lunes, 8 de febrero de 2010

"La Dolce Vita", cincuenta años después


Finalmente llegó el momento que los italianos ya celebraban el año pasado: los cincuenta años cumplidos desde el estreno de La dolce vita en los cines de Italia. Esto, claro está, sucedió en realidad hace tres días, el cinco del mes que anda corriendo, pero como andaba fuera de Lima, sin conexión con Internet ni con el resto del mundo, recién ahora puedo darme el lujo de comentar la ocasión.
Ahora bien, la gran pregunta, creo, sería la siguiente: ¿por qué demonios se arma tanta bulla en honor a los cincuenta años de una película de Fellini? Y alguno más podrá añadir: "Que yo recuerde, no se celebran los tantos años de Los cuatrocientos golpes de Trouffault, ni los de El séptimo sello de Bergman; ¿por qué ceder ese honor al filme de Fellini?". Pues hay que responder desde ahora: La dolce vita no es sólo una obra maestra del cine, sino que de hecho creó una nueva forma de ver el cine, y creó nuevos tipos y formas de ver o pasar la vida. En otras palabras, que la película dio a la gente (y, sobre todo, a los pretendientes a artista) una nueva forma de ser, creando toda una gama de personajes, entre los que se incluye al decadente fino, al desesperado indiferente y demás. Claro que esos tipos ya existían, pero el filme de Fellini les dio un nuevo énfasis, los atacó desde una perspectiva tal que, de un momento a otro, ser un "personaje" no era más lo mismo. (Aparte está, obviamente, el "paparazzi", que en italiano es plural de "paparazzo", cuyo nombre nació de uno de los personajes de la película).
Por otro lado, vale la pena recordar un poco la historia de lo que significó el estreno de La dolce vita: hace ya cincuenta años, el público italiano (y, sobre todo, el romano), salió de las salas de los cines dispuestos, todos, a levantarse: los unos, para ovacionar al genio que había sido capaz de forjar una obra maestra como aquella, tan desgarradora como cuidada de la estética; los otros, para insultarlo, amenazarlo o, como de hecho sucedió en la primera proyección en casa de Rizzoli, el productor del filme, para escupirle en la cara y amenazarlo de muerte por haber sido capaz de representar con tanta lucidez y, en cierto modo, sordidez a la sociedad romana y, si se quiere, universal: vacía, desesperada, superficial, ciega e incapaz de seguir lo que quieren en el fondo. De hecho, muchos de los críticos que le dieron un visto bueno fueron expulsados de los diarios y revistas en los que trabajaban, y por algún tiempo el nombre de Fellini pudo ser comparado (como el de Sartre en la España de Franco) un equivalente al del anticristo (porque, dicho sea de paso, a la mayor parte de los sectores de la iglesia tampoco le gustó mucho la película).
Sea como sea, lo importante es que La dolce vita sigue allí, tantos años después, y cuando de la Roma que retrató no quedan más que algunos escombros (los lugares y las formas han cambiado). He perdido la cuenta de la cantidad de veces que la he visto, y sin embargo nunca me cansaré de volver a encontrarme con la legendaria escena en la que Marcello Mastroianni se baña con la espectacularmente buena Anita Eckberg en la Fontana di Trevi; ni aquella otra en la que los periodistas llegan al lugar donde se encuentran los niños que dicen haber visto a la vírgen María, donde logran separar a los miembros de la familia para fotografiarlos en poses de adoración o mistificación; o aquella otra en la que Mastroianni se reúne con un grupo de decadentes en una casa para celebrar una fiesta, de la que salen rumbo a la playa, donde Marcello verá, a lo lejos, al que pudo ser su camino, incapaz de reconocerlo y, finalmente, rechazándolo.
En pocas palabras, que La dolce vita es una obra maestra de cabo a rabo, una verdadera, única y profunda experiencia cinematográfica. Para bien o para mal, es inolvidable, y derrama genialidad. Ya pasaron cincuenta años: pasarán cien, doscientos o mil, y la gente seguirá celebrándola. Señores, una copa bien en alto.

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