martes, 20 de octubre de 2009

Caffè, caro amico...


Como bien interroga una frase que encontré hace ya mucho tiempo en una página de internet (www.mundodelcafe.com), "¿Hay vida, antes del primer café?". Y creo que no soy el único que contestaría que no, no la hay: todo empieza con el primer café; antes de él, la cabeza y los párpados nos pesan, el mundo se nos aparece confuso, los movimientos son desgarbados y torpes... por decirlo de alguna forma, nada en el universo ni en la vida parece tener sentido, hasta que probamos un sorbo de la taza humeante y de pronto... ¡zaz! Nuevos colores se introducen en las cosas, algo parece erectarse en nuestra mente y los ojos se abren a medida que su capacidad para ordenar el caos que perciben se enciende.
Compañero fiel, en el trabajo o el ocio, en la soledad o en la charla, negro o con azúcar (depende de los gustos), el café es uno de los pilares de nuestra cultura occidental, ya desde ese lejano siglo cercano al medioevo en que cierto comerciante italiano nos lo hizo llegar desde oriente o desde el norte de África, donde nació. Y reconozcámoslo: hoy, nuestra religión no necesita un cáliz, sino una taza.
La literatura y el cine están llenos de tazas de café: entre amantes, entre amigos o entre gente solitaria; generalmente, acompañado por cigarrillos; en los casos más refinados, por un poco de amaretto. La sola mención del café ya evoca toda una forma de sentir, cierto goce particular que nosotros reconocemos con intimidad. Además, la variedad permite que ese mismo sentimiento tome distintos matices: imaginemos una suma de dos personajes (A - Hombre; B - Mujer; pueden estar enamorados o no, o darnos cualquiera de las dos impresiones). A pide un espresso; B, un capuccino; no es lo mismo que si A pide un americano y B un latte; o, en todo caso, si ambos piden americanos, o ambos piden latte. ¿Qué trato de decir? ¿Que "si me dices cómo tomas el café te diré lo que sientes"? Más o menos, pero no exactamente. Digamos que el café y sus hábitos son una hermosa puerta interpretativa, donde los detalles dan una pista clave para construir el todo. Y, claro está, de gustos y colores no escriben los autores: yo, personalmente, prefiero es espresso clásico, bien cargado, bien negro, y sin azúcar.
Habría que pensar en escribir todo un libro dedicado al café, quizá. Ciertamente, lo merece (como lo han merecido el opio en manos de De Quincey y Baudelaire, el cigarrillo en las de Ribeyro, el alcohol en las de Bukowski o los juegos de azar en las de Dostoievski), y más de uno de nosotros agradecería esas páginas. Entretanto, yo quería compartir esta breve reflexión sobre el tema, por sentirlo en una forma tan cercana (y necesaria), sin entrar en detalles técnicos o históricos. Ahora, mi taza se ha quedado vacía; hora de irse.

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