Hay escritores que parcen haberse especializado en dar dolores de cabeza. Si encuentran en ello alguna forma de placer histriónico, lúdico, perverso o rebelde, es asunto suyo, pero lo cierto es que pululan a lo largo de toda la historia, provocativos y burlones, no necesariamente sonrientes.
Ovidio, en su momento, fue el nombre de la jaqueca del emperador Augusto, fundador del Imperio Romano: él, como una parte de sus planes para unificar y dar cohersión a sus vastos dominios, de paso que de formar al pueblo romano, se rodeó de poetas y pensadores a los que encargaba la composición de obras épicas, religiosas y morales. Virgilio y Horacio estuvieron entre ellos, y fueron los favoritos; a Propercio siempre se lo vio con una especie de sonriente indulgencia. Pero Ovidio fue un autor de otro género: encarnó, de alguna forma, tanto al poeta popular, versificador de amores y escenas eróticas, como al poeta oficial y de tonos alzados, autor de largos poemas mitológicos (Las metamorfosis) y de tragedias (sabemos que escribió una Medea, que se ha perdido). Como, además, era un escritor brillante, un verdadero genio, brilló en ambos géneros, muy bien sitiado a la altura de sus dos grandes modelos: Catulo y Virgilio.
Pero era un descarado, también: adjudicándose a sí mismo las mayores odiseas amorosas, elevando su nombre al título de "maestro de la seducción", no temblando al escribir pequeñas (pero significativas) herejías. El pueblo lo amaba. Augusto empezaba a cansarse. Finalmente, tuvo que pasar sus últimos años exiliado, muy lejos de Roma, en Tomis (hoy Constanza, Rumanía), a orillas de un mar desconocido, escribiendo largos poemas llenos de tristeza y nostalgia que nunca le significaron la indulgencia del emperador.
¿Encarna, entonces, Ovidio a la figura iniciática del poeta maldito, rebelde y exiliado? No lo sé; en todo caso, encarna esa figura, además de la de un poeta magistral, un verdadero genio. No hay una sola línea suya que yo no haya leído con deleite y placer (a menudo también entre carcajadas). A su tradición literaria (que continúa la de Catulo y Propercio) pertenecerán muchos grandes nombres, entre ellos el de Petronio. Hoy, sus libros son un jardín de las delicias que no hacen más que invitarnos al placer: ya sea el poético, el humorísitico, el morboso o el trágico. Todos los escritores tienen algo que aprender de él.
Ovidio, en su momento, fue el nombre de la jaqueca del emperador Augusto, fundador del Imperio Romano: él, como una parte de sus planes para unificar y dar cohersión a sus vastos dominios, de paso que de formar al pueblo romano, se rodeó de poetas y pensadores a los que encargaba la composición de obras épicas, religiosas y morales. Virgilio y Horacio estuvieron entre ellos, y fueron los favoritos; a Propercio siempre se lo vio con una especie de sonriente indulgencia. Pero Ovidio fue un autor de otro género: encarnó, de alguna forma, tanto al poeta popular, versificador de amores y escenas eróticas, como al poeta oficial y de tonos alzados, autor de largos poemas mitológicos (Las metamorfosis) y de tragedias (sabemos que escribió una Medea, que se ha perdido). Como, además, era un escritor brillante, un verdadero genio, brilló en ambos géneros, muy bien sitiado a la altura de sus dos grandes modelos: Catulo y Virgilio.
Pero era un descarado, también: adjudicándose a sí mismo las mayores odiseas amorosas, elevando su nombre al título de "maestro de la seducción", no temblando al escribir pequeñas (pero significativas) herejías. El pueblo lo amaba. Augusto empezaba a cansarse. Finalmente, tuvo que pasar sus últimos años exiliado, muy lejos de Roma, en Tomis (hoy Constanza, Rumanía), a orillas de un mar desconocido, escribiendo largos poemas llenos de tristeza y nostalgia que nunca le significaron la indulgencia del emperador.
¿Encarna, entonces, Ovidio a la figura iniciática del poeta maldito, rebelde y exiliado? No lo sé; en todo caso, encarna esa figura, además de la de un poeta magistral, un verdadero genio. No hay una sola línea suya que yo no haya leído con deleite y placer (a menudo también entre carcajadas). A su tradición literaria (que continúa la de Catulo y Propercio) pertenecerán muchos grandes nombres, entre ellos el de Petronio. Hoy, sus libros son un jardín de las delicias que no hacen más que invitarnos al placer: ya sea el poético, el humorísitico, el morboso o el trágico. Todos los escritores tienen algo que aprender de él.
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