miércoles, 24 de febrero de 2010

J. P. Witkin: una estética particular


Hay quienes piensan que las artes visuales deben ser, siempre, agradables a la vista. Alguna vez, de hecho, un amigo me dijo que no le gustaba Fernando de Szyszlo porque "no le decía nada": sus cuadros son todos tan abstractos y oscuros que se le hacían incomprensibles y, además, descuidaban lo que él consideraba una estética. Recuerdo que me dijo que, para él, un buen cuadro era uno que podía colgar en su sala: en ese sentido, Rembrandt, Monet, Hopper, quizá Van Gogh...
Hay que reconocerlo: es una teoría válida, pero yo no podría estar en mayor desacuerdo con ella. Más de una vez lo he dicho: a menudo, el buen arte es ese que más cala ya no en nuestros corazones, sino en nuestros esófagos, páncreas e hígados, nos remueve hasta la náusea y, en general, nos perturba, dejándonos con la sensación de que hemos sido violentados (o violados) de alguna forma.
Puestas estas cartas sobre la mesa, hablemos de la obra de un genio. Hablemos del fotógrafo Joel Peter Witkin. Yo lo conocí hace no demasiado, vía Tola (¿quién más podía hacerme llegar una obra semejante?), que hasta se tomó la mole
stia de prestarme un libro suyo. Ahora bien, y aquí debo advertir a mis lectores: la obra de Joel Peter Witkin sobrepasa, con creces, los límites del gusto, y es autor de una estética absolutamente propia que, a su modo, no pretende ser exactamente "bella", pero que definitivamente es perfecta, aunque desgarradora. Y créanme cuando les digo que basta con ver una de sus fotografías para saber que no exagero ni un poco: además de los modelos usuales, Witkin buscaba otros, más marginales, a los que convertía en "héroes" de su propio sistema de símbolos: transexuales, enanos, hermafroditas, enfermos, mutilados y, por si todo esto fuese muy poco, muertos, mejor si decapitados, o por piezas.
Pueden estar seguros de que ningún fotógrafo puede causar tantas polémicas como Witkin. Araki, Mapplethorpe o Weston desafían a su público: la belleza puede ser sórdida, dolorosa o grotesca, y puede estar vestida de las formas más terribles. Pero en Witkin el sentido de la agudeza raya en lo más agudo de todas estas cosas, y no han faltado quienes lo consideren un monstruo, una amenaza para la moral o un terrorista del buen gusto. Y, sin embargo, hay que reconocérselo: J. P. Witkin es un verdadero genio.
¿Qué clase de estética es la que se expresa a través de un cuerpo decapitado que posa desnudo sobre una silla? Definitivamente, una de las más
inimaginables. Y, sin embargo, también una de las más precisas. No voy a teorizar, porque si me dedicase a repasar posibles interpretaciones de la obra de Witkin necesitaría algo más que un blog, y más tiempo del que dispongo. Baste decir que la mirada se clava sobre la humanidad misma, en el más tétrico y honesto sentido de la palabra. Piensen, si quieren, en Pasolini. Piensen, si quieren, en los fotógrafos que he mencionado antes, y sumen todavía otro par de nombres (Francesco Cocco podría ser uno de ellos). Esa es la forma de hacer arte de la que hablo: un arte que no quiere dejarnos tranquilos, sino que quiere regalarnos unas cuantas horas de insomnio o algunas noches en vela para que nos demos de cabezasos contra la pared; un arte que sabe que existe ese punto de vista desde el cual la humanidad es horrible y, por eso mismo, hermosa y digna. Guerra de polvo. Silencio.
Pasan de las cuatro de la mañana, así que terminaré diciendo esto: que, si la suerte me sonríe, podré ver una exposición de las fotografías de Witkin con mis propios ojos; que, si fuese posible, me encantaría sentarme a tomar unos tragos con él, s
abiendo que la conversación no sería exactamente "encantadora"; que pocos fotógrafos se han merecido con tanta justicia el título de Genio, así como lo pongo, con "G" mayúscula.

Fotografía: "Woman once a bird"

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