sábado, 10 de octubre de 2009

Las doncellas de Kawabata


La literatura japonesa es una caja llena de tesoros sutiles. Creo que ésta es la única forma de empezar. Bien, punto y aparte. Quiero evocar, por un momento, una de las novelas más maravillosas de las que guardo memoria; una memoria bastante peculiar, dicho sea de paso, porque no la recuerdo con fuerza, sino muy levemente, como un conjunto de impresiones delicadas y profundas. La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, es una breve y concisa obra maestra, que se cierra como un cuento, pero que, por la forma en que se lee, yo considero una novela breve (esa discusión entre cuento y novela breve es, en el fondo, bizantina). En ella, se nos narran las sucecivas visitas que hace un viejo llamado Eguchi a una posada, especie de burdel contemplativo, donde algunos hombres seniles pueden pasar la noche al lado de una jovencita vírgen. Pero las reglas de la casa son terminantes: no pueden tener relaciones sexuales con ellas, ni tocarlas, ni tratar de despertarlas. Todo lo que pueden hacer es tumbarse a su lado, observarlas y, si quieren, pensar un poco antes de dormir...
De este modo, la novela se convierte en la sucesiva evocación del pasado de Eguchi, impulsada la memoria por la presencia de estas jóvenes (que nunca son la misma, sino que cambian cada noche); en otras palabras, una voluntad erótica, el deseo y la perversidad reprimidos, se vierten hacia adentro con una voracidad que se va aquietando, hasta que se "cierra un círculo", por así decirlo, y Eguchi se decide a tomar las pastillas que la matrona de la casa le ha dejado para dormir.
Esta relación entre deseo, retensión, memoria, perversidad y muerte (que, en cierto modo, aparece representada en la imágen de la senilidad) me parece sumamente interesante. La lujuria es innegable: de hecho, el viaje hacia el pasado tiene como punto de partida la observación de algunos detalles en los cuerpos de las jóvenes (Alonso Cueto ha escrito que, en esta novela, prima la vista como "portal" o fetiche erótico). Puedo imaginar la escena bastante bien, a decir verdad: un viejo y una muchacha tumbados en la oscuridad; ella profundamente dormida, él despierto y muy atento a los pormenores del cuerpo de su compañera, evocando su pasado. Tendría que ser una imágen grotesca, por las asimetrías; y, sin embargo, no lo es. Quizá porque el acto en sí no se da nunca, porque la voluntad se enfría y vuelve hacia sí misma, porque la compasión se antepone al asco. No lo sé, y no creo que sea muy importante: lo fundamental son los resultados. Una obra escrita para que los lectores se vuelvan hacia su propio pasado; porque Eguchi no es el único que proyecta su viaje, sino que nosotros, como lectores, también lo hacemos (yo recuerdo que al leer esa obra no pude evitar, también, empezar a recordar mientras leía).
Siempre me pregunté si a alguien se le había ocurrido alguna vez hacer una película. No sé si se ha hecho: sólo se que, el día en que a algún director se le ocurra hacerla, tendrá que tener el talento necesario para domar un mar tan tranquilo (que es un desafío para el que nadie podría estar preparado). Definitivamente, una obra maestra, que brilla por su perfección y, más aún, por la forma en que invita a ser leída. Gracias, Kawabata.

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