Dentro de lo que acostumbramos llamar "literatura", hay un género de novela que parece especialmente propenso a generar largos, arduos y, a menudo, estériles debates: la novela histórica, ese tipo de texto que ya es, desde su nombre, casi una contradicción. ¿No mienten acaso las novelas como mienten los boleros? ¿Y no se supone que, por contraparte, la historia está allí para decirnos la verdad y nada más que la verdad, bien desnuda, y que le duela al que le duela?
Antes de pasar a lo que va esta nota, me gustaría decir un par de cosas respecto a la historia, y es que ella tampoco está libre de pecados. No sólo me refiero a que un libro de historia pueda ser superado por otro, fruto de una labor más concienzuda y exhaustiva, sino que además hay otro detalle, que ya trató de hacer notar Gadamer en los años sesenta: que el estudio de la historia no es inclinarse sobre un libro abierto en el que los hechos están dados en una forma objetiva y pura, sino que la forma en que esta es interpretada, reescrita y leída tiene, también, muchísimo peso. O, en otras palabras, que le metemos un poco de nuestro rollo cultural y personal a lo que entendemos por "interpretar los hechos históricos". Bien: punto y aparte.
La novela histórica es un género que, como cualquier otro, puede dar frutos extraordinarios y suculentos como bodrios de la peor calaña. Que es lo mismo que decir que existen genios del tamaño de Umberto Eco o Robert Graves como mequetrefes tan insulsos como Dan Brown o, me dicen (porque a él no lo he leído), Ken Follet. O, si prefieren, los que toman los datos históricos y los reinterpretan o cambian (olé, Tarantino) para hacer una obra maestra y los que pierden su tiempo escribiendo montones de páginas para que luego otro montón de personas pierdan su tiempo leyéndolas. Bueno, en realidad los autores no pierden su tiempo, porque les pagan un pastón, pero los asuntos del bolsillo no están en el papel.
A este primer grupo, el de los genios que consiguen convertir la historia en algo nuevo, pertenece también Gore Vidal. Yo lo he comprobado, sobre todo, con la que considero una de las mejores novelas históricas de todos los tiempos: Julian, mejor conocida en español como Juliano el apóstata. El argumento es imaginable: se trata de la narración, desde tres perspectivas, de la vida y hechos del emperador Juliano, el hombre que trató de traer una vez más a la vida el culto a las divinidades paganas en un momento en el que el imperio ya se había vuelto crisitiano, sobre la base de un muy bien cuidado estudio de montones de documentos de y sobre este personaje histórico y su momento (incluídas las obras de Juliano mismo).
Pero bueno: esto último lo puede hacer casi cualquiera que sepa algo de latín y griego y tenga vocación litararia. Claro que podemos agradecer el esmero que Gore Vidal le ha puesto al estudio de la historia, pero no está de más hacer notar que esto es solo una parte del todo. Después de todo, Julian es una novela en la que se da pie a una cruda y fulminante reflexión sobre el poder, la religión y todos esos temas que esperamos nos remuevan los intestinos cuando leemos una buena novela. Algo similar a lo que hizo, también, cuando escribió el guión original de la película Calígula (que dirigió Tinto Brass, y a la que Bob Guccione, de Penthouse, agregó un par de orgías lo bastante explícitas como para tentar al público pornógrafo). Oigan, que no en vano fue Gore Vidal el que dijo que el sexo es política.
En pocas palabras, que creo que Julian es una novela lo bastante sólida, profunda y buena como para que la disfrute todo el mundo, y no sólo los fanáticos de Foucault y los que sufren de delirios de persecución. Más aún: creo que tiene suficiente potencia como para que más de uno la ponga entre sus títulos preferidos, de paso que como para quedar fulminado por algunos de sus pasajes más poéticos, que en cuanto a épica son dignos de Homero en persona.
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