viernes, 9 de octubre de 2009

Una evocación a Jean-Paul Sartre


Hace un tiempo, Iván Thays comentaba en su blog (Moleskine Literario) que hubo un tiempo en que todos los escritores debían optar por una de dos "escuelas": Sartre o Camus. Yo, sin pensarlo un segundo, hubiera elegido a Sartre. Y es que su figura evoca todo lo que yo considero indispensable no sólo para tomar una actitud literaria (en tanto que creador), sino también ante la misma existencia: resignada y casi feliz desesperanza, lucidez desgarradora, una mirada capaz de abarcar todos los caminos necesarios para la formación de un juicio crítico y, pese a todo, la capacidad de obrar, aún reconociendo que la libertad puede convertirse en un infierno, porque también es la única forma de salvación. Tan sólo lamento algunos de sus ideales acerca del compromiso político (que yo no defiendo en lo más mínimo, porque no me interesan las opciones políticas); Sartre, sin embargo, sigue ocupando uno de los sitiales más elevados en mi altar de dioses paganos (la expresión es de Joaquín Sabina), y lo seguirá haciendo.
Hace un tiempo, yo creí notar que la gente de mi generación empezaba a revalorar la obra de autores como Sartre; el existencialismo, claro está, no ha muerto en tanto que preocupación por la existencia y sus condiciones y límites, y yo defiendo que todas las filosofías encierran, secretamente, este tipo de preocupación. Pero a veces no sé que pensar... ¿podemos acusar, como muchos lo han hecho, a Sartre de haberse vuelto ilegible? Porque son muchos los que afirman que, hoy por hoy, ya no leerían a Sartre. Y, sin embargo, la suya es una obra a la que yo no dejo de volver, así sea para releerlo por partes. Hay quienes dicen que, a pesar de sus bien maceradas ideas, no es un buen estilista; pero oigan, ¿es que no han leído su colección de cuentos titulada El muro? Porque están muy bien escritos. Y también La náusea encierra algunos pasajes de gran belleza estética. Claro que, si uno se vuelve hacia sus obras de teoría filosófica o política, se encuentra con un escritor muy complicado, al estilo de Heidegger... Pero nadie está obligado a leerlas, ¿no?
Siempre defenderé a Sartre como una de las mejores cosas que han pasado a la literatura y a la filosofía. El existencialismo, tal y como lo conocemos, es el resultado de su obra, y creo que es admirable, también, por lo que hizo de su vida (recuerdo, ahora, algo que Bertrand Russell dijo de Sartre en su Autobiografía: que, cuando hizo un llamado para cierta actividad social, le alegró recibir una respuesta del pensador francés, ya que si bien no podía estar de acuerdo con él en materia filosófica, tampoco podía dejar de admirarlo por su valor), aún sin defender sus ideales.
Pero no sé hasta qué punto sea lícito preocuparse: no creo que el olvido sea capaz de devorar a Sartre. Y, si lo hiciera, nunca faltará un lector agradecido que siga defendiendo su memoria con un grito en el cielo. Claro que es una lectura desgarradora (La náusea ha provocado más de un suicidio, y a mí me hundió en una de las crisis existenciales más punzantes de las que guardo memoria), y para la que se necesita mucho temple y nervios de acero... pero son ese tipo de lecturas las que nos hacen dar un paso adelante en el camino hacia una postura existencial más elaborada y, a su manera, digna. La resignación también guarda una forma de orgullo.
Yo nunca dejaré de agradecer mi deuda con Jean-Paul Sartre. Siempre sacaremos algo de su lectura; si es algo terrible, eso no significa que nada: sigue siendo real. La gran pregunta sería, ¿quién se siente capaz de reconocer todo eso como cierto y real? Porque, como Sartre mismo dice en Las moscas, no hay dioses para señalarnos un camino, sino que estamos abandonados en el desierto, en el que nosotros debemos abrir, paso a paso, el sendero que nos justificará (así sea patéticamente) antes de que nos llegue la muerte. Hoy, que he evocado su memoria, yo quiero brindar por monseur Sartre; y sé que, pese al silencio, no brindaré solo.

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