Mostrando entradas con la etiqueta Borges. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Borges. Mostrar todas las entradas

sábado, 30 de abril de 2011

Buenas noches, Sabato...


"El mundo nada puede contra un
hombre que canta en la miseria"
Ernesto Sábato 
La resistencia 
 
Hay hombres cuya muerte no es un mero hundirse en las sombras del silencio y la nada. Es verdad que, el día de hoy, nos ha abandonado el más grande novelista que nuestro continente -y aún nuestra lengua- hayan conocido en los últimos tiempos (tal vez en todos), pero es un abandono mínimo, casi circunstancial, gajes de ese oficio de vivir con el que todos nosotros tenemos que cargar para bien o para mal. Ernesto Sábato no ha muerto, sino que sólo se ha ido. Su voz no volverá a sonar en los crepusculares salones de su casa en Santos Lugares, pero seguirá entre nosotros, murmurando queda y serenamente, o levantándose como una voz de protesta, un grito desgarrador, una llamada de atención para que nosotros, los ciegos, los que no podemos ver lo que se alza frente a nuestras propias narices, reparemos en la violencia, la sordidez y, también, la belleza del mundo que nos rodea. 
Ernesto Sábato fue uno de los hombres que más íntimamente sintió el siglo que le tocó en suerte, en todas sus complejas (y, como bien lo supo él, idiotas) contradicciones. ¿Cómo conciliar el amor con el miedo, el arrepentimiento y el orgullo, la plena consciencia de la fatalidad y la esperanza, mientras el mundo se cae a pedazos? Él, con su impactante lucidez, notó de una vez y para siempre que la respuesta sólo podía ser otra pregunta: el eterno cuestionamiento que encarna la literatura. Sólo nos dejó tres novelas, y con eso le bastó para arremeter contra el canon y elevarse, así fuera secretamente, como una de las más altas figuras de nuestro panorama (y digo "una de las más" porque a su altura sólo hay uno más, que es Borges), de paso que el más impresionante, sólido y descarnado novelista que el confundido siglo XX, ese al que le cantaba Santos Discépolo, hubiera podido imaginar siquiera. Hombre de genio, de una cultura arrolladora y una agudeza intelectual que tal vez no admita comparaciones, Sábato nos ha dejado a los noventa y nueve años, después de casi cuarenta en los que se la pasó saludando a la muerte, invocándola en vano y, siempre, con la cabeza en alto. 
Como Pasolini, fue un lobo solitario que sabía de sobra lo terrible que podía ser en el fondo la humanidad, así como que era precisamente por eso que había que quererla. Eso es lo que reflejan todas y cada una de sus páginas, ya sea que hablemos de sus extraordinarias novelas o de sus agudísimos ensayos: una pasión inquebrantable, pero lúcida hasta el horror, llena de ganas de combatir y protestar, pero sin dar un brazo a torcer frente a las esperanzas vacías y, mucho menos, a la mera fiebre que deja la lucha. Una victoria, para él, no era otra cosa que un nuevo motivo para seguir adelante en esa guerra eterna que es el devenir de la propia vida, de esa existencia miserable y santa con la que nos ha tocado cargar como una cruz hasta el patíbulo en el que nosotros mismos la levantaremos para dejarnos morir al sol. Ligado directamente, y por vocación propia, con el existencialismo y el realismo crudo y onírico de Faulkner y Dostoyevski, arduo lector de literaturas ocultistas y gnósticas, Sábato nos quiso enseñar la realidad tal y como ésta se veía con otros tintes, oscura, terrible y hermosa. 
¿Bastan noventa y nueve años para enmarcar una vida tan absoluta, un genio tan devastador, una obra tan extraordinaria? No lo sé. Tal vez sea un error nuestro querer medir con calendarios normales aquello que está mucho más allá de nuestras posibilidades. Como decía al principio: Sábato ha muerto, pero sigue entre nosotros. Y el mundo debería estar agradecido por ello. Noventa y nueve años, sí, que no significan nada, porque a las palabras poco les pueden importar el paso de un tiempo absurdo. Lo importante para ellas es la vida, esa que todavía encuentran en cada uno de sus agradecidos lectores. Osea, nosotros: los que sentimos ese vacío en el pecho hoy, los que hemos temblado leyendo El túnel, Sobre héroes y tumbas o Abbadón el exterminador. Nosotros, que hoy sentimos, más que nunca, que un mundo que puede permitirse dejar morir a un genio de este tamaño no puede tener mucho sentido. 

Borges y Sabato: dos de mis mayores divinidades paganas.
 Siento la partida de Sábato con mucha fuerza... mucha más de la que esperaba. Para mí, fue casi un padre literario, un hombre cuyos libros he sentido tan íntima y crudamente como para no poder superarlos. Recuerdo la primera vez que lo leí: yo estaba en mis patéticos dieciséis años, y en el colegio nos iban a hacer leer El túnel. Mi madre, cuando se enteró, se emocionó tanto que me lo dio desde mucho antes para que lo leyera. El momento en el que abrí por primera vez esas páginas algo sucedió... (y es que la vida no puede ser igual después de leer a Sábato). Recuerdo febriles noches en las que me la pasaba leyendo una y otra vez los pasajes de ese libro extraordinario; noches en las que al fin me iba a dormir derrotado por el cansancio, sólo para despertar y volver a abrir el libro. Más o menos por esa misma época descubrí a Borges, y pronto me hice, también, con el libro de los diálogos que mantuvieron ambos escritores. En cierto modo, yo nací a los dieciséis, cuando descubrí a Sábato y a Borges. El segundo era de un barroquismo pulcro y un intelectualismo cálido que me fascinaron: un esteta impecable, que sopesaba todas y cada una de las palabras que iba ligando sobre el papel. En Sábato, en cambio, encontré algo muy diferente. Una prosa brutal, que hacía pensar en la vida más bien como una forma de agonía, a la que se le veían las venas, que respiraba como un ser vivo y que te agarraba de los huevos a cada vuelta de coma. Poblada, además, por personajes impresionantes, mucho más vivos que muchas de las personas de carne y hueso que conozco. Sentí a Juan Pablo Castel y a Fernando Vidal como confidentes y amigos; las angustias de Martín y de Bruno se calaban hasta mi médula, como si se tratase de personas muy cercanas; a Alejandra Vidal Olmos sigo amándola más allá de toda esperanza, volviendo a las páginas en las que habita cada cierto tiempo con la única intención de verla a la distancia. No son meros personajes de tres novelas excepcionales: son personas que respiran y sienten, que están realmente vivas, y a las que quiero sincera y profundamente. 
Sobre héroes y tumbas merece un apartado especial. Sólo dos lecturas han sido tan importantes, han marcado tanto en mi vida: la obra de Borges y el Apocalipsis de San Juan. Nunca admití que me lo prestaran siquiera: sabía que yo debía tener ese libro en mis estantes, mucho antes de haberlo ojeado siquiera. No creo que pueda volver a vivir algo parecido a esa primera lectura del libro de Sábato en lo que me queda de vida. ¿Qué les puedo decir? Fue una experiencia única, para la que casi no encuentro palabras. Ahora, leo ese libro una vez al año, con la esperanza de impregnarme un poco de su genialidad, tratando de aprender cómo se escribe, rogándole a gritos que me influencie. Aún recuerdo cómo, en mi primera visita a Buenos Aires, insistí en ir a pasear por el Parque Lezama, donde empieza la novela, esperando tal vez sentir en la nuca la mirada de Alejandra, sentado en el mismo banco en el que se sentó Martín, cerca de la estatua de Ceres. O, si quieren, es un libro que hace que uno recuerde que la literatura puede estar realmente viva, ser más real que este mundo insípido al que insistimos en llamar realidad. 
Nunca he podido estar de acuerdo con las críticas que casi todo el mundo hace de Abbaddón el exterminador, la última novela de Sábato. Es de una complejidad acojonante, y tiene pasajes que lo hacen a uno temblar de emoción y de pavor. A su lado, los juegos rayuelísticos de Cortázar y las macroarquitecturas de Vargas Llosa no son nada. Recuerdo, ahora, al borracho que ve un dragón rojo abriéndose paso en el cielo nocturno de Buenos Aires, a Bruno volviendo a casa para visitar por última vez a su padre que agoniza, a los hermanos que se aman en el secreto de la noche, a Martín y a Alejandra dándose un último beso a la luz de las farolas. No... no puedo estar de acuerdo con los que llaman a este un "libro menor". 

Maestro entre maestros, carajo...
Escucho un ruido que llega desde la cocina de mi casa. Vuelvo a la realidad: calor de fines de verano, resaca, dolor de espalda, boca reseca, Sábato muerto. No: una realidad así no puede tener mucho sentido. Eso es lo que Sábato nos ha enseñado: que detrás del cielo vacío sólo hay más y más cielo vacío, que no todas las contradicciones son un sinsentido, que la vida no se parece tanto a la vida como querríamos creer. Y que tal vez, y por eso mismo, vale la pena. 
Como verdadero testigo de un siglo, Sábato fue también un agudo crítico, un tipo que no se contentaba con unas pocas palmaditas en la cabeza, y que nunca permitía que sus dagas perdieran el filo. Como él mismo escribió en El escritor y sus fantasmas (uno de los mejores libros de ensayos que se han escrito): "El escritor de ficciones profundas es en el fondo un antisocial, un rebelde, y por eso a menudo es compañero de ruta de los movimientos revolucionarios. Pero cuando las revoluciones triunfan, no es extraño que vuelva a ser un rebelde". Fue el presidente de la comisión encargada de investigar las desapariciones durante el gobierno militar de Videla y sus secuaces (la CONADEP), y antes un empecinado crítico de Perón y sus chacales (entre ellos el furibundo López Rega). De joven fue comunista, y pronto crítico del comunismo. Nunca permitió que una ideología se fosilizara, y se esmeró porque tampoco lo hiciera en los otros. Tuvo famosas discrepancias y peleas con otros escritores, y sin embargo nunca dejó de declarar la admiración que sentía por muchos de ellos (dicho sea de paso, que pese a la intrincada relación que tuvieron durante muchos años, nadie debe haber admirado tanto a Borges como Sábato). Su lucidez y su agudeza crítica, así como su fuerza y temeridad frente a las verdades amargas, siempre me han hecho pensar en Sartre, en Pasolini y en Gore Vidal. Sábato, como ellos, pertenecía a esa extraña especie de genios que nacen muy de cuando en cuando, a los que el mundo teme como a lobos, aunque le hagan muchísima falta. Como bien escribió sobre él Guillermo Niño de Guzmán, "él, mejor que nadie, sabía que el sueño de la razón engendra monstruos". Por cierto, que hasta resulta gracioso pensar que su partida fue casi una última irreverencia, de paso que una última afirmación de lo que él simbolizaba, porque aconteció un par de meses antes de su centenario, ése que tantos esperaban.
Siempre lamentaré no haber podido conocerlo. Estuve muy cerca, pero su delicado estado de salud fue motivo suficiente como para no poder entrar en su casa. Fue en el 2008, cuando fui con mi buen amigo Mariano Peró (que me visitaba en Buenos Aires) a buscar su casa en Santos Lugares. Tomamos el tren en Retiro y nos bajamos en la misma estación cerca de la cual se suicidó Lucho Hernández. El paisaje era impresonante, y enseguida me hizo pensar en el ambiente que está en los libros de Sábato, como si su mera presencia hubiera contagiado al rostro de las calles. Fue un día de sensaciones intensas: de pie al frente de su casa, me costaba creer que estaba parado a escasos -muy escasos- metros de uno de los mayores genios vivos. ¿Realmente estaba él del otro lado de esas paredes? Costaba creerlo, pero era así. El muchacho que salió a recibirnos nos dijo que no, que lo sentía mucho, pero que iba a ser imposible entrar a conocer a Sábato -ni siquiera el papel de recomendación de Luis Jaime Cisneros que Mariano había traído de Lima pudo hacer el milagro. Pero no importaba: ya estábamos allí, y con esa sola memoria ya podía volverme tranquilo a casa. Fuimos a tomar un café cerca de la estación y volvimos a abordar el tren.
Aquí estoy yo, impactado por un mar de emociones encontradas, frente a la casa de Sábato, en el 2008.
Ahora que te has marchado, Sábato, las cosas van a seguir igual de tristes y absurdas que siempre. No puedo llorar tu muerte, porque hay algunos, como tú, para los que ese estado no es más que una etiqueta y una promesa de paz. Pero como tú mismo escribiste en tus diarios de vejez, "lo más hermoso de la vida es la gratitud", y es eso lo que quiero yo ahora: darte las gracias por haber hecho de mi vida, de este mundo que compartimos los hombres, algo diferente, por haber traído a habitar entre nosotros tantas páginas maravillosas. Por haber hecho de la literatura algo mucho más vívido y real de lo que nadie imaginó que sería nunca, por haber sido un tan buen padre literario y una figura a la cual admirar y querer seguir. 
La muerte, Sábato... ése es uno de los temas de los que más me hubiera gustado sentarme a conversar contigo. Porque supiste sentirla, entenderla y, a tu modo, quererla. Sé que ahora la agradeces, que para tí es la última victoria, esa que, al fin, te dará la Paz que nunca pudo darte el mundo. ¿Grabarán sobre tu tumba ese hermoso epitafio que inmortalizaste en Abbaddón el exterminador? Ese que dice: 

Ernesto Sabato
Quiso ser enterrado en esta tierra
con una sola palabra en su tumba
PAZ
No lo sé, y tal vez no importe. La guerra que quisiste librar a lo largo de toda tu vida continuará en las vísceras de nosotros, tus lectores. Tú, al fin, podrás descansar, satisfecho más allá de toda autocrítica (porque nunca te tuviste mucha compasión) de haber logrado tantas cosas, de haber cosechado tanto, y de haberte ganado no sólo la admiración, sino también el más sincero cariño de los que hemos tenido el placer de leerte. 
Mis palabras son torpes, lo sé. Es difícil tener la cabeza clara y tratar de ordenar las ideas cuando uno está sumergido en un estado emocional como este en el que me encuentro. Es difícil, además, hablar de todo lo que eres y has sido, de lo que seguirás siendo. Pero hago lo que puedo, Sabato, hago lo que puedo... Puedes tener por seguro que esta noche voy a levantar una copa muy en alto, más alto de lo que he levantado nunca una copa, para brindar por tu memoria. Y puedes estar seguro, también, de que otros imitarán ese gesto. 
Hoy es sábado (curiosa casualidad lingüística, casi se diría que has elegido el día a propósito), y no quiero dejar de cumplir con mi tradición musical sabatina. Así que la de hoy te va dedicada muy especialmente, Sábato, porque sé lo mucho que admiraste y sentiste esta canción, y porque todavía no encuentro formas suficientes de demostrar mi gratitud. Ahora ustedes, mis queridos lectores: una copa en alto, que hoy ha muerto un verdadero Genio. Hasta siempre, Ernesto Sábato. 

jueves, 6 de enero de 2011

Entre "Eros" y "Porné": el neblinoso límite de los géneros


Bien, bien... supongo que he atrasado esta publicación demasiado tiempo; y, en vistas a que he recibido una solicitud de que la haga aparecer de una vez vía correo electrónico, pues aquí la tienen: esta es la conferencia (o charla, o lo que quieran llamarle) que dí a fines del año pasado en la Facultad de Ciencias Sociales de la PUCP, titulada Entre "Eros" y "Porné": el neblinoso límite de los géneros. Lo único que debo advertir es que, en vistas al medio en que estoy haciendo la publicación, tan diferente a un aula en la que cuento con un proyector, he realizado algunas adaptaciones mínimas para dar más continuidad al texto. Pero no hay de qué preocuparse, porque los contenidos son los mismos: sólo he cambiado algunas formas (por ejemplo, por el hecho de que aquí no tengo cómo poner la escena de Calígula que puse como parte de mi charla) y he quitado algunos ejemplos gráficos que, en ese momento, pasé mediante un Power Point. Lo demás, está aquí, íntegro y sin censuras. Para quien lo disfrute, ahí va:

"Hoy, voy a dar vueltas en torno a un viejo problema, del que tengo por seguro que más de uno de los presentes habrá tenido que escuchar alguna vez, y es el de los consabidos géneros que implican, de alguna forma, cuerpos desnudos, sexo explícito o implícito y todo ese tipo de cuestiones relativas a lo sexual: obviamente, me refiero al erotismo y a la pornografía. Géneros que, dicho sea de paso, parecen ser opuestos para casi todo el mundo: mientras uno es “artístico”, se dicen, el otro es “vulgar”, “simplón” o “innoble”; mientras el primero busca expresiones de gran calidad estética o profundidad simbólica, al segundo le basta cualquier excusa, por más tonta que sea, para ponernos uno o dos penes y unas cuantas tetas (mientras más, mejor) al frente. Mi intención es la de dar una vuelta de tuerca a todo este rollo y, de una vez por todas, tratar de poner un nuevo orden a las ideas que nos formamos de todo lo que implican estas cosas.
            Y, para empezar con pie derecho esta charla, me gustaría aclarar un asunto. Podría hablar en términos de “erotismo” y “pornografía”, pero prefiero no hacerlo. En su lugar, voy a hablar de “lo erótico” y “lo pornográfico”. Que ni es lo mismo ni es igual, como pretendo demostrar en unos instantes. Antes, sin embargo, y para que no parezca que me salgo de la línea, dejaré en claro que, si “erotismo” y “pornografía” son los géneros, luego decir “lo erótico” y “lo pornográfico” es hablar de lo relativo a estos géneros.
            La pregunta que subyace a todo este rollo es bastante notoria: ¿qué es un género? Pero, para poder contestarla de la mejor manera posible, antes me gustaría pasar revista a algunos aspectos implicados. Bien, puesto todo esto sobre la mesa, paso a lo que quedó pendiente: las etimologías.
            ¿Qué significan las palabras “erótico” y “pornográfico”? La primera es más obvia: “Eros” es la palabra griega para el amor. Pero no cualquier amor, sino el Amor (con A mayúscula). Eros era, para los antiguos, una figura mitológica, divina. Los romanos le pusieron por nombre “Cupido”, y hay una larga tradición literaria que lo llama, sencillamente, Amor (Tirso de Molina en El burlador de Sevilla, por ejemplo). Lo cual es importante, porque en ese sentido “lo erótico” (o, si prefieren, “lo relativo a Amor”) compromete, sí, lo sensual y aún lo sexual, pero en un ámbito elevado, noble, hasta espiritual.
            La otra palabrita, en cambio, es arena de otro costal. “Porné” quiere decir, en griego, “prostituta”. Así, “lo pornográfico” vendría a ser, en su “espíritu” etimológico, “lo relativo a las prostitutas” o “a la prostitución”. Creo que queda más que claro que, una vez más, esto compromete lo sexual, pero en una forma muy distinta: vulgar, bajo, carnal.
            Si seguimos esta línea, llegaremos a una idea según la cual el ser humano se divide en dos partes. Una idea que de hecho ha sido expuesta por numerosos críticos, con Bajtin a la cabeza, y es la que reconoce una sección “superior” de una “inferior” del individuo. A la superior, la esfera “elevada” del ser, pertenece todo aquello que es racional, espiritual o, si quieren una palabra un poco más vieja, etéreo. Tanto lo estético como lo intelectual pertenecen a este ámbito del individuo. Del otro lado, a la sección inferior, la “baja”, pertenece todo aquello que sea relativo a lo carnal o corporal en su sentido más grotesco, por así decirlo: lo que se derive de lo genital, lo digestivo, lo fecal… Anatómicamente, el cuerpo se divide en dos partes: la cabeza (por lo menos de los ojos para arriba) y el resto del cuerpo, de la nariz y la boca hasta los pies. Separación que carga con un sentido geográfico, dicho sea de paso: la cabeza apunta (y por ende sirve de “puente”) hacia el cielo, a lo limpio y alto, mientras el resto del cuerpo desciende hasta el suelo, el polvo, la suciedad. O el infierno, podría agregarse.
            En este sentido, lo erótico y lo pornográfico tienen la función de excitar cada uno a su ámbito. En ese sentido, lo erótico vendría a ser una suerte de masturbación espiritual, tanto como lo pornográfico implica una masturbación corporal (literalmente). Cada uno de estos géneros tiene, pues, un objetivo que cumplir, sólo que uno es asumido como positivo o “noble” y el otro como negativo o “vulgar”, “sucio”. Lo que no significa otra cosa que esto: que cada una de estas formas tiene implicaciones y consecuencias prácticas.
            Claro que esta forma de definir los géneros es un poco tonta. Si estamos de acuerdo con ella, entonces reconocemos que las obras eróticas sirven para elevarnos intelectual o espiritualmente (si todavía podemos creer que tenemos algo parecido a un espíritu) y que el porno sirve para que pasemos un buen rato a solas, como quien dice, “haciendo manualidades”. El problema es que no nos dice nada acerca de qué demonios es una obra erótica y qué una pornográfica: así nos diga qué hacer con cada una de ellas, eso de poco nos sirve si no podemos reconocerlas.
            El gran problema de esta teoría de la interpretación (porque decir que una determinada obra tiene tales o cuales efectos sobre un espectador significa que éste la está interpretando) es que asume que el agente tiene un rol hermenéutico pasivo frente al objeto interpretado. Dicho en cristiano, que al espectador no le queda de otra que dejarse penetrar por la obra que está viendo, porque ella se define a sí misma. Pero esto es ridículo. El autor de cada obra, ciertamente, elige una serie de elementos para darle forma, pero esto no es más que la mitad del proceso. Una fotografía, una película o un texto no son nada más que un objeto físico si no hay alguien para interpretarlos. Y cada interpretación puede ser muy, pero muy distinta de las demás.
            Voy a proponer un ejemplo para hacer esto un poco menos confuso. Lo que voy a proponer a continuación es un breve análisis de la película que quizá haya causado más polémica en torno a los géneros en toda la historia del cine. Que es lo que se puede esperar cuando la productora de un director de cine erótico es una conocida industria pornográfica. Se trata de la película Calígula, dirigida por Tinto Brass y producida nada más ni nada menos que por Penthouse, la competencia de Playboy.
La pregunta clave ahora es: ¿por qué elegí esta película? Tan cargada de… ¿Pornografía? ¿Erotismo? No me cabe la menor duda de lo que todos los que la han visto estarán pensando: que se trata de porno y punto. ¡Y qué porno! Y eso es, precisamente, lo que me llevó a escoger esta película en particular. Calígula es una película que generó polémica desde antes de su estreno. Cuando Gore Vidal, el guionista (si alguno de ustedes ha leído alguna de sus novelas se dará cuenta de que es un nombre de peso) vio el resultado final de lo que él había escrito, pidió que su nombre fuera retirado de los créditos. Malcolm McDowell, al que seguro recuerdan por su papel en La naranja mecánica, tampoco estuvo muy contento. Ni el director, Tinto Brass (¡y eso que ha hecho otras películas bien subidas de tono!). Es decir: Penthouse había hecho de una película que fue concebida como una cruda reflexión sobre el poder y la condición humana una cinta porno; o, en todo caso, lo que los espectadores reconocerían como tal.
Y aquí hay una idea que yo creo que es fundamental. Si ven la película completa, notarán que la mayor parte de la película, que está llena de escenas de sexo, tiene un contenido que definitivamente va mucho más allá del clásico “sexo por el sexo” de la pornografía más descarada. Y sin embargo un amplio sector del público pensó, efectivamente, que se trataba de una cinta pornográfica.
Voy a tratar de ser un poco más claro. Les voy a contar una anécdota. La primera vez que yo vi esta película fue en casa de un amigo. Un día con un grupo de amigos le dijimos para verla, y él la puso. Sólo que el desgraciado adelantaba casi todas las escenas, y sólo dejaba las de sexo explícito. Nosotros, obviamente, nos quejamos, pero no hizo caso. Ahí fue que nos enteramos de que él jamás había visto la película completa. Y bueno, ya se imaginarán para qué le interesaba la película, ¿no? En fin, que como se negaba a prestarla, pues fui y me la compré. He visto Calígula muchísimas veces, y no sólo creo que es una gran película, de las mejores que he visto, sino que la considero una obra maestra del erotismo. Desde mi interpretación de la totalidad de la película, las escenas de sexo, por más explícitas o “pornográficas” que sean, van de la mano con un guión formidable y, así, pasan a ser una parte esencial del contenido, casi como un símbolo de lo que está diciendo la película: la corrupción del hombre por el poder, la voluntad como una sed de dominación y eso que el mismo Gore Vidal ha plasmado en otras de sus obras, que “el sexo es poder”, o una forma de dominación. Además, el caos de cuerpos revueltos que son las orgías en esta película, lo grotesco de las escenas sexuales, no hace otra cosa que jugar a favor de este tipo de lecturas: todo se sale de control, todo es sucio, la vida no es otra cosa que una lucha por el placer basado en la dominación… y así, en un larguísimo etcétera.
Tenemos, pues, dos interpretaciones distintas: una dice que Calígula es un porno; la otra, que es una cinta erótica. ¿Cuál es la correcta? Yo creo que ambas.
A ver, volvamos a lo que decíamos sobre la teoría de la interpretación. Antes hablábamos de una forma de entender la hermenéutica según la cual es el objeto interpretado el que se define por sí mismo, el que da sentido a sus propios contenidos, le guste o no al espectador. Y dije, también, que considero que esta es una forma incorrecta de entender la interpretación. Vale. ¿Entonces de qué se trata?
Esta teoría ha sido defendida, en la historia del pensamiento, sobre todo hasta inicios del siglo XX. Pero las cosas cambiaron mucho cuando hizo Heidegger apareció en el horizonte. Heidegger, de hecho, fue el primero en plantear que la interpretación (que, para él, es la interpretación que el ente que “es” hace de su propia condición de existente) recae tanto en las manos del propio agente interpretante como de aquello que conforma el mundo que lo rodea o, como él prefiere llamarlo, “mundo circundante”, donde se encuentran, entre tantas cosas, los “otros”. Pero la verdadera cima de la corriente hermenéutica fundada por Heidegger va a llegar con uno de sus alumnos, el genial Hans-Georg Gadamer.
 Repasemos: para la hermenéutica romántica, uno debe situarse dentro del contexto y los elementos del objeto interpretado para poder comprender, libres del peso de cualquier juicio previo, lo que ese objeto es por sí mismo. Pero Gadamer, con algo de lucidez, y sin muchas ganas de morder la almohada, dio vuelta a esta idea. Para él, plantear una fórmula de interpretación tan limpia es sencillamente imposible, porque uno no puede, por más que se esmere, abstraerse de esa forma del contexto (histórico, cultural, epistémico, biográfico o lo que quieran) en el que está metido. En otras palabras, que el agente, con todo lo que carga consigo, tiene un rol capital en la interpretación. En otras palabras, que no podemos evadirnos a nosotros mismos.
Pero ojo: esto no significa que “el hombre sea la medida de todas las cosas”, como decía Protágoras. La interpretación no es olvidarnos de nosotros mismos para dejar al objeto gritar sus verdades, pero tampoco se trata de amordazarlo para arrancar las conclusiones que se nos vengan en gana. Lo que propone la tradición hermenéutica de Gadamer, como la de Davidson, es más bien una suerte de diálogo entre el interpretante y lo interpretado, sin dejar de lado los contextos. Así, y como decía el mismo Gadamer, comprender algo es, necesariamente, comprender-se en ese algo. Y comprender es una forma de interpretar.
            ¿Qué delimita, entonces, el género erótico del pornográfico? Y, por ende, ¿qué demonios es un género? Creo que lo primero que tendríamos que hacer es romper un poco la idea de los límites. Siguiendo lo dicho hasta ahora, creo que puedo afirmar que los límites de un género no están delimitados por sí mismos: el género es, precisamente, una generalización, una categoría mental que nos permite organizar nuestras interpretaciones acerca de los objetos. Estoy de acuerdo con Gadamer en que estas interpretaciones tienen dependen tanto del objeto interpretado como del agente que lo interpreta. Y un género es resultado, precisamente, de una interpretación.
            Para ejemplificar un poco lo que digo, voy a citar un ejemplo propuesto por Borges. En una conferencia sobre literatura policial, Borges plantea que un género no es tanto una literatura como un lector. Borges, en este texto, nos pide que imaginemos a un lector particular, uno de ficciones policiales al que le dicen que el Quijote es una novela policial. Obviamente, tenemos que imaginar también que este lector hipotético no sabe nada sobre el Quijote, ni mucho menos ha oído hablar de Cervantes. Para él, el Quijote es un libro que podría haber sido escrito ayer mismo. Bien, el lector empieza a leer el Quijote y lo que se encuentra es esto. Cito lo que, según Borges, sería esta lectura: “En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, con una suspicacia especial.
            Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha…, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego… de cuyo nombre no quiero acordarme… ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino”. Lo que está proponiendo Borges es, a grandes rasgos, muy similar a la teoría de Gadamer (lo que es curioso, porque no parece que se hayan leído nunca). En fin, que lo que se propone es precisamente un diálogo entre el lector y el texto, entre el agente hermenéutico y el objeto interpretado. Lo que me interesa hacer notar sobre este ejemplo es que lo que determina el género (en este caso del Quijote) no es el texto mismo, sino la forma en que es leído. Y la palabra “es leído” implica que hay, necesariamente, un texto y un lector. Hablamos, entonces, de una apertura del género, ya que lo que se sigue de este “diálogo” o interacción es que hay, efectivamente, más de una lectura o interpretación posible y válida. Una tesis pluralista.
            Ahora volvamos a Calígula y a la historia que les conté. Aquí también hay dos interpretaciones diferentes: película pornográfica o erótica. ¿Con cuál nos quedamos? Pues sucede lo mismo que con el ejemplo del Quijote que nos propone Borges: si la apreciamos estéticamente, interpretando lo relativo al sexo como un símbolo o lo que sea, entonces pertenece al género erótico. Pero si hacemos como mi amigo y la utilizamos con otros fines (todo el mundo sabe de a lo que me refiero), entonces se trata de una cinta pornográfica, o por lo menos de una cinta con escenas pornográficas.
            Esto nos devuelve a una idea anterior: no la de lo “elevado” y lo “bajo”, sino la de las consecuencias de una interpretación, tanto en el nivel de lo práctico como en el de las creencias. La hermenéutica, necesariamente, se traduce en estas formas. Podríamos pensar, si no, en el director porno Andrew Blake: mientras unos resaltan la estética, las luces y simetrías que utiliza en sus películas, llegando a llamarlas “cine erótico”, y llamándolo a él "el Helmut Newton del porno", otros sólo están interesados en apuñalarse un poco el bajo vientre mientras las ven. Es decir, que una vez que nos formamos una idea de lo que es “erótico” y lo que es “pornográfico” generamos una creencia, y nuestras actitudes frente a los objetos que nos parece que podemos catalogar como pertenecientes a uno u otro género, dependerán de estas creencias.
            No digo que el patrón de comportamiento “masturbación – deleite estético” sea el que determine el género. Digo que éste, si va a ser determinado, tiene que serlo en base al tipo de lectura que hacemos del objeto interpretado. En este sentido, Eros puede ser una prostituta y Porné una diosa. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, lo que importa es que disfrutemos, cada cual a su manera, de estas obras maravillosas que hacen de la sexualidad y la sensualidad humanas su personaje principal, por suerte para todos nosotros. Muchas gracias."

miércoles, 14 de julio de 2010

La refutación del tiempo I


Los correos que he recibido de un tal Lucho González (más que atinados, y muy agradecidos por un servidor, dicho sea de paso, y para dejar en claro las cosas) me han jalado la vista, una de tantas veces más, a ese viejo problema con el que los hombres tendríamos que vérnoslas una y otra vez a lo largo del día, que es el del tiempo. Y vaya uno a saber: a lo mejor y tendríamos que escribir la palabrita con mayúsculas. ¿O no?
Hay una tradición filosófica muy vieja que ha tratado de refutar la existencia del tiempo, llamándolo "ilusión" de los sentidos o de la mente, o llamándolo mera nada, nihil, vacuum o lo que quieran. Recuerdo un ensayo muy bueno, bien estructurado, que Borges incluyó en sus Otras inquisiciones, titulado Nueva refutación del tiempo, donde construye un argumento fundamentado en las filosofías idealistas-escépticas de los empiristas británicos (Locke, Berkeley, Hume), sobre todo, para tratar de refutar la idea de que el tiempo es una entidad ontológica. De acuerdo con Borges, y siguiendo el desarrollo que él mismo hace de las teorías de los filósofos nombrados, el tiempo es sólo ilusorio en tanto que pertenece a un universo al que sólo conocemos empíricamente, y esto a través de nuestras sensaciones: estas últimas son todo lo real, y lo demás es mera ilusión. Para Hume, de hecho, ni siquiera podemos afirmar la existencia de un ego que perciba, pues éste sólo se conoce como "percibido por sí mismo", y en ese sentido está de pie sobre la nada (cf. Sartre, El ser y la nada).
Otro argumento al que puede recurrir el refutador del tiempo es al de la fugacidad. ¿Cómo va a existir ese Tiempo del que todos hablamos, si es inasible? Conocemos un presente que se nos escapa de las manos una milésima de segundo tras otro, por lo que en realidad no podemos decir que lo conozcamos; vivimos recordando lo que vamos viviendo, una vez que ha pasado, pero el pasado ya no está aquí, y por eso mismo lo recordamos; y el futuro es, siempre, una quimera de la que no podemos decir nada, salvo esperanzas y temores. El tiempo no existe porque no está en ninguna parte: nuestro ser defragmentado se arrastra por un laberinto de estados mentales que unificamos mediante ese concepto, fantasioso, llamado tiempo.
Refutar el tiempo es filosóficamente legal, y los argumentos sobran para todo el que quiera hacer la prueba. De hecho, recuerdo un razonamiento particular, practicado por Gosse en su Omphalos y por Ernesto Sábato en su Informe sobre ciegos, según el cual el Universo podría haber sido creado en cualquier momento, hace mil, ciento trece, veinte, o un año y medio; o hace dos minutos, o un segundo, pero que éste no fue creado vacío. En otras palabras, que se lo creó viejo, con millones de años de historia, ruinas de civilizaciones extintas, libros de miles de años de antigüedad y fósiles de megaterios repartidos por los continentes. ¿Y por qué no?
¿Y quién nos prueba que la Historia en realidad ha sucedido? No recuerdo quién se preguntaba (creo que fue Bertrand Russell, pero podría equivocarme, y si no es así sáquenme de mi error), siguiendo el estilo de pensamiento de Hume: "¿Y quién nos puede probar que Napoleón Bonaparte existió? Empíricamente, es imposible saberlo: no lo hemos conocido, ni nada. Sólo sabemos que fue un hombre que vivió hace mucho, que hizo tales o cuales cosas, pero esto es indemostrable, como su existencia", y de paso, como la existencia de tales y cuales cosas. Vistas las cosas desde este enfoque, hay muy poco que podamos saber en realidad.

Viene en preparación la segunda parte. De más está decir que, por cuestiones de epacio y ambiente, este tipo de reflexiones de matiz filosófico no son todo lo exhaustivas que debieran ser (un blog como este no me parece que sea lugar para tratados de ontología), así que en ese sentido lo siento, y me quedo tan campante y, Baco lo quiera, con una cerveza, que hoy ha salido un indemostrable sol en pleno julio limeño que me hace pensar muchísimo en los argumentos de Hume sobre la causalidad y la costumbre. Como decía, pronto la segunda parte, para dar vuelta a estos argumentos y probar un bocado del otro camino.

jueves, 17 de junio de 2010

Dino Buzzatti


Hace unos días revisaba los estantes de la librería de mi universidad (paso muchas horas a la semana revisando estantes en esa librería), y me llevé una alegría tremenda al toparme con unos libros de un autor que, defnitivamente, no me esperaba encontrar allí: no una, sino cuatro (o tres) novelas de Dino Buzzatti.
Y ahora la gran pregunta que se hará mucha gente: "¿Y quién coño es Dino Buzzatti?" Un autor al que el genio no le sirvió de nada para prevenir la mala pata. Porque la suerte no ha tratado bien a Buzzatti: pocos lectores lo recuerdan, y la mayor parte ni siquiera lo conocen.
Y, sin embargo, ese es uno de los tantos errores que el Tiempo ha cometido en su trabajo de editor. En algún momento del siglo pasado, Buzzatti fue un autor muy leído, que llegó a conocer el prestigo y la fama al mismo tiempo, y el mismísimo Borges incluyó una de sus novelas (El desierto de los tártaros) entre los títulos de su Biblioteca personal.
Debido a causas editoriales, yo casi no he tenido la oportunidad de leer a Buzzatti. El desierto de los tártaros lo conseguí hace unos años en Buenos Aires, en la primera visita que hice a la Argentina; luego, leí un cuento suyo, Los siete mensajeros, que Ernesto Sábato incluyó en uno de los dos tomos de cuentos que lo apasionaron. Y déjenme decirlo sin tapujos: Buzzatti huele bien, a crudeza, a pesadilla kafkiana. Con sólo haber leído esas dos obras ya tengo muy claro que Buzzatti es de lo muy bueno de la literatura italiana del siglo pasado.
Voy a faltar a mis costumbres y voy a comentar un poco más de lo debido una novela, El desierto de los tártaros. Porque el desierto es una buena forma de pensar en Buzzatti: una vastedad vacía, absurda porque no tiene nada, un absurdo aplastante, invasivo, cruel. Los personajes esperan todo el tiempo al enemigo, con los ojos puestos en el horizonte. Nunca se van: esa espera se ha convertido en el único motivo de sus existencias. No pasa nada. Y aquí me callo: dejo a los que puedan hacerse con el libro la tarea de sacar sus propias conclusiones.
Ahora, son casi las cuatro de la madrugada; cuando se levante el sol, tendré que haber dormido lo posible, porque tengo que estar en la universidad a las diez. Fuera, el silencio. Pienso en Buzzatti y sus personajes a la espera de algo que, están seguros, dará un sentido a esa forma de existencia, sin darse cuenta que la espera misma se ha convertido en todo lo que los mantiene con vida. Pienso en Kafka y sus laberintos sin paredes, como el desierto de Buzzatti. ¿Y con todos nosotros, qué? Todo sigue en silencio.

martes, 2 de marzo de 2010

Heavy Rain, un thriller ontológico


¿Frívolo? Hmmm... lo dudo mucho. Después de todo, no veo qué podría tener de malo traer a colación por estos lares un tema como este: un juego de Plasy Station. Y no cualquier juego de PS3, no: uno bastante peculiar que, a mi parecer, podría merecer algunos comentarios interesantes. Se trata de Heavy Rain, un juego realizado por Quantic Dreams y lanzado hace poco menos de un mes, y escrito y dirigido por David Cage. Resumiendo un poco, podría citarse la definición que dio su creador, Cage, para hablar del juego en cuestión: "a very dark film noir thriller with mature themes". Y, efectivamente, es así: Heavy Rain gira en torno a la historia de un asesino, el "Origami killer", que secuestra niños pequeños y los encierra para que mueran ahogados por la lluvia, mientras fuerza a los padres a realizar una serie de pruebas que deben superar si quieren descubrir dónde se encuentran sus hijos.
Lo más llamativo del juego, sin embargo, es su compleja propuesta ontológica, que es precisamente lo que más llamó mi atención. No se trata, en modo alguno, de un juego como los anteriores a los que un jugador pueda estar acostumbrado, sino que se presenta todo el tiempo como un "cinematic": el resultado es que el juego, visto por un tercero, parece más una película que cualquier otra cosa.
Puestas estas características sobre la mesa, pasemos a revisar los detalles. Heavy Rain cuenta con algunos elementos fascinantes en su construcción como universo ficcional, que le dan un valor literario inmenso. En primer lugar, la forma en que se percibe la historia, a través de cuatro personajes distintos (el padre de uno de los chicos, un detective privado, una reportera y un policía-psicólogo), cada uno de ellos con una psique y una serie de objetivos propios (o de lo que se llama en lenguaje dramatúrgico "móviles de acción"), lo que permite apreciar la historia desde cuatro perspectivas bien distintas, que bien pueden encontrarse u oponerse entre ellas.
Pero eso no es todo. La filosofía ha dado vueltas desde sus orígenes a las posibles leyes que rigen el acontecer de los hechos, desde los griegos (con su hado trágico, su pitagorismo y su Aristóteles) hasta las teorías de la contingencia de Richard Rorty, pasando por los sistemas y teorías de Hobbes, Vicco, Hegel, Comte y Kuhn. La problemática gira sobre todo en la vieja cuestión "causalidad-contingencia", y se cuestiona sobre si existe alguna ley rígida universal que guíe el correr de la historia o si, por el contrario, todo sucede en virtud al azar de la articulación de hechos aislados. Lindo rollo, sí. Luego, bien nutrido de todo esto, Borges empezó a jugar con las posibilidades, y convirtió el laberinto (en un sentido más temporal que espacial) en uno de los símbolos más constantemente ligados a su figura y a su obra.
Heavy Rain casi parece una alucinación borgeana. A cada momento del juego, uno puede llevar a cada uno de los personajes a tomar diferentes decisiones que, a la larga, afectarán no sólo en el final, sino también en el desarrollo de la historia. Y, al ligarse este desarrollo con el pasado de algunos de los personajes, también sobre el pasado, con lo que surgen algunas preguntas interesantes: ¿puede una decisión afectar el pasado además del presente? Visto desde esta perspectiva, el juego casi recuerda a esa fantástica película, Crímenes de la mente, que también parece arrancada de un trozo de la proyección de las fantasías de Borges. Y, como un gran laberinto de caminos que se bifurcan, las posibilidades y los sucesos de la trama del juego van cambiando y reordenándose a medida que los personajes van decidiendo hacer o dejar de hacer distintas cosas.
Esto fue, precisamente, lo que más llamó mi atención, y lo que hace que Heavy Rain tenga un lugar en el blog. Su construcción ontológica es una de las más originales y fascinantes que haya visto alguna vez en un juego, y definitivamente funciona muy bien con la trama de un policial, donde el espectador (llámese lector o jugador) se encuentra siempre en un estado de expectativa, tratando de adelantarse a los hechos, lleno de sospechas y de dudas. Quizá la falte pulir algunos de sus puntos, pero Heavy Rain es, más allá de sí mismo, todo un logro: la posibilidad de imaginar una forma distinta de juego, donde nada está dicho del todo, y donde la experiencia llega a ser profundamente literaria.

domingo, 21 de febrero de 2010

El ensayista Borges

 
Creo que nadie que lea con placer a Borges puede decir que su vida siga igual a como era antes de leerlo por primera vez: si ese ha sido el resultado, es que ha calado en el pobre e incauto lector todo ese complejo y, a menudo, recargado universo de símbolos, juegos, sonidos y bromas que es el suyo. Mi caso, por ejemplo: en aquel entonces, yo tenía quince ridículos años, era un gran lector de Tolkien, de Gerald Durrell, de Byron y de mis recién descubiertos Bukowski y Sábato. Y un día, un amigo me habló de un escritor argentino: me dijo que era un "filósofo", y que se llamaba Borges. No recuerdo muy bien todo lo que me dijo, pero sí la emoción que lo hizo, y me habló de dos cuentos que lo habían entusiasmado mucho: El jardín de los senderos que se bifurcan y Las ruinas circulares. Obviamente, yo enseguida me hice con una edición de Ficciones que tenía mi madre y no sólo me leí esos dos, sino que me devoré el libro. Poco después, volví a hacerlo; hoy, ya no sé cuántas veces he leído esa colección de cuentos, y no importa, porque sigo volviendo a ella cada cierto tiempo, nunca menos impresionado por un escritor de semejante genialidad (en algo estoy de acuerdo con Luis Jaime Cisneros: si tuviera que elegir una escasa biblioteca personal para sobrellevar mi existencia en una isla desierta, ésta tendría que incluir las Obras Completas de Borges).
Pero debo reconocerlo: si alguna vez hubo un tiempo en que leía los cuentos de Borges dos o tres veces cada dos meses, hoy los retomo una cada tres o cuatro; en cambio, con cada día que pasa, y desde hace ya cerca de dos años, me vuelvo cada vez más hacia sus ensayos: palabras precisas, escritas con un cuidado poético que llega a generar ternura y de una erudición que, más que como un desafío, se presenta como un placer. 
El ensayo fue, siempre, un género muy cuidado y cultivado por Borges. Sergio Pastormerlo, de hecho, ha llamado la atención en su libro, Borges crítico, acerca de cómo el único género que Borges cultivó a lo largo de toda su vida fue el ensayo o la crítica-ensayo, desde las revistas hasta los prólogos de su Biblioteca personal. Ahora bien: Borges no fue, definitivamente, el tipo de ensayista que se fijaba en los grandes temas y problemáticas de género típicas en muchos ensayistas, sino que la suya era una forma muy personal: fijar la vista en detalles, curiosos o banales, que convertía a través del análisis, la comparación y la cita en símbolos desde los que había que volver la vista con un lente nuevo hacia el tema elegido y, de paso, volver a leer el ensayo en cuestión, para notar todo lo que no habíamos notado cuando no sabíamos de qué iba Borges. De este modo, se renueva la lectura (a través de la relectura, claro está) y, de paso, se forma un diálogo con el lector, que ha sido cariñosamente burlado por Borges. Es por todo esto, el detallismo y sus pormenores, que siempre he pensado que Borges es un autor que no sólo nos puede enseñar a escribir, sino también a leer, a leer de verdad y en una forma genial, que convierte a la obra de arte en algo único, en cuyo análisis las cuestiones de género y teoría no pasan a ser otra cosa que buenas formas de pasar el rato, de divertirse y, como diría Borges, "ser feliz".
Un logro de Borges en este campo fue, pues, concebir al género ensayístico o teórico como un género de ficción (como él mismo decía, las ficciones de Leibniz, Descartes o Schopenhauer superan por mucho a las de Wells o Kafka). Y no lo decía a la ligera, sino pensándolo muy bien; tanto, que notó que el género ensayístico tiene una fórmula y, por ende, una estética propias, lo que significaba que un ensayo se podía escribir como un cuento. El resultado de esto fueron textostan geniales como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Pierre Menard, autor del Quijote o su Examen de la obra de Herbert Quain, que no pueden llamarse cuentos: son ensayos fantásticos, son parte de ese género del que Borges inventó una forma propia, la ficción.
Después de sumergirme en el mundo ensayístico de Borges, he descubierto que todos los otros textos pueden ser leídos "a la borgeana". Autores como Russell, Hegel, Leibniz o Wittgenstein abren puertas inimaginables cuando uno los lee de la forma en que Borges nos enseña a leer: fijándose en los detalles, atentos a la estética de las formas y las construcciones, interpretando y creando porque leer es una forma de crear. Leyendo con imaginación.

martes, 22 de septiembre de 2009

Una breve reflexión sobre el Infierno


Desde que tengo memoria, uno de los temas que más me ha apasionado es el del infierno. En mi infancia (entregada a un cristianismo patológico), me obsesionaba como destino probable del que, me figuraba, tendría que salvarme a través de la ética y sus reflejos en mis actos; luego, en mi juventud romántica, y a medida que empezaba a leer a Schopenhauer, casi llegué a desearlo con esa ansiedad que impulsa a los que quieren verse a sí mismos como poetas o como locos; finalmente, a medida que mis lecturas se fueron profundizando y mi fé se convirtió en objeto de la más concienzuda disección, advertí que la separación, geográfica u ontológica, entre Infierno y Paraíso no podía ser sino artificial: el juego de reversos no hace sino ocultar las equivalencias, y un segundo de éxtasis vale lo mismo para vislumbrar la gloria o el tormento. En todo caso, reconozco el Infierno como una realidad cotidiana, tangible y continua (como decía Camus, el apocalipsis sucede a cada instante). En otras palabras, el Infierno vive ya, más que entre nosotros, en nosotros, y luego, en todas las categorías existenciarias y ontológicas (disculpen el tono heideggeriano) que se desprenden de esto último.
Lo que quiero decir es que, bien visto, el Infierno ya se hace presente, segundo a segundo, a través del intento de tragicomedia que es, creo yo, la condición humana en su última instancia. Podemos atacar la cuestión desde la teología, si se quiere, pero lo cierto es que, de existir un dios, basta el que nos haya empujado a la existencia (sin preguntarnos siquiera) para afirmar que es, o puede ser, un segundo rostro del demonio, o apenas un titiritero sádico y morboso. Algunas sectas gnósticas defendieron que la Creación era obra de un dios cruel o imperfecto, y eso sigue siendo una posibilidad. Sartre (A puerta cerrada), mucho más apegado a una fenomenología tangible, señala que el Infierno son los demás, su "yo" consciente y reflexivo que, de alguna forma, nos juzga y limita, sin dejar de recordarnos lo que nosotros mismos somos en última instancia: poco más o poco menos que una nada, una mala pasada del azar. Para Borges (La duración del infierno), el verdadero efecto estético de lo "terrible" de la condena infernal radica no en su carácter espacial o fenoménico, sino en el temporal: la idea de un castigo eterno. Dante, el más famoso arquitecto de infiernos que recuerda la literatura, postula que, más allá de lo que suceda en los recintos subterráneos, el verdadero castigo que reciben los condenados, lo que hace del infierno un verdadero Infierno, es la carencia de Dios (vale decir, la conciencia de que no hay esperanza posible de salvación). Pasolini, como Sartre, relaciona el infierno más a las relaciones humanas (que nunca alcanzan el ideal planteado, sino que se ordenan de acuerdo al caos o a la dominación de unos sobre otros) y a la desesperación del individuo abandonado a sí mismo y a la consecuencia de sus actos (Teorema, Salò y Mamma Roma, respectivamente). Para Platón y sus seguidores (Plotino, sobre todo), lo más equiparable a un Infierno era esta vida terrenal: el saber que el alma estaba aprisionada por la carne impura.
Yo, por mi lado, estoy de acuerdo con unos más que con otros (Sartre, Pasolini y Borges me parecen irrefutables, cada cual a su manera); pero, dejando atrás este repaso, creo que lo importante es reconocer que, si hay un Infierno, este es absolutamente humano, sea o no un castigo o un error de alguna divinidad: tal y como están las cosas, vivimos atados a nuestros actos y decisiones. Nuestro Infierno son los otros y somos nosotros mismos, es nuestra libertad y su imposibilidad, es nuestra imágen en el espejo y lo que acecha cuando cerramos los ojos, es nuestro sueño y nuestra vigilia... es, en fin, y bien visto el asunto desde cierta perspectiva, el sabernos atados a la condición de la existencia. Y no hay que olvidarlo: el Infierno no deja de ser, pese a todo, y por este mismo juego de perspectivas, una forma de Paraíso.

martes, 25 de agosto de 2009

Borges


El día de ayer ha sido una de las fechas más importantes de cuantas guarda el año: entre el vino y la milonga, son ciento diez años los que se han cumplido desde el nacimiento de Jorge Luis Borges, ese escritor que, por sobre todos los demás, parece encarnar a la literatura misma en su forma más pura; ese hombre ínfimo que, sin embargo, supo volar más alto que los otros; el incomformista eterno que se detuvo a cada paso a reconsiderar sus dudas; el maestro de la ironía y la broma solapada; el infatigable lector y memorioso; el tejedor de laberintos, pesadillas y sueños.

Borges... Creo que pocos descubrimientos literarios han sido tan importantes en mi vida como el de Borges. Fueron sus ficciones, en un principio, las que me arrojaron a la imprudente decisión de estudiar la literatura; la sensación que me dejaba al cerrar sus libros era tan fuerte que, al final, no pude hacer otra cosa que empezar a escribir yo mismo. Ese año (lo recuerdo, fue el 2004), irrumpieron en mi vida de lector los libros de Borges y de Sábato, y nada fue, nunca más, lo mismo: una nueva tempestad, un nuevo torrente que iba de la furia a la mudez me arrastraron. Y es que Borges genera, de alguna forma, ese extraña religiosidad en nosotros, sus lectores, sin que nos quede otra opción que mirarlo desde abajo como a un enorme dios que murmura, evoca, sueña y, sin embargo, no deja de reírse de toda esa situación, porque se siente, él mismo, sentado por debajo de las rodillas de los demás (alguna vez, de hecho, me dediqué a razonar una hipótiesis según la cual Borges podría haber sido el verdadero creador del universo... pero esa es otra historia).

Y, pese a todo, ese otro Borges, el callado y melancólico, que se lamentaba de haber "cometido el peor de los pecados": no ser feliz. Luego, el zorro, el hombre de mente rápida que sabía siempre cómo manejar una situación complicada con la máxima elegancia y la más refinada de las ironías. Y el juego de espejos no parece detenerse nunca: miles de rostros van sumándose los unos a los otros para formar, al fin, el de un hombre que, acaso sin darse cuenta, construyó su propia leyenda, y que, de alguna forma, supo convertir al mundo mismo en uno más de sus juegos de creación y confusión.

Ernesto Sábato, que fue su máximo admirador, le dedicó algunas de las más bellas palabras a su muerte, y lo comparó con un tesoro del que, nos dice, todos los escritores argentinos han tomado su parte. Y los de todo el mundo, agregaría yo, porque hoy parece imposible esgrimir una pluma sin hacer una venia a Borges, ese hombre que es ya una suerte de símbolo que representa al universo mismo de las ficciones, al laberinto donde los creadores juegan a ser dioses. Disculpen si lo que escribo se hace confuso, pero es que no hay empresa más difícil que la de escribir sobre alguien tan grande y, ala vez, curiosamente ínfimo, que parece querer pasar desapercibido todo el tiempo... levantemos, mejor, los vasos y brindemos en silencio. Y, después, riamos, continuemos con esa comedia a la que llamamos vida y que Borges convirtió en la más bella de las literaturas. Salud.

miércoles, 19 de agosto de 2009

El inagotable Xul Solar


Creo que nadie terminará nunca de explotar la polifacética (y, si se quiere, poliédrica) personalidad de Xul Solar, un argentino que, en vida, parece haber sido de todo: poeta, astrólogo, traductor, vanguardista, humanista, políglota, ajedrecista (y "penajedrecista") y bromista, así como un prolijo inventor de juegos, idiomas y juegos de palabras que podían llegar a ser inverosímiles además de muy inteligentes. Hoy en día, sin embargo, se lo recuerda sobre todo por sus maravillosas pinturas, todas ellas fiel reflejo de su autor: excéntricas, tiradas de los pelos, profundas y magníficas.

Pero, ¿quién fue Alejandro Xul Solar? La pregunta no sólo es difícil de contestar, sino que creo que es imposible hacerlo con justicia. Porque claro, es muy fácil decir que Xul Solar fue uno de los máximos exponentes de la vanguardia pictórica argentina, al lado de otros como Schiaffino o Norah Borges (la hermana de Jorge Luis); que estudió artes en Europa, y que fue uno de los primeros en practicar las técnicas de los fauvistas y los cubistas de este lado del mundo... pero lo difícil es dar el verdadero paso: decir, cabalmente y sin rodeos, cuál fue ese Xul Solar que, como un titiritero, tiraba de los hilos de todas sus facetas y juegos, a la vez que de cada uno de sus trazos, entre la sonrisa y el llanto. Porque hay muchas máscaras, y, sin embargo, un rostro.

Jorge Luis Borges, que fue su amigo íntimo, dijo alguna vez de Xul Solar que él, a diferencia de todos los demás, no se contentaba con aceptar el universo: él vivía recreándolo a cada momento, modificándolo. Poco antes, lo compara con William Blake (aunque advierte que una figura como la de Xul no admite comparaciones), y dice algo que a mí me fascina, algo que inevitablemente me toca en lo más profundo: "Creo que uno puede simular muchas cosas, pero nadie puede simular la felicidad. En Xul Solar, se sentía la felicidad: la felicidad del trabajo y, sobre todo, de la continua invención".

Y, sin embargo, la felicidad no le impidió a Xul Solar abrazar cierta forma de melancolía: un desgarro que fácilmente advertimos como profundo, pero frente al cual se levanta esa especie de enorme Dios gnóstico que fue Xul Solar, para devorarla y convertirla en un nuevo juego, en una nueva forma de reinventar su mundo; también el nuestro, cada vez que nos paramos al frente de uno de sus cuadros, o incluso cada vez que nos volvemos a pensar en la figura y las obras de este hombre de genio tan original y único, tan desaforado y lúdico que no nos deja más opción que abrir mucho la boca y no decir nada en lo absoluto.

Incluyo aquí dos obras de Xul Solar: la primera lleva por títula Rua Ruini; la segunda, Vuel Villa.


domingo, 5 de julio de 2009

San Agustín por Heidegger


Borges afirmó en una conferencia sobre el tiempo que ningún hombre sintió ese problema tan profundamente como San Agustín: recuerda sus famosas palabras, cuando el filósofo medieval se pregunta qué es el tiempo: "Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro". Luego, continúa especulando en torno al problema del tiempo, volviéndose hacia muchos otros autores que lo trataron o ejemplificaron: Platón, Nietzsche, Schopenhauer, J. Bradley, Heráclito... siempre fiel a su genial estilo, a la vez erudito y tímido, con mucho de eso que los ingleses llaman "understatement".

Debo haber leído esta conferencia una veintena de veces; cada vez que la leo, sin embargo, hay una omisión que me molesta: Borges no recuerda, en ningún momento, a otro filósofo que sintió el problema del tiempo no sólo profundamente, sino que lo peribió como fundamental para la comprensión del carácter ontológico de los hombres: ese hombre es Martin Heidegger. (Borges, dicho sea de paso, no pudo omitirlo por ignorancia, pues se sabe, por una mención de su nombre en un ensayo sobre Bernard Shaw, que conocía algo de su obra).

Como lo dije antes, la cuestión del tiempo, para Heidegger, resulta fundamental en el desarrollo de conocimiento y de existencia de los hombres, en niveles ónticos y ontológicos, pues es aquél el que determina las posibilidades existenciarias de "ser en" el espacio, pues es en su devenir donde ha de darse la "cura" (sigo la terminología de la traducción de Gaos; sé que ha aparecido una más precisa, pero aún no he tenido ocasión de leerla), en tanto que es de la concepción que el hombre tiene de sí mismo como un ser temporal que surge la posibilidad de leer la existencia fáctica como un hecho "histórico" (en una línea de tiempo). Además, es en el "ser en el tiempo" que se da la noción de "ser en relación a la muerte", pues la muerte se concibe como un hecho que va a suceder necesaria y, si se quiere, fatalmente, en el futuro.

No sé si mi explicación ha sido clara o coherente: me resulta muy difícil resumir una teoría tan amplia, tan holista, como la de Heidegger; de todos modos, ésta está expuesta en Ser y tiempo; y, de momento, es sobre otra obra que quiero llamar la atención: el Fondo de Cultura Económica ha editado un libro titulado Estudios sobre mística medieval, de Martin Heidegger; éste reúne notas para clases y conferencias y se divide en dos partes: la primera es un análisis de las Confesiones de San Agustín: pocas lecturas he encontrado de una ternura tan fría y exquisita.

Como Borges, Heidegger intuyó que el problema fundamental, para San Agustín, era el del tiempo (una observación que, creo, nadie ha hecho hasta ahora: para contestar qué es el "Ser", Heidegger utiliza la misma respuesta que San Agustín cuando éste se pregunta sobre qué es el tiempo, claro que en una terminología mucho más técina y frívola: el "Ser", nos dice Heidegger, es ónticamente lo más cercano y ontológicamente lo más lejano). Compartiendo en gran medida esta preocupación, Heidegger se lanza a una exégesis de la obra de San Agustín capítulo a capítulo, utilizando la temporalidad como una herramienta de interpretación capaz que llena su análisis de un nuevo sentido, a la vez original y muy rico. Lo que quiero señalar, sin embargo, más allá de la teoría, es el goce que aguarda al lector en estas páginas. Un goce, vuelvo a repetir, frío y técnico, pero que se vuelve sutilmente profundo, cuando uno reconoce la intimidad con que el filósofo alemán trata el asunto. Así pues, les lanzo esta recomendación a todos los interesados; que las lecturas, al fin y al cabo, y aunque uno se arrepienta luego de ellas, nunca están de más.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...