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miércoles, 1 de junio de 2011

Lo que (no) podemos creer


Hace un tiempo, acompañé a mi ahijado (que hoy por hoy tiene dos años) al parque en el que se reúne con todos sus amigos (una pandilla pre-juvenil, vamos) a jugar por las tardes. Era, si mal no recuerdo, una tarde de día soleado, de esas en que el clima y la temperatura del ambiente resultan no sólo cómodas, sino hasta maravillosas, que es algo bastante extraño en esta ciudad que es Lima. Total, que yo me hice a un lado y me quedé observando a los chiquillos sin mayores acrobacias mentales, cuando de pronto me sentí profundamente interesado por uno de sus juegos: algunos de los niños se habían subido a un pequeño montículo que tenía un árbol en el centro e imaginaban ser piratas. El montículo, obviamente, era su barco; el pasto que lo rodeaba, el mar.
¿Quién no puede evocar una imagen parecida, si se digna a recorrer los angustiosos pabellones de la propia infancia? O bueno, los que estén al alcance del día de hoy, porque yo he olvidado buena parte de mi niñez. Pero eso es lo de menos: lo intrigante es cómo podíamos fingir con tanta honestidad que algo era una cosa que no lo era. Aunque "fingir" es una palabra injusta: bien dichas las cosas, habría que reconocer que "creíamos", seriamente, que un objeto podía y podía no ser otro objeto. Metidos como estaban en su juego, esos niños creían, realmente, que eran piratas que surcaban el ancho y peligroso océano en su magnífico navío, seguros al mismo tiempo, y con la misma convicción, de que no eran más que niños de pie en un montículo en la mitad de un parque, muy cerca de sus casas y de sus madres. Es más, ni siquiera es necesario ir tan lejos y meter la mano en nuestra memoria, porque todavía nos volvemos a esta espistemología del juego, donde dos creencias (aparentemente) contradictorias son igualmente ciertas. Si dejamos correr nuestra imaginación, dejando a un lado la vergüenza que pudiéramos sentir ante nuestra propia mirada, creo que cualquiera de nosotros es capaz de subirse a una piedra y "jugar" a que está de pie sobra la más alta de las montañas, en la luna, o surcando los siete mares en un barco que hace lucir una bandera negra y decorada con dos tibias y un cráneo. O, si prefieren un argumento definitivo, es exactamente lo que nos pasa cuando leemos un buen libro: que enseguida, y sin darnos cuenta, admitimos la creencia de que lo que nos narra es real, a veces hasta que es más real aún que el mundo al que regresamos después de cerrarlo. 
Esta gracia (llamada metarrepresentación, y que poseemos en virtud a que la ley de selección natural nos ha permitido desarrollar un lóbulo frontal en nuestros cerebros) es una de los detalles que más enriquecen nuestra experiencia del día a día. Básicamente, en esta misma capacidad de creer en sucesos "irreales" la que nos permite imaginarnos en situaciones posibles en el futuro, el pasado o aún en el presente. ¿Lo que se desprende? Por supuesto, los cuestionamientos más afilados del banquete filosófico: la relación entre creencia y realidad, la relación entre imaginación y facticidad, la pregunta por el fundamento de nuestras representaciones mentales y, de ahí, al problema mente-cuerpo (uno de los más tocados en filosofía de la mente), más un larguísimo y tal vez infinito etcétera. 
Por un lado, entonces, tenemos esto: un verdadero océano de posibilidades, de "juegos" en los que podemos (y, de hecho, lo hacemos, al punto que si no lo hiciéramos nuestra existencia sería una cosa bien distinta, y hasta quizá impensable) creer, en tanto que los asumimos, por un lado, como hechos, sin dejar de asumir, del otro, que no lo son. Vaya rompedero de cabeza, eh... 
A lo que trato de ir, en el fondo, no es más que a señalar un fenómeno fascinante, y es este: cómo tenemos, por un lado, la capacidad de creer en tantas cosas, ilusorias o no; y, del otro, tanto en lo que sencillamente creemos, aunque no debamos, o podamos en el fondo, hacerlo. Que este mundo en el que todos vivimos sea, a la vez, un sólido terreno de convicciones y un pantano en el que nuestros pies no hacen otra cosa que hundirse en el lodo de las dudas. Piensen en los tópicos más clásicos del tema: ¿qué es lo que la publicidad trata, realmente, de decirme o venderme? ¿qué es lo que está debajo de determinado discurso? ¿cuál puede ser el verdadero sentido de ciertas palabras cuando son pronunciadas en un determinado momento y a un público tal o cual? Y, sobre todo, ¿cómo podemos ser tan cándidos de creernos todo ese montón de payasadas?
Recitemos con Hamlet, entonces: "¿Creer o no creer? Ésa es, señores, la puta cuestión". En terreno filosófico, hay caminos para solucionar el rollo, empezando por la atribución de intencionalidad al agente emisor, entre otras. (Claro que, me dirá alguien, en rollo durrell-foucaultiano, esas soluciones son, también, palabras, signos articulados, discurso). Y, sin embargo, seguimos en la encrucijada, aún sin darnos cuenta de ello, de pie en ese tartamudeo que dice tanto que sí como que no, y hasta sonreímos y la pasamos como si todo este rollo fuera la fantasía de algún esquizofrénico y/o de algún filósofo. Supongo que, al final, las cosas son mucho más complejas de lo que los simples mortales quisieran, y mucho más sencillas de lo que los filósofos piensan. Y, como habrán notado, volvemos a la encrucijada, ésa de la que los seres humanos no podemos, por suerte, escapar del todo. Un sádico juego de niños grandes. 

lunes, 14 de diciembre de 2009

Ideologías, creencias... huevadas.


Todavía no termina de quedarme muy clara la historia ni sus consecuencias; sólo sé que han encerrado a unos estudiantes de ciencias de la Universidad Católica, acusados de hacer "apología del terrorismo", sólo porque, guiados por un reto de alguna de las estupideces que se organizan en la universidad, se pararon frente al palacio de justicia o de gobierno a aclamar al Presidente Gonzalo, como hicieran los senderistas en otros tiempos. Por si fuera poco, el polo de su facultad era de color rojo, así que imagínense...
Ahora bien, más allá de lo tonto que hay que ser para ir a pararse frente a algún edificio de entidad política con un polo rojo a aclamar al líder del grupo subversivo considerado, según las estadísticas, como uno de los responsables del período de terrorismo más violento de América Latina (porque los otros responsables fueron los militares), la historia es una buena excusa para reflexionar sobre otro punto, implícito pero constante, metido de lleno en el corazón de todo este malentendido.
Hablemos de palabras mayores; hablemos de Tolerancia. No recuerdo en este momento el nombre del judío al que mi tía fue a escuchar en una conferencia en Brasil, pero se trataba de uno que había sobrevivido a los campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Él, me contó mi tía, había dicho algo que, a mí, me dejó marcado: que si él se encontraba allí, hablando de lo que le había pasado, no era para alimentar el odio ni el rencor. Su mensaje era que no había nada más importante que la tolerancia: fue la intolerancia de unos la que ocasionó el terror de los campos de concentración, y la intolerancia es lo mismo, ya venga de unos o de otros; y siempre ofrece una bandeja llena de conclusiones terribles. Ahora repensemos el caso de los estudiantes y su malentendido... al punto al que quiero llegar es: ¿realmente hay que castigar la defensa de una ideología, por más irreverente, políticamente incorrecta o peligrosa que sea? Todos tienen derecho a elegir sus propias creencias (en la medida en que nos lo permite la constitución social y relacional de nuestra forma de ser), y el tipo de izquierdismo que propone Sendero Luminoso, por más que yo sea un opositor, me parece que merece, como tal y filosóficamente hablando, tanto respeto a su existencia como la democracia, la derecha o la izuierda tolerante (de todas las cuales yo descreo).
Pero no he venido a hablar de política, no: he venido a llamar la atención sobre un par de puntos de esta historia. Filosóficamente hablando, una ideología vale tanto como cualquier otra: los juicios de "bueno" o "malo", "mejor" o "peor" son posteriores, y corresponden a un discurso elaborado por la moral reinante (Cf. Gramsci, Pasolini, Foucault), que sin embargo también comete sus "pecadillos" por ahí (la violencia secreta del Estado, el SIN y demás, todos esos "males necesarios"). El problema radica en la construcción de nuestra perspectiva moral, que no depende del todo de nosotros, y de la intolerancia que nos pueda contagiar (porque si yo, que descreo de casi todo, creo en algo, es en la tolerancia como un principio vital y necesario). Recordemos Inglorious Basterds, la última película de Tarantino, y una de las reflexiones que nos ofrece: ¿no es la violencia, el terror, lo mismo en todas las manos, y sin importar qué ideología la sustente? Yo creo que sí. Y así como defiendo el derecho de Abimael Guzmán en publicar su libro si así lo quiere, creo también que todo el mundo tendría que tener el derecho a expresar sus creencias y sus esperanzas, nos guste o no: si no puede hacerlo, eso es censura, y yo detesto la censura.
Se trata, pues, de no sólo medir los riesgos de ciertas creencias, sino de tomar en cuenta los riesgos de las otras, las que la gran mayoría sigue o sostiene. Al final, tengo que decirlo, no creo que las ideologías y las creencias sean otra cosa que la gran huevada puesta con mayúscula y entre comillas para que alguien pueda aplaudirles (e incluyo mis propias creencias en esta consideración). En el fondo, no hay órdenes ni preferencias absolutas, y estamos todos abandonados en un desierto sin dios, ni patria, ni ley para hacer lo mejor que podamos para no matarnos y sobrevivir lo mejor que se pueda todos juntos. Pero, ya que aceptamos el juego, juguémoslo bien, respetando.

P.d. Sepan disculparme todos mis lectores por haber tenido que tocar un par de temas aparentemente políticos (en realidad, todo lo he discutido desde el terreno filosófico), o, en fin, por "ponernos serios", pero es que a veces hay que decir un par de cosas para que algo de gente pueda notar el trozo de baobab que tiene entre los dientes.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Saramago vuelve a las andanzas


Inagotable: como escritor, como crítico y como "detective" de ciertas realidades del espíritu, José Saramago es, sencillamente inagotable. En cada una de sus novelas (las que he leído, claro está) he tenido siempre la oportunidad de lanzarme a una suerte de aventura extraña, donde la acción se toma en un universo ambiguo que, más que nada, parece reflejar al nuestro desde un perfil de 45 grados, mostrándonos otra perspectiva de la misma realidad. Y, como todos muy bien lo sabemos, a Saramago le gusta explorar el universo de lo religioso: no en vano recuerdo El evangelio según Jesucristo como una de las novelas más fascinantes de cuantas he tenido la suerte de leer, y definitivamente de lo mejor de la summa narrativa del escritor portugués. La polémica es sólo una consecuencia necesaria que, por cierto, Saramago parece disfrutar enormemente (no sólo en materia religiosa, sino también política, ¿o ya olvidamos la rencilla con Berlusconi?); pero vamos, ¿quién no disfruta de una buena polémica, de cuando en cuando? Además, como las enfrenta con una sonrisa llena de ironía, sus opositores no tienen mucho que decir. Recuerdo, de hecho, haber tenido una polémica yo mismo con un sacerdote, amigo y profesor mío, en Buenos Aires en torno a esta novela. Teníamos que escribir un ensayo sobre el personaje de Jesús en alguna obra literaria... y yo, claro está, elegí la de Saramago. El resultado fue genial: un muy bein templado debate con el profesor (sin resentimientos y con el mejor actitud del mundo por ambas partes) y, después, la acusasión de ser una suerte de "anticristo" y, de todos modos, un hereje por parte de los más beatos de la Universidad Católica de Argentina. Como decía, ¿quién no disfruta de algo así?
En fin, que ahora Saramago vuelve a la carga, como todo el mundo lo sabe, con una novela titulada Caín. Ya llueven los ataques, y Saramago no hace más que sonreír, victorioso. Recién leí que, entre otras cosas, lo acusan de hacer lecturas muy superficiales de la Biblia, e ignorando la exégesis aceptada por las Autoridades... como si eso importara. Si Saramago ha dicho que la Biblia es un tratado de malas costumbres, ¿acaso se equivoca? ¡Claro que no! Todo el mundo con dos dedos de frente puede reconocer que la Biblia, y sobre todo el Antiguo Testamento, está llena de malas costumbres. (Desde cierta interpretación, la propuesta ética del Nuevo Testamento también es inmoral, por ser patética, una moral para "débiles" y "enfermos". Hablo, claro está, de Nietzsche, al que no le falta razón en muchos de sus puntos). Pero el gran problema del cristianismo medievalista sigue repitiéndose: no pueden dejar la ceguera de su dogma, ni mirar más allá de lo que les han dicho que les está permitido hacerlo, sin que ellos pregunten siquiera.
Regresando al bueno de Saramago y a su última novela, de más está decir que no puedo esperar para tenerla entre mis manos y leerla. Además, el que retome los temas bíblicos (que ya sabemos que maneja con una maestría única), toma una de las mejores partes, que es la de Caín, de la que han nacido tantas cosas (ciertas teorías gnósticas, algunos tópicos literarios de lo más llamativos, un drama de Byron que José María Valverde ha considerado su máxima composición, etc). Dicho todo esto, solo me resta resignarme a la espera hasta que el libro llegue a mí. Y, claro está, brindar por José Saramago, siempre tan genial. ¡Olé!

miércoles, 26 de agosto de 2009

Los gallinazos de Barranco


¿Qué es una ciudad? Es el caótico conglomerado de edificios, calles y plazas; es la gente que va dejándose la vida por sus aceras; es la historia que, a lo largo de los años, la ha fundado, recorrido y transformado en lo que es a cada instante. Y, sin embargo, hay algo más, que nadie comenta, pero que siempre hace sentir su profunda y a menudo ambigua presencia: el sentimiento que nos invade mientras esperamos en una esquina a que el semáforo cambie; la suma de recuerdos que evocamos a medida que atravesamos sus avenidas y recodos; cierto olor y cierto sonido; el torrente de las muchas sangres que han corrido sobre su concreto; la jerga, el grito y el silencio; el color del que se tiñe la bóveda de cielo que la cubre; y, sobre todo, un infinito y a menudo inverosímil arsenal de símbolos que se elevan como banderas tarde tras tarde y noche tras noche, aunque no seamos conscientes de la vida que late detrás de sus siluetas.
Pero hablar de ciudades es, ya, casi una abstracción: los Palermo, Boca, San Telmo, Santos Lugares, Chacarita, Belgrano y Recoleta de Buenos Aires son, por sí mismos, universos distintos; en el caso de Lima, tenemos una suma de mundos distintos sólo dentro de un distrito como Miraflores. Pero yo quiero hablar de otro universo, suerte de paraíso e infierno donde vagan las almas como en un purgatorio: es decir, de Barranco, del incierto y casi imposible Barranco; y, de entre todos sus símbolos, a menudo sórdidos e impensables, quiero rescatar uno que a mí me parece fundamental: el gallinazo.
Si el gallito de las rocas es el ave nacional del Perú, el gallinazo tendría que ser nombrada el ave distrital de Barranco. Imagino que, como yo, más de uno se habrá detenido, alguna vez, a admirar la silueta de los gallinazos recortándose contra el cielo plomizo que cubre las calles barranquinas; o, sino, el contorno de su perfil resaltando sobre los naranjas y dorados del ocaso mientras permanecen posados sobre los techos y las cruces de las iglesias, como un sueño de Baudelaire; de alguna forma, estas aves representan todas esas contradicciones aparentemente imposibles de armonizar que es Barranco: la sordidez y la majestuosidad, la suciedad y la belleza, la noche y la resaca, la agonía y el frenesí, la vida que persigue a la muerte siquiera para devorarla.
Yo no sé si alguien entiende por qué digo todas estas cosas; más de uno pensará de deliro, o que sencillamente hablo porque tengo boca; y, sin embargo, creo que puedo permitirme aquí un par de confidencias que, espero, ayudarán a que entiendan cuanto digo, así como la profundidad de sentimiento y convicción con la que lo hago. La primera es la evocación de una nostalgia: yo pasé todo el año pasado (2008) lejos, en Buenos Aires, y, entre las muchas cosas que extrañaba de mi país, un día me descubrí extrañando avistar en el cielo o sobre los postes a los gallinazos, como centinelas resignados a una existencia que linda entre el patetismo y la magnificencia. Luego, a medida que pasaban los días, la añoranza de aquellas aves negras y, creo yo, hermosas pese a su difícil estética, no hizo sino aumentar, al punto que, cuando volví al Perú y avisté a mi primera bandada de gallinazos, poco me faltó para que se me soltasen un par de lágrimas de emoción.
La segunda confidencia que quiero hacerles es una vivencia bastante específica. Yo tendría unos quince o dieciséis años, y estaba sentado en mi techo a eso de las tres o cuatro de la madrugada. Reinaba un silencio que sólo cortaban los chirridos de los grillos y, de pronto, oí algo distinto, un fragor de algo que estaba entre el gorjeo y el graznido, y entonces los avisté: una bandada enorme de gallinazos atravesaban el cielo verdoso de la madrugada limeña. No sé cuántos serían, pero a mí, en ese momento, me parecieron más de un centenar. De sobra está decir que viví ese momento como una suerte de éxtasis casi místico, al punto que la imágen no se ha borrado de mi cabeza en todos estos años, y todavía soy capaz de evocarla como si la estuviese viviendo nuevamente. Sentí que era el testigo de un hecho único y superior, tal y como se habrá sentido Moisés al ver la zarza ardiendo sin consumirse. Desde esa noche, nunca volví a ver a los gallinazos con los mismos ojos.
El gallinazo, pese a que la mayoría lo tilde de feo y sucio (yo, como creo haberlo dicho ya, no comparto tal opinión), es de alguna forma algo significativo y lleno de sentido: un símbolo con reminiscencias extrañas, casi oníricas y, sin embargo sucias y carnales, llenas de polvo y letargo. Digo todo esto a sabiendas de mi propio escepticismo, pero recalcando ese tono religioso y desengañado que, por lo demás, los mismos gallinazos inspiran. Si no existe un sentido último, al menos existen símbolos que podemos llenar de un sentido distinto, terrenal y humano, que de antemano niega e insulta a los dioses, escupiéndoles en la cara. Eso son nuestros gallinazos, posados sobre las cruces dobladas de una iglesia en ruinas, centinelas de todos los ocasos.

lunes, 24 de agosto de 2009

Los gallinazos de Barranco

¿Qué es una ciudad? Es el caótico conglomerado de edificios, calles y plazas; es la gente que marcha por sus aceras; es la larga historia que, a lo largo de los años, la ha fundado, recorrido y transformado en lo que es a cada instante. Y, sin embargo, hay algo más, que nadie comenta, pero que siempre hace sentir su profunda y a menudo ambigua presencia: el sentimiento que nos invade mientras esperamos en una esquina a que el semáforo cambie; la suma de recuerdos que evocamos a medida que atravesamos sus avenidas y recodos; cierto olor y cierto sonido; el torrente de las muchas sangres que han corrido sobre su concreto; la jerga, el grito y el silencio; el color del que se tiñe la bóveda de cielo que la cubre; y, sobre todo, un infinito y a menudo inverosímil arsenal de símbolos que se elevan como banderas tarde tras tarde y noche tras noche, aunque no seamos conscientes de la vida que late detrás de sus siluetas.

Pero hablar de ciudades es, ya, casi una abstracción: los Palermo, Boca, San Telmo, Santos Lugares, Chacarita, Belgrano y Recoleta de Buenos Aires son, por sí mismos, universos distintos; en el caso de Lima, tenemos una suma de mundos distintos sólo dentro de un distrito como Miraflores. Pero yo quiero hablar de otro universo, suerte de paraíso e infierno donde vagan las almas como en un purgatorio: es decir, de Barranco, del incierto y casi imposible Barranco; y, de entre todos sus símbolos, a menudo sórdidos e impensables, quiero rescatar uno que a mí me parece fundamental: el gallinazo.

Si el gallito de las rocas es el ave nacional del Perú, el gallinazo tendría que ser nombrada el ave distrital de Barranco. Imagino que, como yo, más de uno se habrá detenido, alguna vez, a admirar la silueta de los gallinazos recortándose contra el cielo plomizo que cubre las calles barranquinas; o, sino, el contorno de su perfil resaltando sobre los naranjas y dorados del ocaso mientras permanecen posados sobre los techos y las cruces de las iglesias, como un sueño de Baudelaire; de alguna forma, estas aves representan todas esas contradicciones aparentemente imposibles de armonizar que es Barranco: la sordidez y la majestuosidad, la suciedad y la belleza, la noche y la resaca, la agonía y el frenesí, la vida que persigue a la muerte siquiera para devorarla.

Yo no sé si alguien entiende por qué digo todas estas cosas; más de uno pensará de deliro, o que sencillamente hablo porque tengo boca; y, sin embargo, creo que puedo permitirme aquí un par de confidencias que, espero, ayudarán a que entiendan cuanto digo, así como la profundidad de sentimiento y convicción con la que lo hago. La primera es la evocación de una nostalgia: yo pasé todo el año pasado (2008) lejos, en Buenos Aires, y, entre las muchas cosas que extrañaba de mi país, un día me descubrí extrañando avistar en el cielo o sobre los postes a los gallinazos, como centinelas resignados a una existencia que linda entre el patetismo y la magnificencia. Luego, a medida que pasaban los días, la añoranza de aquellas aves negras y, creo yo, hermosas pese a su difícil estética, no hizo sino aumentar, al punto que, cuando volví al Perú y avisté a mi primera bandada de gallinazos, poco me faltó para que se me soltasen un par de lágrimas de emoción.

La segunda confidencia que quiero hacerles es una vivencia bastante específica. Yo tendría unos quince o dieciséis años, y estaba sentado en mi techo a eso de las tres o cuatro de la madrugada. Reinaba un silencio que sólo cortaban los chirridos de los grillos y, de pronto, oí algo distinto, un fragor de algo que estaba entre el gorjeo y el graznido, y entonces los avisté: una bandada enorme de gallinazos atravesaban el cielo verdoso de la madrugada limeña. No sé cuántos serían, pero a mí, en ese momento, me parecieron más de un centenar. De sobra está decir que viví ese momento como una suerte de éxtasis casi místico, al punto que la imágen no se ha borrado de mi cabeza en todos estos años, y todavía soy capaz de evocarla como si la estuviese viviendo nuevamente. Sentí que era el testigo de un hecho único y superior, tal y como se habrá sentido Moisés al ver la zarza ardiendo sin consumirse. Desde esa noche, nunca volví a ver a los gallinazos con los mismos ojos.

El gallinazo, pese a que la mayoría lo tilde de feo y sucio (yo, como creo haberlo dicho ya, no comparto tal opinión), es de alguna forma algo significativo y lleno de sentido: un símbolo con reminiscencias extrañas, casi oníricas y, sin embargo, sucias y carnales, llenas de polvo y letargo. Digo todo esto a sabiendas de mi propio escepticismo, pero recalcando ese tono religioso y desengañado que, por lo demás, los mismos gallinazos inspiran. Si no existe un sentido último, al menos existen símbolos que podemos llenar de un sentido distinto, terrenal y humano, que niega a los dioses de antemano. Eso son nuestros gallinazos, posados sobre las cruces dobladas de una iglesia en ruinas, centinelas de todos los ocasos.

sábado, 25 de julio de 2009

De Dualidades y Dioses: una reflexión onto-teológica


"¿Comedia o tragedia? ¿Qué aspecto elegimos, viejo? La verdad es que a partir de nuestras penurias se puede hacer cualquiera de las dos cosas".
Lawrence Durrell
Monseur


Una mala manía de los hombres (acaso de las peores) ha sido, siempre, la de dar un valor ontológico propio a lo que no es sino un juicio calificativo, una etiqueta. Bueno o malo, bello o feo, positivo o negativo... La pura verdad es que las cosas, por sí mismas, no se hacen tantos problemas: sencillamente, "son". Por eso la cita de Durrell que he incluído arriba: la vida no es tragedia ni es comedia; es ambas cosas y ninguna. ¿Qué trato de decir? Que no es ninguna de esas cosas, porque "vida" es apenas una palabra sin contenido, que trata de aprehender la realidad temporal del existente hasta su neutralización, es decir, hasta su muerte, cuando la categoría de "ser" deja de tener vigencia. A los que estén familiarizados con Heidegger y con Jaspers, todo esto les sonará como un cuento conocido, y lo reconozco desde el principio. Mi forma de pensar en lo tocante a este punto les debe no sólo mucho, sino casi todo, a ellos y a Sartre. Puestas en claro las influencias y autorías, sigo adelante.

He dicho, también, que es ambas cosas. Bueno, pero este "es" en particular es bastante complejo... porque de acuerdo, la vida "es" algo en tanto que nosotros dotamos al término su sentido, y necesariamente nos formamos un concepto de lo que es la vida. Pero, ¿tragedia o comedia? Bonita dialéctica, ¿no?

Basílides y sus seguidores hicieron propia la tradición gnóstica que divide a la divinidad en 365 dioses; el primero, el único realmente Perfecto y Total llevaba el nombre de "Abraxas", y era, a la vez, Dios y Demonio, reunión de Bien y de Mal en equilibrio y concordancia. Es decir, que los basilideanos negaron el dualismo bien-mal que tanto perturba a la mayor parte de las religiones, entre ellas al cristianismo del que surgió el gnosticismo. No hay una división como la que describe Dante entre Cielo e Infierno, ni es Dios el sumo bien como lo defiende Descartes. Bien pensado el asunto, ¿puede un ser absolutamente bueno ser perfecto? ¿No tendría que ser la perfección la Totalidad absoluta y ordenada? Eso era Abraxas, precisamente.

Tenemos que ser conscientes de la posibilidad de que Dios, suponiendo que exista, no sea lo que nos dicen que es. Basta suponer a Dios capaz del más mínimo acto de maldad para que toda la creación y cuanto comprende se convierta en algo menos que un mal chiste. Tomando esa posibilidad en cuenta, cambian los valores de todo, y nuestra vida puede ser una tragedia (una lenta agonía que sólo espera a la muerte) y una comedia (por su patetismo) al mismo tiempo y sin que una condición excluya a la otra.
Claro que todo esto no es más que otra suma de palabras: si decimos que un dios es suma de bien y mal, presuponemos una categoría ontológica para ambos, lo que los convierte en algo más que un juicio relativo o intersubjetivo. "Perfección" es otra de estas palabras que resulta muy fácil utilizar, pero no tanto definir. De todos modos, no está de más dar un par de vueltas al asunto y cuestionarse un poco acerca de qué tan firmes son los pilares que creemos lo suficientemente sólidos para sujetar nuestras vidas, nuestra seguridad y nuestras creencias. Al fin y al cabo, existir es construir y destruir constantemente lo que vamos siendo (es decir, dejando de ser): la existencia, como defendió Jaspers, es constante tensión; el existente está siempre en un estado crítico, lo note o no, entre la aspiración a la trascendencia y la fatal inmanencia. Vivimos interpretando nuestra realidad en su totalidad y reconstruyendo lo que "somos" a cada instante: esa tensión es, también, nuestro drama, nuestra comedia y nuestra tragedia.

No sé si esta reflexión tiene o no algún sentido; en todo caso, es una de esas cuestiones que siento profunda e íntimamente. Si existe un dios, tiene que poder ser un cabrón: no creo en bienes ni males desprendidos de un juicio valorativo; el argumento (que Leibniz defendió) de que las cosas, incluídas las malas o desagradables, se suceden de acuerdo a un designio divino que tiene por fin último el Bien y la Ciudad de Dios no es sino otra forma de decir que el fin justifica los medios, y no sé hasta que punto podamos estar de acuerdo con eso. No digo que necesitemos un Dios: digo que, si creemos o no en él, debemos poner en tela de juicio esa creencia, como todas, y llevarla hasta sus últimas posibilidades. Además, no sólo resulta constructivo, sino que puede llegar a ser divertido revisar cada una de esas posibilidades y sus necesarias consecuencias. ¿No podría ser el Dios que los cristianos reconocen el más imperfecto de los 365, como defendieron los gnósticos? ¿No podemos ser nosotros su pesadilla, como sugirió Ernesto Sábato? O, como sostiene Borges, ¿no es todo esto, al final, literatura?
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