viernes, 22 de octubre de 2010

La Muerte en el Espejo y la Enfermedad Contemporánea


"La gran casa de putas en que han convertido
la vida no requiere decoración; lo único esencial
es que los desagües funcionen adecuadamente."
Henry Miller 

John Fante pensaba que todo escritor debía tener una enfermedad mortal, algo que condicionase su existencia poniéndola en una suerte de límite constante para nutrir el huerto de la creación literaria. Es una gran idea, no lo niego, pero quizá no sea necesario ir tan lejos: después de todo, los seres humanos (escritores o no) padecemos de una enfermedad mortal que, puestas así las cosas, es un gaje del oficio. Asi es señores: todos tenemos metido ese cáncer al que llamamos "vida". 
Imagino las sonrisas que me estará dedicando más de uno mientras lee estas palabras. Y lo reconozco: me las tengo bien merecidas. El que quiera voltear la tortilla que estoy sirviendo podría decirme: "Bueno, bueno... pero decir que la vida es una enfermedad es lo mismo que no decir nada, ya que al fin y al cabo eso es sólo tomar la muerte como el punto de partida del análisis". Y eso también es cierto. Lo que nadie podrá refutarme es que estoy en mi pleno derecho a partir de ese punto, ¿no?
Ahora bien, ¿por qué pintar la vida con colores peyorativos y llamarla "enfermedad"? ¿Por qué pensar en el ir viviendo como un ir pudriéndose, gastándose a cachitos en las esquinas, hasta que caemos en una tumba abierta y no decimos nada más? Llámenlo cuestión de carácter. Y, de paso, piensen un poco en lo que eso significa: que a la muerte, quizá, le falta un poco de presencia en estos últimos tiempos. 
Lo diré con todas sus letras: la sociedad contemporánea está demasiado tranquila tapándose los ojos. A lo largo de los siglos, lo que tendríamos que haber aprendido es que la gente nace, crece y, llegado el momento, muere. Ya lo digo: gajes del oficio. Pero parece que no, no hemos aprendido nada: todo el mundo vive como si al frente les quedase la eternidad, olvidada de que en cualquier momento podrían apagarse las luces. ¡Que es algo que no tiene nada de malo! Morir no está mal, no es un problema. Pero muchos no parecen muy dispuestos a aceptarlo. 
Hoy por hoy, la salud está totalmente sobrevalorada. La gente tiene una sed de vida de proporciones patológicas, y cada vez se paga mejor por la cantidad a despecho de la calidad. No tengo nada contra los que quieren llevar una vida sana, pero de eso a que vengan a tratar de venderla como lo único digno para un ser humano hay todo un salto. Guardarse las ganas y los placeres en vistas a una vida interminable es, creo yo, elegir quedarse con un concepto de vida que se alarga en vano. ¿De qué sirve una inmortalidad que no pase de ser un larguísimo tedio? Francamente, no lo sé. 
Hoy por hoy, son pocos los que reconocen la sonrisa de la muerte cuando se ven en el espejo. Y sin embargo está allí, siempre, manifestándose constantemente en cada uno de nuestros segundos, gestándose en cada uno de los latidos de nuestro corazón, corriendo por nuestras venas a medida que el cuerpo se gasta. "Ser para la muerte", decía Heidegger, es una categoría existenciaria que nos es propia, en la que podemos reconocer nuestra existencia auténtica. O eso que decía Joyce: que la muerte empieza con la reproducción. El problema no es que esto sea así; más bien, el problema empieza cuando nos horrorizamos por ello. 
Esto no siempre ha sido así, ni lo es en muchas sociedades. Hay quienes son plenamente conscientes de lo que les va a tocar, de lo que les está tocando. Para las civilizaciones antiguas, morir era parte necesaria del ciclo de la existencia, y de hecho se temía más al destierro o al deshonor que a la muerte (eso es lo que hace de la muerte de Héctor, una vez que toma consciencia de su situación, en La Ilíada, algo tan profundo). Quizá sea hora de preguntarse si tiene más sentido aspirar a una vida larga que a una plena. 
Algo parecido pasa en muchas sociedades que aún no han sido invadidas por el gérmen del miedo occidental a la muerte. En ellas, la muerte es algo natural, que sucede tarde o temprano, y que más que pena o temor debe generarnos un estado de contemplación, de reflexión, de memoria. Recuerdo haber pasado una Noche de Todos los Muertos ("Halloween", entre nosotros) en el cementerio de Antioquía, tomando unas cervezas con un grupo de amigos y con los lugareños. ¿Y qué se hacía? Muy simple: se hablaba de los muertos. Contando anécdotas, haciendo bromas o recordando sus gustos y carácteres, pero había memoria, y la muerte se hacía presente como algo natural, hasta positivo. 
Dejo estas ideas así, un poco en desorden, pero puestas en palabras. A lo mejor y alguien está de acuerdo conmigo en que uno de los mayores males que aquejan a nuestra sociedad es este volver el rostro a nuestra propia finitud. Hay una frase de Séneca que me parece que cae bien para cerrar esta breve reflexión, y que está, precisamente, en su tratado Sobre la brevedad de la vida: "A vivir hay que aprender durante toda la vida y, cosa que quizá te extrañe más, durante toda la vida hay que aprender a morir".  

La espectacular fotografía que corona estas palabras es de la serie In memory of the late Mr. and Mrs. Comfort, del magistral Richard Avedon.

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