a mano con el neorrealismo que él mismo ayudó a fundar con Roma, città aperta de Rossellini, hasta las últimas, pasando por cimas tales como La dolce vita, Otto e mezzo, Amarcord o Satyricon, la vivencia siempre promete eso: ser única y maravillosa. ¿Por qué? Pues porque en Fellini sigue viva, como en la obra de ningún otro director, la magia: pensemos, sino, en la desaparición de Cabiria entre esos muchachos caminantes; en los tres músicos que van desfilando por los diversos momentos de La strada; en casi todas las escenas de Amarcord, incluyendo aquella en que una monja pigmea sube a bajar del árbol al tío loco que grita "Io voglio una donna!"; en la fiesta al final de La dolce vita, en la que todo el mundo charla al compás de las palmas: la filmografía de Fellini es eso, una caja de sorpresas, una mirada única a través de la cual el mundo y su tragedia se pueden convertir, a cada recodo, en una función de circo.
Yo jamás dejaré de agradecer que haya existido un hombre como Fellini. Lo sitúo, al lado de Pasolini, como lo más grande que nos ha dado el cine italiano. Y, al final, es eso lo que obtenemos, entre la broma y el llanto: un corazón que no se cansa de latir, una obra sensual y que se crea a sí misma constantemente, un tesoro demasiado grande como para pertenecer a sólo unos pocos hombres, y que permite ser visto de una forma totalmente distinta cada vez. Yo nunca dejaré de recomendar a todo el mundo las películas de Fellini; eso sí, una sola advertencia: pueden resultar adictivas.
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