jueves, 8 de octubre de 2009

Irving Penn: la belleza, aún pasada la muerte


Creo que, en un caso como éste, hasta la muerte tendría que ponerse de luto: ayer, Irving Penn, reconocido como uno de los mayores fotógrafos norteamericanos del siglo XX, falleció a los noventa y dos años. Y, con él, sucede lo que con los grandes fotógrafos: con su muerte, se cierra toda una forma de mirar el mundo, que ahora sobrevivirá en nuestra memoria. Quizá no sería una mala idea estar al tanto de revistas como Vogue y demás, por si le hacen un muy merecido homenaje.
Penn, en vida, ha conocido algo más que la fama y la gloria (acaso, más aún que la leyenda), y su pérdida es lo más doloroso que le ha sucedido a la fotografía norteamericana desde el fallecimiento de Richard Avedon. Ahora mismo, quiero evocarlo como al gran deudor de la belleza, de una estética compleja que, sin embargo, se traduce en una serie de formas sencillas. En otras palabras, un genio de la captación, más allá de la observación; una cámara que sabía enfocar la sensualidad casi desebarazada de sus formas.
Y es que su esencia, si podemos hablar en términos como ese, fue la simplicidad: buscar la belleza en las personas mismas, sin recurrir a grandes y complejos escenarios. La forma de arquear un brazo o una ceja, o la figura de dos piernas cruzadas, eran suficiente para demostrarse a sí mismo, y al mundo, que su visión de la estética bastaba para llenar cualquier espectativa.
Una copa en alto, pues, por Irving Penn. Y, entretanto, tomémonos unos minutos para volvernos hacia sus fotografías y, en silencio, con un cigarrillo en la mano y, de ser posible, una copa de vino o un vaso de whiskey sobre la mesa, compartamos
su legado, esa forma única de centrar la mirada. Salud.

Imágen inferior: Cafe in Lima

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