miércoles, 30 de septiembre de 2009

El callejón de Mahfuz


Hace unos días, mientras pasaba una hojeada a mis libros, me llamó la atención uno sobre el que no me había parado a pensar hacía mucho: El callejón de los milagros, del Nóbel egipcio Naguib Mahfuz. Han pasado más de dos años desde que lo leí, y sin embargo volvieron, tan vívidas como si volviese a pasar sus páginas, las imágenes de aquel callejón lleno de personajes desesperados o malditos, arrojados a una supervivencia mezquina en una ciudad que no ha perdido su sabor al ser transformada en literatura (sabor que, dicho sea de paso, recuerda al de la Alexandría de Durrell): sabor a polvo, a sangre, a suciedad y, de alguna forma secreta, a magia, a esperanzas que se resisten a desaparecer.
Naguib Mahfuz es un escritor de primera; su prosa carga contra los lectores sutilmente, pero con una fuerza imparable. Su crudo realismo urbano y psicológico es un trabajo magistral; y la novela, a fin de cuentas, es de una riqueza y una exquisitez inenarrables. Ciertamente, un autor que difícilmente dejará decepcionados a sus lectores, y en cuya obra sobrevive, secretamente, ese Egipto místico y lejano que los años han enterrado, pero cuya sombra sigue proyectándose.
Finalmente, quiero terminar citando el comentario de Ernesto Sábato sobre Mahfuz: "La literatura árabe, toda su cultura, tiene una tradición ancestral que hoy en día la política internacional olvida destacar, e incluso llega a destruir. Fue Naguib Mahfuz quien nos la acercó, en este siglo, a través de su vasta obra, traducida a todas las lenguas. Con problemas de salud y de visión, siguió escribiendo hasta los noventa y dos años, lo que muestra la potencia creativa de este hombre que honra su idioma y a su fabuloso y milenario Egipto. Sus novelas son un ejemplo de memoria, una muestra de esa conciencia desgarrada por la condición humana, que no es fácil encontrar en la literatura de hoy."

martes, 29 de septiembre de 2009

La... ¿Verdad? ¿Dónde?


Uno de los problemas más viejos de la filosofía es el de la verdad: se lo ha tratado de atacar desde todos los frentes, y cada vez que un pensador parece haberse quedado con una parte o todo del botín, llega otro, cual pirata, y se lo arranca de las manos, después de una a menudo cruenta batalla donde brilla el acero de las críticas, las refutaciones y los argumentos. La filosofía, en este sentido, es una forma de guerra sin cuarteles (o "nadie sabe para quién trabaja").
La lógica, la epistemología y, en ciertas ocasiones (Hegel y sus amigos), la ontología son solo algunos de los frentes que se han abalanzado sobre el presunto tesoro, inclusive aliándose entre ellos. Pero, ¿a quién dar los premios? Los pensadores idealistas del siglo XIX, siguiendo la estela del romanticismo y de los escritos de Kant, afirmaron que la Verdad se encontraba oculta detrás de un sinnúmero de fenómenos, como si estos fuesen las máscaras de una divinidad (Schopenhauer fue el primero en afirmar que esa Verdad no era, como decían sus contemporáneos, nada deseable, sino más bien algo del todo terrible). De alguna forma, todos estos pensadores representaron la última Gran Cruzada por la Verdad, antes de la llegada de Nietzsche y, luego, del pragmatismo: en sus manos, la Verdad cambiaría sus matices y sus formas, ya desfigurándose, ya multiplicándose como en un caleidoscopio, casi hasta el punto de rozar el caos, o metiendo un pie de lleno en su lodo. Pensadores como Dilthey o, en algunos puntos, Heidegger representarían el último temblor antes de lo que José María Valverde llama la "Muerte de las Ideas". Y luego... ¿qué? ¿No más verdad? Porque si la supuesta Verdad guarda tantos rostros distintos, ¿luego qué sentido tiene hablar de ella? O, peor aún: ¿qué podemos afirmar de nosotros mismos y de lo que creemos ser o conocer?
El problema de la verdad se relaciona directamente con todos los demás problemas de la filosofía: si no fuese así, la filosofía misma no sería sino un montón de juegos de trabalenguas. Se la afirme o se la niegue, la verdad sigue siendo un tema fundamental. Pero, desde cierta perspectiva, también es un problema que se ha exagerado: esto lo hace notar muy bien el filósofo norteamericano Richard Rorty, al afirmar (en su ensayo La contingencia del lenguaje) que las categorías de "verdad" y "falsedad" no deben ser confundidas, como normalmente sucede, con la de "realidad". En otras palabras, que si decimos que algo es "verdadero" o "falso" esto es a un valor proposicional, no ontológico: podemos dudar de si la mesa es real o no, pero no si es verdadera o falsa. Pasar este tipo de detalles por alto (y sobre todo por el tipo de relación que hay entre lenguaje proposicional y realidad) pueden llevar a problemas como el que enfrenta Mafalda (ver historieta arriba).
En este sentido, creo que la filosofía de la mente, de la mano del pragmatismo, la filosofía del lenguaje y la ontología, ha llevado el problema de la Verdad por el mejor camino: afirmar el pluralismo epistemológico, por un lado, y la realidad psíquica y sus posibilidades intersubjetivas del otro. Sirve, además, como un frente desde el cual una relectura de toda la historia de la filosofía resulta sumamente enriquecedora. En mi caso particular, del existencialismo: los problemas de la comunicación y de la noción de "los otros" y del "yo" (tal y como los atacaron Sartre, Heidegger, Jaspers o aún Schopenhauer) encuentran toda una nueva serie de posibilidades (no digo que felices, pero eso es lo de menos).
Quiero terminar este breve comentario con un par de recomendaciones: La verdad, de Simon Blackburn (que no sólo desarrolla muy bien las cuestiones referentes al problema de la Verdad, sino que además tiene momentos del más fino humorismo); El mito de la subjetividad, de Davidson; y la más que legible Vida y muerte de las ideas, de José María Valverde. Además, una novela: El doctor está enfermo, de Anthony Bürgess, donde los problemas de la mente y el lenguaje en su relación a la construcción psicológica de la realidad encuentran un lugar en la literatura, y con muy buena prosa.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Calle 54


Siempre me pregunté por qué demonios se quedó sin una segunda parte: Calle 54, del español Fernando Trueba, es uno de los mejores trabajos documentales que se han hecho sobre jazz latino en todos los tiempos, y, en vistas a que fue todo un éxito, ¿por qué no una segunda parte, me pregunto yo? Dudo que por alguna cuestión de rentabilidad, si fue todo un éxito...
Resumidamente: un grupo que reúne mucho de lo más selecto de la música jazz afrolatina, con una breve reseña sobre sus vidas y obras, y un tema grabado especialmente con vistas a la producción del documental. Eliane Elías, Tito Puente, Chico O'Farril, Michael Camilo, Cachao, Bebo y Chucho Valdéz (por separado y piano-a-piano) son algunos de ellos. Más no puede decirse: es cuestión de sentarse a escucharlo (y a verlo).
Pero volviendo a atacar la cuestión... ¿por qué no reunir un nuevo grupo y trabajar en una segunda parte? Porque músicos talentosos quedan de sobra para ello: Chick Corea, Poncho Sánchez, Luis Salinas, Antonio Carlos Jobim, y aún algunos peruanos como César Peredo o Manuel Miranda son sólo algunos de los nombres que se me ocurren... y ciertamente no son poca cosa: el jazz versión fusión latina tiene todavía infinitos rostros que mostrar; y muchos más sonidos, ciertamente.
Pero para los interesados, y para que se vayan haciendo una idea, les dejo una canción que refleja bastante bien la idea del documental: Panamericana, de Paquito D'Rivera, que es una pieza donde se encuentran muchos ritmos e instrumentos latinos (incluídos el tango, el festejo y el candombe). Espero lo disfruten.

Un esquema del "Dasein" de Heidegger

Casi como una curiosidad, agrego este diagrama, especie de "mapa" esquemático que trata de "explicar" la constitución existenciaria del Dasein de Heidegger, tal y como él lo desarrolló en Ser y tiempo. Lo encontré en internet hace no mucho, y me pareció que, dado que acabamos de recordar (y celebrar) su cumpleaños, no estaría de más colgarlo por aquí.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Heidegger: un universo


El título, ciertamente, no es gratuito: hablar de Martin Heidegger es, necesariamente, evocar una obra que, por su densidad y complejidad, toma la forma de un universo dentro del cual nos reconocemos como actores múltiples y algo confundidos, perdidos en algún punto entre el uno y los otros, entre el existir y el ir muriendo. Y es que si Heidegger fue un filósofo original, es en gran medida gracias a ese primer paso de su análisis existenciario: la cotidianeidad. A él no le interesa el acaso inútil mundo de las ideas y los arquetipos, ni la megaconstrucción de utopías: su preocupación, más bien, se centró en el hombre tal como existe diariamente, dentro de un mundo en el cual se reconoce a sí mismo y a los otros. Es decir, descripción antes que construcción; pero, eso sí, con una originalidad y un escrutionio agudos... muy agudos.
Siempre he pensado que Ser y tiempo debe ser la obra filosófica más importante del siglo XX. De sus páginas, que recuerdan a un laberinto o un infierno por el estilo, nacen algunas de las posibilidades más ricas de interpretación y análisis de los fenómenos de la existencia, y sobre todo del Ser mismo. Sartre, Marcuse, Sábato, Gadamer y Tugendhat, entre otros, le guardan una deuda inmensa, y la historia misma de la filosofía es inimaginable en nuestros días sin la presencia de Heidegger.
Desde la conversión del mero "Ser" (Sein) en "Dasein" hasta el análisis del "Ser en relación a la Muerte", y luego en sus obras sobre poesía y literatura, la figura de Heidegger no deja de proyectar una sombra gigantesca. Su genio, por lo demás, es indiscutible, y su obra es una invitación constante a volver a ella y revalorar todo lo que somos o pensamos que somos. Se necesita temple y valor, es cierto, pero Heidegger no deja de ser un ejemplo de ello. Una vez más, pues, salud.

Faulkner


Para variar, llego tarde a anunciar la fiesta: ayer, viernes 25, se celebró el cumpleaños del que considero el mayor escritor norteamericano de todos los tiempos: William Faulkner. Imagino que más de uno ha encendido un cigarrillo o una pipa en su honor, acompañándose con un vaso de whiskey, mientras el sol seguía alto. Y es que hablamos de un autor cuya influencia es más una cascada que un río, y que va arrasando a sus lectores, sobre todo a los que se nutren de sus aguas para luego soñar con que escriben novelas. Faulkner es un desafío consante para los escritores que lo admiran: los recursos de su técnica son indescifrables, y sin embargo su obra es tan poderosa que es imposible no querer aproximarse a una creación similar, aunque sea imposible o vano. Un escritor, pues, que se convierte en una mina llena de peligros mortales al caer en manos de otro escritor, aunque ha tenido grandes herederos: sólo en Latinoamérica, Onetti y Sábato, sus herederos más resaltantes, bastan para hacerse una idea de todo lo que Faulkner puede lograr al entrar a jugar una parte en este juego de espejos que es la creación literaria.
Pintadas como al óleo, con un barroquismo rico y poético, las novelas de Faulkner son la puerta de ingreso a un universo descarnado y a menudo cruel, donde los personajes agonizan en una constante lucha por conquistar su felicidad y su libertad, pero siendo casi siempre aplastados al final por la tragedia que, sin saberlo, han tejido ellos mismos y sus antepasados: una voluntad desesperada y llena de empuje atraviesa todas sus páginas, para desembocar al fin en la nada, en el solipsismo y en la amargura de cargar con un destino doloroso y necesario. En gran medida, una renovación de todos los temas de la tragedia clásica, puestos al servicio de una de las literaturas más originales de las que el mundo tiene memoria. Y, definitivamente, Steinbeck tenía razón cuando dijo que Faulkner, más que la mayoría de los hombres, conocía la fuerza y la debilidad de los seres humanos; esto es, precisamente, lo que encontramos en cada uno de sus personajes.
Recuerdo, ahora, algo que Gore Vidal comentaba, ciertas palabras que Faulkner le había dicho en una ocasión: que un escritor nunca debía limitarse a sí mismo; que cada obra debía trascender las fronteras de la imaginación de su autor. Luego, en una entrevista al Paris Review, no dejó de señalar que, lo más importante, para un escritor, era el trabajo duro, así como el compromiso para con su obra: nada ni nadie debía interponerse entre un autor y su trabajo; éste tenía que ser llevado a cabo, fuesen cuales fuesen los medios y las consecuencias del mismo. Lo importante es escribir. Y eso, creo yo, es algo que todo escritor tendría que aprender de este maestro.
Tengo que reconocerlo: si no hubiese leído a Faulkner, hoy por hoy mi vida no sería la misma. Jamás olvidaré ese verano del 2006 en que yo, casi candorosamente, empecé a recorrer las primeras páginas de Luz de Agosto; luego, se han seguido muchas otras novelas y cuentos, y mi admiración no ha hecho sino crecer, al punto de convertirse en una adicción. Pasarán los años y, lo sé, volveré a esas páginas una y otra vez, siempre con creciente agradecimiento y fascinación por esa obra que, día a día, parece volver a crearse: releídas, estas novelas no se evocan, sino que vuelven a suceder. Un vaso en alto, pues, o dos... por William Faulkner.

"Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que es posible hacer. No hay que preocuparse simplemente por ser mejor que los contemporáneos o que los predecesores. Hay que tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por los demonios. Nunca sabe por qué lo eligieron a él, y suele estar demasiado ocupado como para preguntárselo."

jueves, 24 de septiembre de 2009

Apostando por el Nóbel


Una vez más, como todos los años, se nos viene encima la entrega de los premios Nóbel, donde tanto han abundado justicia e injusticia en una promiscuidad sin antecedentes. Pero, de todos modos, hay que reconocer que es imposible no sentir algo de ansiedad ante su inminencia. Y, como para atizar la curiosidad del público, la página de apuestas "Ladbrokes" y el blog "Moleskine Literario" de Iván Thays ya nos han pasado una lista con los favoritos para este año, con Amos Oz en el primer lugar, seguido por un montón de nombres (la mayoría de los cuales lamento mucho desconocer) entre los que figuran algunos de los candidatos eternos: Philip Roth, Vargas Llosa, Nooteboom, Carlos Fuentes y, curiosamente, Bob Dylan (quien se sabe ya ha sido nominado antes al Nóbel).

Ahora bien, ¿quién debería ganar el premio? Dado que no he leído a Amos Oz, no puedo pasarle mis votos; yo, personalmente, espero que el premio vaya a manos de Cees Nooteboom, de Philip Roth o, más aún, de uno de los nominados más recientes (creo que lo fue por primera vez en el 2006 o 2007) y que sin duda se tiene más que merecido el premio: Ernesto Sábato (una curiosidad... ¿alguien ha notado alguna vez que ninguno de los clásicos argentinos -Borges, Sábato, Cortázar- ha recibido el Nóbel?). Otro nombre que no figura en la lista, y que dudo lo haga en la oficial de los nominados, es el de Gore Vidal, que definitivamente merece algo más que ese premio.

En cuanto a los otros nombres de la lista... bueno, definitivamente son grandes: Murakami tiene que engrosar algún día la lista de premios Nóbel; lo mismo puedo decir de John Banville. Carlos Fuentes es otro de los autores que, me parece, tendrían que obtener el premio tarde o temprano. Vargas Llosa... es un gran escritor, pero si lo ponemos a competir por un Nóbel con los que he menconado antes... en fin. De todos modos, los últimos que he nombrado, repito, merecen el premio, pero no antes de que lo gane Nooteboom, o Sábato. Si tuviera que hacer una lista con mis cinco favoritos, en el orden en que creo que merecen el Nóbel de este año, la lista iría así:

1. Ernesto Sábato

2. Gore Vidal

3. Cees Nooteboom (Bueno, los puestos dos y tres me confunden un poco... no se a cual anteponer al otro)

4. John Banville

5. Philip Roth

Pero claro, es sólo una opinión. Y a mí, como a todo el mundo, no me queda sino esperar a que los jueces den sus resultados. Sólo esperemos que, lo gane quien lo gane, se lo tenga merecido (ya tenemos Mistrales y Nerudas sobrando en la lista de los Nóbeles). Hasta entonces, guardemos nuestra curiosidad y nuestras ansias.

Y volvió el más grande: Charly García en Lima, un comentario


Sencillamente, sin palabras: y creo que todos los que asistimos ayer al concierto de Charly García en la explanada del estadio Monumental compartimos ese silencio lleno de admiración. Ante nuestras pálidas miradas, un Charly García de casi sesenta años, cachetón y lleno de espíritu se pasó la noche entre el piano y el micrófono, tocando y cantando, y hasta ensayando pequeños movimientos que casi querían ser un baile emocionado. Y, si faltaron canciones como Peluca telefónica, Yo no quiero volverme tan loco o Los Dinosaurios, el Maestro tuvo en cambio la delicadeza de sorprendernos con Rezo por vos, Tu vicio y Chipi chipi, temas que yo, al menos, no me esperba, sumadas a un repertorio de sus clásicos más clásicos. Y, más allá de todo eso, estuvo la certidumbre, tan poderosa que casi se la podía masticar, de estar viendo a una Leyenda, a un hombre que, sin lugar a dudas, no es como todos los hombres.
¿Cuántos seríamos? No tengo ni la menor idea. Todo lo que se es que la explanada del estadio resonaba con los gritos emocionados de todos los fans que asistimos a un concierto que, quien lo duda, no será olvidado con mucha facilidad (yo no podré olvidarlo jamás). En cuanto a Charly, solo podemos esperar que siga adelante con su gira y que, con algo de suerte, nos de la sorpresa de reaparecer más temprano que tarde para volver a llevarnos al borde de la muerte por sobredosis emocional con uno de sus conciertos. ¡Aguante Charly!

martes, 22 de septiembre de 2009

Una breve reflexión sobre el Infierno


Desde que tengo memoria, uno de los temas que más me ha apasionado es el del infierno. En mi infancia (entregada a un cristianismo patológico), me obsesionaba como destino probable del que, me figuraba, tendría que salvarme a través de la ética y sus reflejos en mis actos; luego, en mi juventud romántica, y a medida que empezaba a leer a Schopenhauer, casi llegué a desearlo con esa ansiedad que impulsa a los que quieren verse a sí mismos como poetas o como locos; finalmente, a medida que mis lecturas se fueron profundizando y mi fé se convirtió en objeto de la más concienzuda disección, advertí que la separación, geográfica u ontológica, entre Infierno y Paraíso no podía ser sino artificial: el juego de reversos no hace sino ocultar las equivalencias, y un segundo de éxtasis vale lo mismo para vislumbrar la gloria o el tormento. En todo caso, reconozco el Infierno como una realidad cotidiana, tangible y continua (como decía Camus, el apocalipsis sucede a cada instante). En otras palabras, el Infierno vive ya, más que entre nosotros, en nosotros, y luego, en todas las categorías existenciarias y ontológicas (disculpen el tono heideggeriano) que se desprenden de esto último.
Lo que quiero decir es que, bien visto, el Infierno ya se hace presente, segundo a segundo, a través del intento de tragicomedia que es, creo yo, la condición humana en su última instancia. Podemos atacar la cuestión desde la teología, si se quiere, pero lo cierto es que, de existir un dios, basta el que nos haya empujado a la existencia (sin preguntarnos siquiera) para afirmar que es, o puede ser, un segundo rostro del demonio, o apenas un titiritero sádico y morboso. Algunas sectas gnósticas defendieron que la Creación era obra de un dios cruel o imperfecto, y eso sigue siendo una posibilidad. Sartre (A puerta cerrada), mucho más apegado a una fenomenología tangible, señala que el Infierno son los demás, su "yo" consciente y reflexivo que, de alguna forma, nos juzga y limita, sin dejar de recordarnos lo que nosotros mismos somos en última instancia: poco más o poco menos que una nada, una mala pasada del azar. Para Borges (La duración del infierno), el verdadero efecto estético de lo "terrible" de la condena infernal radica no en su carácter espacial o fenoménico, sino en el temporal: la idea de un castigo eterno. Dante, el más famoso arquitecto de infiernos que recuerda la literatura, postula que, más allá de lo que suceda en los recintos subterráneos, el verdadero castigo que reciben los condenados, lo que hace del infierno un verdadero Infierno, es la carencia de Dios (vale decir, la conciencia de que no hay esperanza posible de salvación). Pasolini, como Sartre, relaciona el infierno más a las relaciones humanas (que nunca alcanzan el ideal planteado, sino que se ordenan de acuerdo al caos o a la dominación de unos sobre otros) y a la desesperación del individuo abandonado a sí mismo y a la consecuencia de sus actos (Teorema, Salò y Mamma Roma, respectivamente). Para Platón y sus seguidores (Plotino, sobre todo), lo más equiparable a un Infierno era esta vida terrenal: el saber que el alma estaba aprisionada por la carne impura.
Yo, por mi lado, estoy de acuerdo con unos más que con otros (Sartre, Pasolini y Borges me parecen irrefutables, cada cual a su manera); pero, dejando atrás este repaso, creo que lo importante es reconocer que, si hay un Infierno, este es absolutamente humano, sea o no un castigo o un error de alguna divinidad: tal y como están las cosas, vivimos atados a nuestros actos y decisiones. Nuestro Infierno son los otros y somos nosotros mismos, es nuestra libertad y su imposibilidad, es nuestra imágen en el espejo y lo que acecha cuando cerramos los ojos, es nuestro sueño y nuestra vigilia... es, en fin, y bien visto el asunto desde cierta perspectiva, el sabernos atados a la condición de la existencia. Y no hay que olvidarlo: el Infierno no deja de ser, pese a todo, y por este mismo juego de perspectivas, una forma de Paraíso.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La cruda y magistral estética de Nobuyoshu Araki


Hace ya unos cuantos siglos, el Marqués de Sade escribió que "la naturaleza ha querido que sólo obtuviésemos placer mediante el sufrimiento"; aunque no a todos les guste semejante afirmación, creo que no podemos dejar de reconocer el peso de verdad que lleva sobre sus palabras. Y, definitivamente, Nobuyoshi Araki se las toma muy en serio: en su obra, éste parece ser el principio fundamental, el Leitmotiv, casi se diría que un Deus ex machina... Y para comprobarlo basta con sentarse a admirar, detenidamente, cada una de sus fotografías: en ellas, prima una estética visceral y sórdida, donde la "belleza" nace del mudo reclamo del castigo, del dolor, de un empujón hasta el límite de los sentidos.
Obviamente, no han faltado quienes acusen a Araki de ser un degenerado y un pervertido... ¿pero se sigue acaso de todo esto que no se lo pueda llamar un artista? Pocos fotógrafos han cultivado una perspectiva y una obra tan originales como Nobuyoshu Araki: si su obra limita con la pornografía, eso no significa que no posea valor artístico alguno; más bien, yo defiendo a Araki como uno de los mayores artistas del siglo pasado y, dado que sigue con vida, también de este joven siglo XXI. Acusar a su obra de ser desagradable no basta: se rige por una estética distinta a las usuales, pero que no podemos dejar de reconocer como profunda y desgarradoramente humana, precisamente por eso que decía Sade; o, como dice Burgo Partridge en su admirablemente escrita Historia de las orgías: "Todo ser humano es, hasta cierto punto, polimórficamente perverso, todos llevamos dentro la semilla de perversiones raras".
Agudo, preciso, crudo, sucio, morboso: todas estas etiquetas puede llevar, con orgullo, Araki. Pertenece a la misma especie a la que pertenecen, entre otros, Petronio, Sade, Gore Vidal, Pasolini, Henry Miller, Bukowski, Baudelaire y Mapplethorpe. Su obra es, más allá de un nuevo horizonte estético, un llamado a vernos ante un espejo real y despiadado en el que, al final, no podemos dejar de reconocer nuestro rostro.

Kinbaku (Bondage)

domingo, 20 de septiembre de 2009

Memoria de Luis Cernuda


Acabo de reparar en el hecho de que, hoy, se cumple un año más de la memoria de Luis Cernuda, uno de los más grandes poetas de los que han pisado la tierra. O, si se quiere, el polvo, que es de lo que parece hecha la poesía de Cernuda: polvo de momentos, de recuerdos, de sensaciones, de esperanzas... Yo lo recuerdo, junto a Vicente Aleixandre, como lo más alto que ha dado el mundo la llamada "Generación del 27", y a sus versos debo algunos de los instantes de lectura más íntimos. Porque la suya es eso: una poesía intimista, profunda, descarnada y que, sin embargo, se mantiene siempre a la expectativa de algo más, pese a no poder librarse del pasado en ningún momento, pese a saberse condenado por él.
Sevillano de nacimiento, español en su nostalgia, muerto en el exilio mexicano: su vida, de alguna forma, se parece a una larga melancolía, o a un breve poema. Ya lo se: frases como estas son incómodas; en este caso, al menos, me son ineludibles y, en todo caso, no pecan de falsas. Y es que, ¿de qué otra forma hablar de un poeta al que se ha sentido con tanta fuerza y que es, a la vez, lo bastante ambiguo como para ser preciso? En el arte del buen verso, Cernuda se guarda un sitio en la cumbre. No importa que los muchos dediquen más atención a, digamos, García Lorca: los pocos que sabemos quién es Cernuda, nos sabemos dueños de un tesoro inestimable. Los poemas que se suman en Donde habite el olvido, por ejemplo, y a los que Sabina debe la inspiración de alguna letra, dejan como una sombra en el lector que nunca terminará de pasar. Y aquellas palabras con las que empieza el libro, son sencillamente preciosas:

"Como los erizos, ya sabeís, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.
¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis.
Las siguientes páginas son el recuerdo de un olvido."

Una copa en alto, pues, por Luis Cernuda. Y, ya que estamos en la fecha, no dejar de repasar alguno de sus magníficos poemas (ya que la ocasión y los medios lo ameritan, les dejo uno bastante breve, pero que basta para hacerse una idea del genio, tan particular, de este poeta). Salud, pues.


Alegría de la soledad
A solas, a solas,
camino de la aurora,
bajo las nubes cantan,
blancas, solas, las aguas;
y entre las hojas sueña,
verde y sola, la tierra.

Rubia, sola también, tu alma
allá en el pecho ama,
mientras las rosas abren,
mientras pasan los ángeles,
solos en la victoria
serena de la gloria.

Y se nos viene Charly


Creo que todos los que hemos comprado la entrada compartimos la misma pregunta: ¿qué nos espera este miércoles 23 en el estadio Monumental? Porque claro: han pasado los años, han pasado las drogas, ha pasado un nuevo disco (que yo no he oído todavía, aunque las críticas que he escuchado no han sido muy buenas), y sin embargo el Dios parece seguir siendo el Dios. Pero no en vano el sembrar la duda ha sido siempre una de las especialidades de Charly García, y asistir a un concierto suyo siempre ha guardado algún riesgo. Sin embargo, creo que es imposible matar la ilusión, y nadie que se considere un fan de Charly podrá quejarse, aún si el susodicho no apareciese a la hora de la hora: uno tiene que estar listo para ese tipo de contrariedades de último minuto.
No son pocos los que opinan que el mito es más exageración que verdades: que Charly García no es más que un drogadicto loco que no necesita más que decir dos idioteces para arrastrar a las masas; pues bien: a quien piense así, yo le reto a que escuche atentamente sus comentarios y sus canciones, que descifre la magia de la composición (a menudo muy compleja) y se entregue a la poesía de las palabras que va rimando... y luego me dirá si es gratuito o no el título de genio que ostenta Charly García, autor (recordémoslo) de algunas de las mejores letras y canciones del rock en español de todos los tiempos (por no decir que el verdadero fundador de ese género), por no mencionar su máxima obra, que es su propia imágen de músico/poeta/loco (como Rubén Darío fue la mejor obra de Rubén Darío).
En cuanto al concierto, solo me queda esperarlo con emoción. Con algo de suerte, Superhéroes, Peluca telefónica o No bombardeen Buenos Aires formarán parte del repertorio. Si no, de todos modos puedo confiar en que no falte la buena música. Y, por lo demás, que sea hasta el miércoles, pues.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Un año de la muerte de Rick Wright.


Un día como el de ayer, un año atrás, recibí una de las noticias más duras de las que guardo memoria. Estando yo en Buenos Aires, me enteré por un amigo que me avisó desde Lima de la muerte de uno de los hombres a los que más he admirado y, de esa forma misteriosa que tiene la lejana admiración, querido: me refiero a Richard Wright, uno de los tecladistas más influyentes del siglo pasado y que participó activamente en la evolución y la renovación del rock progresivo al introducir cadencias y contrapuntos típicos del jazz al sonido de los sintetizadores y órganos hammond, a la vez que daba todo un nuevo sentido al uso de este tipo de instrumentos.
Hoy, la gente lo recuerda, indudablemente, como el que fuese tecladista y cofundador de la legendaria banda Pink Floyd; como miembro activo de la misma, participó en la composición de algunos de sus temas más memorables, sin olvidar que hizo por su cuenta algunos otros (The great gig in the sky es el ejemplo más notorio) de incomparable calidad de composición. Y, sin embargo, pocos somos los que, también, sabemos que hubo algo más, una carrera solista que, aunque breve, estuvo lleno de grandes y secretos tesoros. Una copa en alto, pues, señores, aunque el brindis llegue con un día de retraso: lo importante es, al fin y al cabo, ceder a la memoria de un hombre que, nadie puede dudarlo, fue grande. Salud, pues, por Rick Wright.

Incluyo, claro está, una canción de Richard Wright (Breakthrough), interpretada por él mismo junto a David Gilmour y su banda durante el Meltdown Festival organizado por éste. Espero lo disfruten.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Charles Bukowski - "a la puta que se llevó mis poemas"

Arovecho la ocasión para sacar a la luz otra de mis traducciones de Bukowski. Por momentos, temo que pequen de literalidad, pero no lo sé... quién sabe: a lo mejor y no estoy del todo errado cuando pienso que mantienen ese tono que sólo puede ser llamado "bukowskiano" ("sórdido" o "ebrio" son, por sí solos, adjetivos insuficientes).

a la puta que se llevó mis poemas

algunos dicen que deberíamos guardar nuestro resentimiento personal del
poema,
mantenernos abstractos, y algo de razón hay en esto,
pero jezús;
doce poemas perdidos y no guardo carbones y tienes
mis
pinturas también, mis mejores; es agobiante:
¿tratas de aplastarme como el resto de ellas?
¿por qué no tomaste mi dinero? usualmente lo hacen
de los pantalones enfermos que duermen borrachos en el rincón.
la próxima vez llévate mi brazo izquierdo o cincuenta
pero no mis poemas:
no soy Shakespeare
pero en algún momento simplemente
no habrá ninguno más, abstracto o lo que sea;
siempre habrá dinero y putas y borrachos
desde ahora hasta la última bomba,
pero como Dios dijo,
cruzando sus piernas,
yo veo dónde he hecho cantidad de poetas
pero no tanta
poesía.

Pasolini según Eduardo Adrianzén


Recién hace unos días me vine a enterar de que, con motivo del homenaje a Pasolini del que hice un comentario el mes pasado, se volvió a montar la obra Demonios en la piel (la pasión según Pasolini), del dramaturgo peruano Eduardo Adrianzén. Es una lástima haberme enterado tan tarde, porque me hubiera encantado ir a ver esa obra de nuevo (la montaron por primera vez hace dos años, en el teatro de la municipalidad de San Isidro).
La obra parte de algunos de los días de la vida de Pasolini, durante la grabación de sus Racconti di Canterbury en Inglaterra, para hacer un compendio de su vida y obra, proyectándose como la revisión de la formación de un espíritu descarnado y crítico. De este modo, los personajes, acompañados por una suerte de "coro" (tres muchachos semi desnudos que aparecen, aquí y allá, a leer fragmentos de sus obras y a hacer comentarios) y con el apoyo de una escenografía bastante simple y sin embargo más que adecuada, recrean el universo pasoliniano, con su matiz oscuro, grotesco y a pesar de todo poético. Todo se adapta a este universo particular: el resultado es una pasión agónica constante, que se lanza del humor desesperado al silencioso llanto del aislamiento y la incomprensión, sin que eso signifique que la lucha puede ser abandonada.
Esperemos, pues, que alguien tenga la iniciativa de volver a montar esta obra pronto, y que, si lo hace, sepa hacernos llegar la noticia a los que andamos un poco en las nubes. Yo la recomiendo personalmente: es, como la obra de Pasolini, una oportunidad de reflexionar sobre lo que significa estar vivos: casi nada y, sin embargo, absolutamente todo.
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