martes, 21 de diciembre de 2010

Thomas Mann... ¿carne de calendarios?


Alguna vez un amigo me dijo que, de los grandes nombres que la literatura alemana del último siglo nos ha legado, el que más probabilidades tiene de caer en el destierro del olvido es Thomas Mann. Juicio que, ya se maginarán, no sólo me sorprendió, sino que también me impactó muchísimo. Bien mirado el asunto, ¿hasta qué punto puede decirse que las novelas de Mann siguen generando el fervor que despertaron alguna vez, y que de hecho arrasó el panorama literario de todo el globo? Los tiempos cambian, cambian... y sin embargo yo insistiré en que, a la larga, un escritor de la magnitud de Thomas Mann no va a ser olvidado. 
Ahora bien, que a mi amigo no le faltaban motivos para decir lo que dijo. Es cierto que las novelas de Thomas Mann han envejecido, que muchos de sus pasajes, leídos hoy, huelen un poco a polvo de otros tiempos. Pero eso no es suficiente: aún una novela como Doktor Faustus, con todos sus defectos, puede sobrevivir, porque tiene encerradas algunas pasiones, y retrata con tanta genialidad el drama de la humanidad, que ciertamente no creo que llegue el día en que le falte un lector. Por no mencionar algunas de sus máximas creaciones: La muerte en Venecia (una obra maestra), Los Buddenbrook (que Faulkner tanto admiró, y que es una lectura inolvidable) y, me dicen, La montaña mágica (que aún no he podido leer, aunque espero que ese momento no esté muy lejos): libros que son, a su manera, novelas épicas en las que el único héroe (trágico, eso sí) es el ínfimo, y por eso mismo grandioso, ser humano, retratado con maestría y desconsuelo. 
Siempre me ha parecido que uno de los errores de Thomas Mann fue querer ser como Goethe, pero sin saber realmente cómo lograrlo. En su literatura trató de abarcarlo todo, como el autor de Fausto, pero en muchas ocasiones le faltó el manejo del equilibrio para que sus párrafos y diálogos no fuesen excesivos: así, a lo largo de la obra de Mann nos encontramos con reflexiones sobre estética, filosofía, historia, musicología, ética, política, economía, mística, religiones orientales, etcétera; pero todas estas cuestiones se levantan de tal forma que en algunas ocasiones se derrumban. 
Pero este problema no es nada puesto al lado del talento narrativo de los mejores momentos de Thomas Mann (que son los más), ni tampoco si tomamos en cuenta los maravillosos, fascinantes y complejos personajes que pululan a lo largo de las páginas de sus novelas: ya sea que nos enternezcan o nos horroricen, se trata de hombres y mujeres que nos convencen desde el principio de que son tanto o más reales que nosotros mismos. De hecho, una de las cosas que más me sorprendió (y me dejó admirado) de Los Buddenbrook es, precisamente, lo poco "novelesca" que es la novela: llegas a determinado pasaje, y empiezas a pensar: "Ah, ya: este personaje es así, y está en tal situación, así que lo que va a pasar ahora es tal cosa". La literatura nos ha acostumbrado a pensar así. Pero Thomas Mann nos pega un trincherazo, porque enseguida resulta que no: en esta novela, el realismo es bien tomado a pecho, porque el autor sabe que la vida no (siempre) es como en las novelas, y por ende su novela no tiene por qué ser como las novelas. Y, de hecho, y es todo lo que adelantaré de este libro formidable, este detalle es a menudo el que más alienta las frustraciones de los personajes, que se ven a sí mismos como hundidos en una tragedia que, sin embargo, no muestra el rostro. 
Siempre tendré un lugar en mis estantes y en mi memoria de lector agradecido para Thomas Mann. Digan lo que digan algunas lenguas, su obra encontrará siempre algún lector. Es un escritor magnífico, que sabe cómo sacar adelante una historia y, de paso, retratar la tragedia humana con crudo realismo y ácida precisión. Si pensamos en el panorama de la literatura alemana del siglo pasado, puede que sea verdad que no es el autor más fresco (hay que reconocer que es difícil ganarle a Herman Hesse), pero sí que puede decirse que, en cambio, es de los más Grandes.

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