domingo, 20 de junio de 2010

Carta de despedida a José Saramago



Don José:
Vivimos en un mundo demasiado ancho como para que la tristeza nos agarre desprevenidos. Y, sin embargo, este mundo es también demasiado angosto; tanto, que a veces hay que estirar mucho el cuello para poder sobresalir de entre las multitudes de rostros y tomar un poco (siquiera un poco) de aire -recuerdo que usted dijo en una ocasión que, hoy en día, era más fácil conocer Marte que dar un paseo por el barrio, o algo así. Lo bastante ancho como para que nada pueda sorprendernos, y sin embargo tan estrecho que hasta lo más pequeño, lo más ínfimo, lo más patético, es una caja llena de misterios: nos paramos a observar una rosa, y nos tenemos que resignar a no saber nada. Quizá (y sólo quizá) que nos hemos rendido ante la belleza. Grises y dorados, don José: grises y dorados. Demasiado me han enseñado los años como para entender que la muerte está en todas partes, corriendo por los campos, escalando montañas, echando migas a las aves de la plaza, haciendo cola en la estación, latiendo en cada uno de nuestros pechos que, segundo a segundo, se van descascarando, la mirada fija y ciega sobre la nada que nos aguarda en la diminuta panza de los gusanos; y, todavía, don José, me ha sorprendido su partida. Creo que nadie estaba listo para aceptar que usted era tan mortal como todos nosotros.
Recuerdo que llegué a sus páginas hace muchos años. Quince tenía yo la primera vez que abrí su Ensayo sobre la ceguera. Devoré el libro en unos pocos días, empujado por una suma de felicidad, pavor, éxtasis y fascinación que no dejaba de lado el morbo. Luego vinieron otros, verdaderas obras maestras como El evangelio según Jesucristo, algunos que me parecieron menos logrados (digamos Caín o La caverna). Pero, sin importar lo que yo pensase de alguna de sus obras, nunca pude dejar de reconocer ni su talento ni, mucho menos, su solidez espiritual (usted que es uno de los últimos hombres de los que podré decir con tanta firmeza que tuvo algo así como un Espíritu). Filosóficamente, teníamos desacuerdos; a usted le importaba mucho la política, que a mí no me importa ni en lo más mínimo. Y, sin embargo, creo que si nos hubiéramos sentado a charlar una tarde, no nos hubiéramos llevado mal. Quizá y hasta hubiera vencido mi timidez y mi pudor para leerle algo de lo que yo he escrito, mis abominables versos o un párrafo de mis despreciables intentos de novela. Me gusta creer que, quizá, no le hubieran parecido del todo indignos.
Sé que usted no va a leer estas líneas; sé, también, que usted no tuvo jamás ni la más remota idea de quién era yo (eso, al fin y al cabo, no puede importarle a mucha gente). Es lo de menos. Para mí, con haber sabido de usted, con haber leído sus libros y escuchado sus palabras, es suficiente. Pero no voy a dejarlo marchar sin ofrecerle mi agradecimiento, afirmar mi admiración ni dejar pasar un brindis en su nombre. Por usted, don José, mi copa en alto. Nosotros nos quedaremos con sus páginas, que son mucho más de lo que podría depararnos cualquier paraíso.

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