miércoles, 17 de febrero de 2010

Conchita Cintrón, in memoriam


En mi mente, siempre fue una figura épica, una diosa Diana: rubia y hermosa, atravesando el ruedo sobre su caballo, espada y capa en mano, presta a enfrentar al toro. Y, ahora, vuelvo a recordar aquella tarde de la temporada de toros de Acho, cuando se pidió un minuto de silencio por los toreros muertos en el transcurso del año: su nombre figuraba en aquella lista; o aquella mañana de febrero en Lurín, cuando me senté al lado de mi abuelo, que estaba tendido sobre su cama, y éste me enseñó el artículo del periódico donde se hablaba de su muerte, comentándome, de paso, todo lo que él quería decir sobre ella, que fue, como para tantos otros toreros, su amor platónico.
Hoy, 17 de febrero, decía, se cumple un año de la muerte de Conchita Cintrón, la Diosa de Oro de los ruedos, que perteneció a todas partes sin saber de más hogar que la arena y la lidia. Rejoneadora por formación, torera de a pié por afición, largo ha sido el camino para ella: desde las clases de equitación en Lima, donde creció, y su debut como rejoneadora en la Plaza de Acho hasta la gloria en México y España, de ahí al desafío a las reglas de los ruedos de Franco, la despedida y el retiro, rodeada por su esposo e hijos, en Portugal, donde dedicó los años que le quedaban a escribir sus memorias.
No voy a hacer de esto algo demasiado largo; baste con recordar las palabras que sobre ella escribió el cronista taurino Gregorio Corrochano: "el día que se baje del caballo se tendrán que subir al caballo muchos toreros". Ahora, tantos años después de haberse retirado, se ha bajado. A ella le tocó ver morir a más de un amigo en la arena del ruedo, pero le tocó la despedida en medio de la paz y del amor del hogar. Una copa en alto por tí, Conchita, y por la leyenda que te has dejado detrás.

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