GUILLERMO NIÑO DE GUZMÁN
La caza del instante eterno
Que el cuento sea un género sencillo es un mito que muchos novelistas (entre ellos algunos de la talla de Faulkner) han negado rotundamente, puesto que exige la perfección. Pero hay escritores que no temen lidiar con ese toro tan bravo, y que de hecho logran faenas extraordinarias. Pese a declararse como una persona tímida, Guillermo Niño de Guzmán ha demostrado ser uno de ellos: vistiendo complejas arquitecturas con una prosa clara, sus cuentos están entre lo mejor de nuestro panorama literario.
Guillermo Niño de Guzmán no es el tipo de escritor al que le gusta vivir encerrado. A lo largo de su vida, parece haber encontrado siempre la manera de reflejar sus pasiones en cada una de las cosas que ha hecho, ya sea como locutor de radio, crítico de cine, periodista cultural, ensayista literario, cronista taurino o en la barra frente a una cerveza. Pero la sangre que corre por sus venas exige algo más: literatura. Sobre todas las cosas, Niño de Guzmán es escritor, y de los más talentosos. Sus cuentos, sobre los que parece flotar el jazz como música de fondo, han merecido elogios tan caros como los de Ribeyro, Bryce Echenique o su admirado Vargas Llosa, mientras él sigue a la caza de la vida, de los instantes que luego convertirá en eso: literatura.
¿Cuándo empezaste a escribir?
A los quince años. Siempre me gustó leer, y en esa época estaba tan deslumbrado por la lectura que el deseo de pasar al otro lado del libro fue un proceso casi natural. Llegó un momento en que quise inventar yo mismo aquello que me daba tanto placer. Pero no solo era una cuestión hedonista. En el fondo, había una necesidad desesperada de decir lo que pensaba y sentía. Cuando uno es muy joven está lleno de dudas y asombros, de inconformidad y pequeñas certezas, y a mí siempre me resultó difícil expresarme oralmente (era tímido y no tenía facilidad de palabra), y escribir fue una manera de compensar esa torpeza, así como la mejor vía para tratar de entender un mundo que me parecía cada vez más caótico, injusto y ajeno.
Faulkner decía que él se había “resignado” a ser novelista porque no podía ser ni poeta ni cuentista. En tu caso, ¿qué te llevó a ser cuentista?
A mí me hubiera encantado ser novelista, pero uno no escribe lo que quiere sino lo que puede. En realidad, es una cuestión de aliento. Los narradores se asemejan a los corredores. Existen velocistas de corta, media y larga distancia. En mí caso, mi aliento da para 100, 200 y, quizá, 400 metros planos. No llego a los 5,000, y mucho menos a la maratón. Tampoco depende del mayor o menor entrenamiento. Ante todo, se trata de un asunto de visión, de concepción de la realidad. A mí me suele bastar la captura de un instante para vislumbrar el todo y puedo transmitir esa experiencia en unas cuantas páginas. Otros necesitan cuatrocientas o quinientas. Son opciones distintas y cada una plantea sus propias exigencias.
¿Cuáles son los escritores con los que estás más endeudado? Empezando por Hemingway, claro.
Así como mi estilo se funda en los postulados de Hemingway, mis atmósferas tienen correspondencia con las de Onetti. Por otra parte, en cuanto a favoritos, con tantas lecturas a cuestas, ya no es fácil hacer una selección. Hasta unos veinte años atrás, mi devoción se concentraba en cinco grandes: Hemingway, Tolstoy, Stendhal, Gógol y Lowry. Pero esa lista se ha ampliado considerablemente. En todo caso, no persigo las novedades. De cada cinco libros que leo, solo uno es actual. Siempre vuelvo a los rusos, así como al entrañable Stevenson y el imbatible Conrad. Entre los vivos, me he sentido deslumbrado por Cormac McCarthy (lo mejor de él tiene una fuerza digna de Faulkner).
Alguna vez dijiste que tus máximas aficiones eran la literatura, el cine, el jazz, los toros y las chelas. ¿Esto sigue siendo así?
Faltó una. También mencioné, antes que nada, las mujeres.
Háblame de tu paso por la radio. Fuiste locutor de un programa de jazz, ¿no es cierto?
Sí, en la antigua emisora Sol Armonía. Tenía un programa llamado “Jazz Forum”. Fue una experiencia muy estimulante y divertida. Imagínate: tener la posibilidad de compartir la música que más te gustaba con otras personas… Era un privilegio. Y además te pagaban por ello. Esto ocurrió en la época en que acceder a discos de jazz aún no era sencillo, y yo tenía una colección, no muy grande pero sí muy selecta, de vinilos. Pero no me “profesionalicé”, era más una afición que un trabajo, y supongo que a la larga, como también hacía otras cosas para sobrevivir, perdí la energía inicial.
¿Crees que hay algún nexo entre tu literatura y el jazz?
Sí y no. Lo que escribo no se caracteriza por una libertad compositiva como la del jazz, pero a veces he querido trasladar al lenguaje esa frescura e intensidad que caracteriza a la improvisación de los solistas. También cuido mucho el ritmo de las palabras, la cadencia de las frases, el encabalgamiento de los párrafos. Pero el paralelo es solo aproximado. Me explico: para escribir en forma equivalente a la de un músico de jazz habría que adoptar una prosa espontánea como la de Kerouac, estar dispuesto a romper las estructuras como Burroughs y dar rienda suelta a tu imaginación como hacían los surrealistas y Boris Vian (quien, por cierto, también tocaba la trompeta). Y, desgraciadamente, soy muy controlado. No me permito demasiadas libertades cuando escribo y trato de manejar las palabras con mucho cuidado, como si fueran piedras preciosas. Reescribo y corrijo mucho. Con suerte, consigo transmitir una sensación de sencillez y frescura, pero eso es solo una ilusión.
También haces periodismo. ¿Cómo te sienta el oficio?
Esencialmente, me he ganado la vida como periodista, pero llegué al periodismo por azar. Yo solo quería escribir ficción, pero como había estudiado literatura en la universidad y no quería dedicarme a la docencia, el periodismo se me abrió como una puerta oportuna.
Y comenzaste bastante joven…
Tenía veinte años cuando me invitaron a colaborar con un diario y, sin pensarlo mucho, me vi dentro, como si me hubieran enganchado en el ejército. No soy un periodista nato, pero sus principios y la disciplina me fueron muy útiles. Debo mi estilo en gran parte a sus enseñanzas. Además, me gustaba la vitalidad que demandaba el oficio. Un escritor debe pasar mucho tiempo a solas, y quizá eso sea lo más difícil de su trabajo; en cambio, un periodista está constantemente rodeado de gente y, por lo general, escribe rodeado de otros como él que también están golpeando sus máquinas (no te olvides que yo soy de una generación anterior a las computadoras) y que no tienen más pretensiones que redondear un texto que no haga ladrar al jefe de redacción o al editor. Lo que no me gusta es que el periodista, salvo excepciones, está signado por la actualidad. Eso es, a mi juicio, una limitación. Si te fijas bien, para un escritor el pasado y el futuro resultan más importantes y definitivos que el presente. Su espectro es más amplio.
¿Nunca te sentiste como un Mastroianni en La dolce vita?
Bueno, nunca fui periodista de espectáculos, aunque estuve bastante cerca de ese mundo. La ventaja de ejercer el periodismo es que conoces a gente de lo más diversa y que se te abren las puertas más insólitas. Cuando me inicié, todavía se hallaban en actividad algunos periodistas de la vieja guardia, que venían de la época del linotipo y las noches de bohemia. Yo era joven, y todavía tenía un buen hígado. Felizmente, supe irme a tiempo. ¡No quería correr el riesgo de convertirme en un Zavalita!
En cuanto a las chelas, siempre Cristal, ¿no?
Por supuesto, aunque soy hincha de la U.
¿Cómo es eso de que te la pegaste con algunos viejos beatniks?
¡Uf! Algo de eso he contado en un relato titulado “Viejo ángel de la medianoche”. Allí refiero un viaje a San Francisco, donde conocí a Ferlinghetti y a Corso. Fue una experiencia alucinante. Igual me ocurrió tiempo después, en Nueva York, donde pasé una noche con Allen Ginsberg, Peter Orlovsky y Gary Snyder. Siempre he sido un fanático de los beats y, cuando era más joven, no tenía tantos reparos en abordar a los escritores que admiraba. ¿Te imaginas? Anduve, aunque fuera fugazmente, con los patas del alma de Jack Kerouac y Neal Cassady. Fue lo máximo. Soy un fetichista literario, lo admito. Pero también soy plenamente consciente de que una cosa es el mito y otra la realidad. Varios de los beats tuvieron una existencia terrible. De cualquier modo, recuerdo lo feliz que fui cuando me lancé a la aventura del camino por primera vez, impulsado por el espíritu de Kerouac y su obra legendaria. Tenía diecinueve años y creía que no iba a morirme nunca.
Esta entrevista apareció publicada en el Nº 90 de la revista Asia Sur, en febrero del 2011. Tal vez algún día relate la historia de cómo se dio esta entrevista, que probablemente sea la más anecdótica de cuantas he realizado hasta el momento.