miércoles, 24 de febrero de 2010

El Infierno y el Miedo: una reflexión


No parece que la gente vaya a cansarse nunca de hablar del Infierno. Y claro: hay que reconocer que, como problemática, se le incrusta en el pecho a cualquiera que se diga mortal, y en ella se articulan las preocupaciones más humanas acerca de la trascendencia y la inmortalidad con esas otras que hemos adoptado de una larga línea de discursos de poder y contrato social, las que tocan el bien y el mal, la ética, los códigos morales. Quien haya leído The will to believe de William James recordará, de hecho, su comentario acerca de la "Apuesta de Pascal": no podemos saber si existe un dios basándonos en la experiencia, pero, en vistas a los riesgos que implica el no creer, más conveniente resulta que creamos que existe (no perdemos nada, y podríamos ganar mucho), que es casi reformular eso que escribió Ovidio acerca de que hay que creer en los dioses porque conviene que los haya.
Pero no es la creencia lo que me llama ahora mismo. No es la primera vez que hablo del infierno, y recuerdo haber comentado algo acerca del tema el año pasado (mismo canal, mismo comentador). Hoy, quería llamar la atención sobre cierto fenómeno que me parece bastante curioso: la valoración del Infierno.
En un principio, existieron dos deidades que eran, también, fenómenos: para los griegos, Thánatos era el dios que traía la muerte, y Hades hacía las veces de rey y reino donde iban a parar las almas una vez finalizada su existencia por el barrio. Pero en aquel entonces la gente no veía mal a la muerte, sino que la aceptaba como algo necesario y natural. Si se quiere, remontémonos a los tiempos más arcaicos, a lo que Coulanges ha llamado el "orígen de las civilizaciones": tiempos fueron en que la muerte no era concebida como un "dejar de ser", sino como un "ser" más absoluto. Al morir, las almas se convertían en dioses familiares, en manes, que eran atendidos por los vivos por los que velaban (de hecho, se temía más al exilio que a la muerte). De hecho, Homero y Virgilio recuerdan que en el Hades no sólo se castiga: también se premia.
Este es el tipo de pensamiento (que todavía reinaba entre los romanos, mucho más "terrenales" y llamativos que los griegos) sobre el que se fundaron los prejuicios del cristianismo. Como un vulgar tumor antinatural, el cristianismo pervirtió desde sus orígenes al pensamiento occidental, y a todos les decía: "Si pecas, vas a ir al Infierno, donde serás castigado por toda la eternidad", a la vez que no se cansaba de repetir a todo el mundo: "Eres un pecador; porque eres humano y, por ende, débil". Todos estaban condenados, todos temblaban de miedo. Para el juicio cristiano original, es muy difícil que alguien llegue al Paraíso (que, de hecho, debe estar vacío, pensadas así las cosas), por lo estrictos que son sus formularios de afiliación; para el Infierno, sólo tocas y te dejan entrar.
Así llegó la Edad Media, con sus crueles representaciones del Infierno: Dante (of course), San Agustín sin cansarse de hablar de la Civitas Dei y Durero son buenos ejemplos de lo que digo. Y, como todo el mundo estaba convencido de ser un pecador, la muerte se vistió de negro y empezó a respirar un aire frío como el hielo. A todos, claro, se les caían los pantalones del miedo. Morirse era lo mismo que estar condenado.
¿Y hoy? Hasta cierto punto, es la misma historia: aunque ya no queden tantos que se crean las historias de fuego, tenazas y latigazos que se popularizaron en otros tiempos, el prejuicio ya está enterrado como una astilla en la piel de la cultura occidental. Para ella, la muerte no es natural: debe ser evadida bajo cualquier circunstancia, y la buena salud y la longevidad son metas aceptadas casi por todo el mundo (la propaganda antitabaquista lo sabe muy bien, y se aprovecha de eso para meter en la cabeza de todo el mundo sus inhumanizantes ideales). Pero no todo está pintado del mismo color: hay cosas que han ido cambiando.
Desde que Baudelaire se enamoró de Satanás, de su reino y de todos sus suculentos "paraísos artificiales", muchos han empezado a cambiar sus miras. Hoy, el Infierno es más que nada un símbolo, una forma de representar la realidad (subrayando la visión personal, y olé por Schopenhauer), y si en otros tiempos fueron Dante y Swedenborg, hoy los retratistas del Infierno son otros, con otra forma de ver las cosas. Desde el "hermoso caos" y las sordideces de Henry Miller hasta los cuadros de Tola; desde los óleos desesperados de Faulkner hasta las ciudades vacías de Sartre, el Infierno ha tomado nuevos matices: el Infierno está aquí, somos nosotros mismos, estamos solos. Y, aunque cruel, el Infierno está lleno de tesoros: es una belleza. Casi estamos listos para volver a abrazarnos de los talones de la muerte.
Yo no sé si existirá algo parecido al eterno retorno o a la dialéctica de la historia; personalmente, soy incapaz de creer en estas cosas. Sólo se que las cosas cambian mientras se pasan los días: hoy, mucha gente aprende a resignarse a ser humana. Nadie nos espera al final del camino. Y, sin embargo, estamos aquí, patéticos e insignificantes, pero luchando al fin y al cabo, aunque no tengamos un por qué. He ahí la gloria del Infierno.

NOTA: Este artículo es el prólogo de otro que tengo en preparación mental, y que estaré poniendo por escrito y publicando muy pronto, lo más probablemente mañana. Verán que el tema, efectivamente, tiene vigencia, y todo porque hay gente como... en fin, que ya lo diré todo en su momento. Y que llegue el día en que podamos alzar las copas por allá, entre súcubos y poetas.

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