jueves, 25 de febrero de 2010

Ratzinger - Welcome (back) to hell


Hace ya poco más de diez años, el papa Juan Pablo II (que pese a ser un papa fue un gran hombre) decidió que había suficiente tiempo separándonos del medioevo, y que había llegado el momento de cortar con algunas idioteces del canon católico. Así, en el verano del 99', pronunció una serie de audiencias dedicadas al viejo tema del Infierno, que ya se merecía una revisión después de tantos años de presión científica y ortodoxia ideológica. Ante todo, hizo notar que ni el Cielo ni el Infierno eran entidades físicas: ni el uno ni el otro se encontraban en algún punto entre las nubes, ni enterrado a muchos kilómetros bajo tierra. No: tanto el Cielo como el Infierno (y el Purgatorio, esa sala de espera de los buenos no tan buenos), dijo, son "estados del alma" de los individuos en su relación con dios. Así, el Infierno es el estado del alma de las personas que se han alejado de él, y así para cada una de las terminales post-mortem del cristianismo. (Incluso hizo notar, ya que iba por el tema, que Satanás tampoco existía como una entidad, ya que "había sido derrotado por Jesús").
A mí, en lo personal, no me interesa mucho si existen o no Paraísos, Purgatorios e Infiernos: los asilos para los muertos del cristianismo pueden, desde mi punto de vista, quedarse con los cristianos. Pero aún así le reconozco la obra a Juan Pablo II: la suya fue una lucha por humanizar al cristianismo, de paso que hacer a la religión entrar de lleno en la modernidad, al mundo post-cartesiano y post-hegeliano, porque una religión, el lo sabía, no puede existir sin lucidez, ni mucho menos sin saber cuál es el mundo que le rodea. Mucho menos una como el cristianismo, que tiene com principio existencial el compromiso con el prójimo.
Pero el capítulo Juan Pablo II terminó hace ya casi cinco años, y ahora las cosas empiezan a pintarse un poco distintas, ya entrado el capítulo Benedicto XVI, el cristianismo según Herr Ratzinger. Quien, como nadie pone en duda, es un hombre no sólo chapado a la antigua muy antigua (¿siglo VII o VIII, aproximadamente?), sino que ha entablado una lucha tenaz contra todo aquello por lo que su antecesor defendió: el pluralismo moral, la libertad de los individuos frente a y dentro de la religión, la apertura hermenéutica de la Biblia y, en general, todo aquello que relacione las palabras "Religión" y "Modernidad".
A Ratzinger no sólo le ha parecido necesario autorizar, entre otras medidas, la vieja costumbre de dar la misa en latín y de espaldas a los asistentes a la iglesia. Eso es apenas un detalle, un formalismo. A principios del año 2007, el bueno del papa, cansado de pecadores y ateos, y de que el cristianismo fuese en la modernidad "una viña devastada por jabalíes", puso las cartas sobre la mesa y anunció que el Infierno volvía a abrir sus puertas. "El Infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno", dijo Herr Ratzinger; y, seguramente, a los creyentes más creyentes los mandó a buscar sus látigos. Por si a alguien no le gustó mucho el Renacimiento, ¿eh?
Pero más allá del retroceso que significa reponer al Infierno; más allá de la ruptura que el hecho significa, frente a los esfuerzos de su antecesor Juan Pablo II por traer al cristianismo y a la iglesia católica al aggiornamento con el mundo contemporáneo; más allá de todo esto, digo, habría que preguntarse una cosa: ¿por qué revivir la vieja idea del Infierno físico, la del castigo eterno de los pecadores? Porque no todo en el mundo Vaticano son los caprichos de sus papas y cardenales, ni sus esmeros para construir máquinas del tiempo. No: hay otras consecuencias implícitas en el asunto. Y el papa, ténganlo por seguro, lo sabe muy bien.
Cargar con la responsabilidad de ser el papa, el pontífice, el representante del mundo cristiano, católico y apostólico y toda esa mierda, implica asumir no sólo un rol social, sino también, por el cargo, mucho poder. De las ideas que Ratzinger defiende ya sabemos bastante, y si a alguien detesta es a los que tragiversan su religión, se la toman muy poco a pecho o la niegan por completo (véanse, sino, algunos pasajes de su Caritas in veritate). Su visión es totalizante y universalista: el orden debe ser Uno, el de dios, que es ya no solo justo, sino también castigador.
Llegados a este punto, la palabra "castigo" no es, en modo alguno, gratuita. Como muy bien nos lo ha hecho notar la vieja teoría crítica, y respecto a este punto sobresalen las aplicaciones de Foucault (Cf. Las redes del poder), el castigo y su adverso, el premio, forman parte esencial de un discurso de dominación, al asegurar una serie de consecuencias en el comportamiento humano en base a su deseo de ser premiados o castigados. Foucault, para ejemplificar esto, utilizaba un estudio sobre el rol de las prisiones: gracias a su existencia (que es ya la amenaza y la prueba del castigo), la sociedad puede certificar un orden, un código de comportamiento moral y social y, por ende, su propio poder sobre los individuos, que actuarán en vistas a evitar el castigo. En el caso de Darth Sitheous... ¡Perdón! En el caso de Herr Ratzinger, la representación del castigo es menos tangible, pero mucho más peligrosa en el ideario humano: el Infierno, prisión eterna, castigo eterno. Al poner sobre la mesa de juego una carta tan amenazante y terrible como esta, asegura su poder y su dominación, al dar por seguro que la gente puede condenarse si no se anda con cuidado.
Así, pues, el Vaticano hace ondear sobre sus techos la bandera de la intolerancia, del retroceso ideológico y formal, la de la represión ideológica y la del miedo. El proyecto de Ratzinger sigue en pie, y ahora tiene un capítulo nuevo en su encíclica Caritas in veritate (sobre la que ya hemos discutido algunos puntos en este blog). Yo me considero un defensor de la tolerancia (y miren que no defiendo muchas cosas), y normalmente me importa un carajo lo que hagan los partidos y demás entidades de poder, pero cuando me parece que debo, o puedo, o me da la gana de decir algo, lo hago. Y me voy a tomar la libertad de ir contra uno de mis principios de tolerancia, y voy a hacer un llamado: Romanos, ¿por qué no se la arman de una vez por todas y mandan a fusilar a Ratzinger? O a crucificarlo de cabeza, para darle el placer de sentirse un mártir. En fin, bromas aparte, lo que digo es que hay que preguntarse muy seriamente cuál es el tipo de rol que está jugando Ratzinger en el mundo cristiano, tomando en cuenta que el cristianismo tendría que ser tolerante y justo, siguiendo la profesión de "Religión es Amor" que dejó Jesucristo (y esto lo digo yo, siguiendo la interpretación cristiana humanista, pese a que no doy ni dos centavos por el cristianismo). En fin, que tonterías las justas, e hipocresías papales por donde vinieron. ¡Que estamos en pleno siglo XXI, joder!
Bueno, supongo que las cosas seguirán como tengan que seguir; yo ya dije lo mío. Y a ver con quiénes me encuentro en el Infierno, ya que ha vuelto a abrir sus puertas, y tal y como están las cosas, no espero merecer nada mejor, cortesía de Benedicto XVI.

NOTA: Este es el artículo prometido. El anterior, "El Infierno y el Miedo: una reflexión", es su prólogo. Advierto, de paso (porque hay lectores incapaces de reconocer el sarcasmo y la broma aunque le bailen desnudos frente a los ojos), que no es que yo me proponga, en modo alguno, promover el asesinato del papa (¿o sí?). Me basta con que quede en claro cuáles son mis sentimientos hacia él. Y que pasen una maravillosa estancia en el Infierno, ya que estamos en esto.

miércoles, 24 de febrero de 2010

El Infierno y el Miedo: una reflexión


No parece que la gente vaya a cansarse nunca de hablar del Infierno. Y claro: hay que reconocer que, como problemática, se le incrusta en el pecho a cualquiera que se diga mortal, y en ella se articulan las preocupaciones más humanas acerca de la trascendencia y la inmortalidad con esas otras que hemos adoptado de una larga línea de discursos de poder y contrato social, las que tocan el bien y el mal, la ética, los códigos morales. Quien haya leído The will to believe de William James recordará, de hecho, su comentario acerca de la "Apuesta de Pascal": no podemos saber si existe un dios basándonos en la experiencia, pero, en vistas a los riesgos que implica el no creer, más conveniente resulta que creamos que existe (no perdemos nada, y podríamos ganar mucho), que es casi reformular eso que escribió Ovidio acerca de que hay que creer en los dioses porque conviene que los haya.
Pero no es la creencia lo que me llama ahora mismo. No es la primera vez que hablo del infierno, y recuerdo haber comentado algo acerca del tema el año pasado (mismo canal, mismo comentador). Hoy, quería llamar la atención sobre cierto fenómeno que me parece bastante curioso: la valoración del Infierno.
En un principio, existieron dos deidades que eran, también, fenómenos: para los griegos, Thánatos era el dios que traía la muerte, y Hades hacía las veces de rey y reino donde iban a parar las almas una vez finalizada su existencia por el barrio. Pero en aquel entonces la gente no veía mal a la muerte, sino que la aceptaba como algo necesario y natural. Si se quiere, remontémonos a los tiempos más arcaicos, a lo que Coulanges ha llamado el "orígen de las civilizaciones": tiempos fueron en que la muerte no era concebida como un "dejar de ser", sino como un "ser" más absoluto. Al morir, las almas se convertían en dioses familiares, en manes, que eran atendidos por los vivos por los que velaban (de hecho, se temía más al exilio que a la muerte). De hecho, Homero y Virgilio recuerdan que en el Hades no sólo se castiga: también se premia.
Este es el tipo de pensamiento (que todavía reinaba entre los romanos, mucho más "terrenales" y llamativos que los griegos) sobre el que se fundaron los prejuicios del cristianismo. Como un vulgar tumor antinatural, el cristianismo pervirtió desde sus orígenes al pensamiento occidental, y a todos les decía: "Si pecas, vas a ir al Infierno, donde serás castigado por toda la eternidad", a la vez que no se cansaba de repetir a todo el mundo: "Eres un pecador; porque eres humano y, por ende, débil". Todos estaban condenados, todos temblaban de miedo. Para el juicio cristiano original, es muy difícil que alguien llegue al Paraíso (que, de hecho, debe estar vacío, pensadas así las cosas), por lo estrictos que son sus formularios de afiliación; para el Infierno, sólo tocas y te dejan entrar.
Así llegó la Edad Media, con sus crueles representaciones del Infierno: Dante (of course), San Agustín sin cansarse de hablar de la Civitas Dei y Durero son buenos ejemplos de lo que digo. Y, como todo el mundo estaba convencido de ser un pecador, la muerte se vistió de negro y empezó a respirar un aire frío como el hielo. A todos, claro, se les caían los pantalones del miedo. Morirse era lo mismo que estar condenado.
¿Y hoy? Hasta cierto punto, es la misma historia: aunque ya no queden tantos que se crean las historias de fuego, tenazas y latigazos que se popularizaron en otros tiempos, el prejuicio ya está enterrado como una astilla en la piel de la cultura occidental. Para ella, la muerte no es natural: debe ser evadida bajo cualquier circunstancia, y la buena salud y la longevidad son metas aceptadas casi por todo el mundo (la propaganda antitabaquista lo sabe muy bien, y se aprovecha de eso para meter en la cabeza de todo el mundo sus inhumanizantes ideales). Pero no todo está pintado del mismo color: hay cosas que han ido cambiando.
Desde que Baudelaire se enamoró de Satanás, de su reino y de todos sus suculentos "paraísos artificiales", muchos han empezado a cambiar sus miras. Hoy, el Infierno es más que nada un símbolo, una forma de representar la realidad (subrayando la visión personal, y olé por Schopenhauer), y si en otros tiempos fueron Dante y Swedenborg, hoy los retratistas del Infierno son otros, con otra forma de ver las cosas. Desde el "hermoso caos" y las sordideces de Henry Miller hasta los cuadros de Tola; desde los óleos desesperados de Faulkner hasta las ciudades vacías de Sartre, el Infierno ha tomado nuevos matices: el Infierno está aquí, somos nosotros mismos, estamos solos. Y, aunque cruel, el Infierno está lleno de tesoros: es una belleza. Casi estamos listos para volver a abrazarnos de los talones de la muerte.
Yo no sé si existirá algo parecido al eterno retorno o a la dialéctica de la historia; personalmente, soy incapaz de creer en estas cosas. Sólo se que las cosas cambian mientras se pasan los días: hoy, mucha gente aprende a resignarse a ser humana. Nadie nos espera al final del camino. Y, sin embargo, estamos aquí, patéticos e insignificantes, pero luchando al fin y al cabo, aunque no tengamos un por qué. He ahí la gloria del Infierno.

NOTA: Este artículo es el prólogo de otro que tengo en preparación mental, y que estaré poniendo por escrito y publicando muy pronto, lo más probablemente mañana. Verán que el tema, efectivamente, tiene vigencia, y todo porque hay gente como... en fin, que ya lo diré todo en su momento. Y que llegue el día en que podamos alzar las copas por allá, entre súcubos y poetas.

J. P. Witkin: una estética particular


Hay quienes piensan que las artes visuales deben ser, siempre, agradables a la vista. Alguna vez, de hecho, un amigo me dijo que no le gustaba Fernando de Szyszlo porque "no le decía nada": sus cuadros son todos tan abstractos y oscuros que se le hacían incomprensibles y, además, descuidaban lo que él consideraba una estética. Recuerdo que me dijo que, para él, un buen cuadro era uno que podía colgar en su sala: en ese sentido, Rembrandt, Monet, Hopper, quizá Van Gogh...
Hay que reconocerlo: es una teoría válida, pero yo no podría estar en mayor desacuerdo con ella. Más de una vez lo he dicho: a menudo, el buen arte es ese que más cala ya no en nuestros corazones, sino en nuestros esófagos, páncreas e hígados, nos remueve hasta la náusea y, en general, nos perturba, dejándonos con la sensación de que hemos sido violentados (o violados) de alguna forma.
Puestas estas cartas sobre la mesa, hablemos de la obra de un genio. Hablemos del fotógrafo Joel Peter Witkin. Yo lo conocí hace no demasiado, vía Tola (¿quién más podía hacerme llegar una obra semejante?), que hasta se tomó la mole
stia de prestarme un libro suyo. Ahora bien, y aquí debo advertir a mis lectores: la obra de Joel Peter Witkin sobrepasa, con creces, los límites del gusto, y es autor de una estética absolutamente propia que, a su modo, no pretende ser exactamente "bella", pero que definitivamente es perfecta, aunque desgarradora. Y créanme cuando les digo que basta con ver una de sus fotografías para saber que no exagero ni un poco: además de los modelos usuales, Witkin buscaba otros, más marginales, a los que convertía en "héroes" de su propio sistema de símbolos: transexuales, enanos, hermafroditas, enfermos, mutilados y, por si todo esto fuese muy poco, muertos, mejor si decapitados, o por piezas.
Pueden estar seguros de que ningún fotógrafo puede causar tantas polémicas como Witkin. Araki, Mapplethorpe o Weston desafían a su público: la belleza puede ser sórdida, dolorosa o grotesca, y puede estar vestida de las formas más terribles. Pero en Witkin el sentido de la agudeza raya en lo más agudo de todas estas cosas, y no han faltado quienes lo consideren un monstruo, una amenaza para la moral o un terrorista del buen gusto. Y, sin embargo, hay que reconocérselo: J. P. Witkin es un verdadero genio.
¿Qué clase de estética es la que se expresa a través de un cuerpo decapitado que posa desnudo sobre una silla? Definitivamente, una de las más
inimaginables. Y, sin embargo, también una de las más precisas. No voy a teorizar, porque si me dedicase a repasar posibles interpretaciones de la obra de Witkin necesitaría algo más que un blog, y más tiempo del que dispongo. Baste decir que la mirada se clava sobre la humanidad misma, en el más tétrico y honesto sentido de la palabra. Piensen, si quieren, en Pasolini. Piensen, si quieren, en los fotógrafos que he mencionado antes, y sumen todavía otro par de nombres (Francesco Cocco podría ser uno de ellos). Esa es la forma de hacer arte de la que hablo: un arte que no quiere dejarnos tranquilos, sino que quiere regalarnos unas cuantas horas de insomnio o algunas noches en vela para que nos demos de cabezasos contra la pared; un arte que sabe que existe ese punto de vista desde el cual la humanidad es horrible y, por eso mismo, hermosa y digna. Guerra de polvo. Silencio.
Pasan de las cuatro de la mañana, así que terminaré diciendo esto: que, si la suerte me sonríe, podré ver una exposición de las fotografías de Witkin con mis propios ojos; que, si fuese posible, me encantaría sentarme a tomar unos tragos con él, s
abiendo que la conversación no sería exactamente "encantadora"; que pocos fotógrafos se han merecido con tanta justicia el título de Genio, así como lo pongo, con "G" mayúscula.

Fotografía: "Woman once a bird"

domingo, 21 de febrero de 2010

Recordando a Paco Herrera

Habría que preguntárselo, ¿no? ¿Qué demonios pasó con Paco Herrera? De este lado del mundo, ni qué decir, que casi ni se lo ha conocido (y si yo lo he oído es porque la curiosidad me ha llevado por otros caminos que los de lo que la gente escucha, no porque sonase), y Latinoamérica, ciertamente, no ha sido su patria. Pero en España tampoco parece recordárselo mucho, y eso que fue de los grandes, de los que se atrevieron a poner algo nuevo donde parecía haber mucho y, bien visto el asunto, no había nada. 
La pura verdad es que las cosas están así, y de Paco Herrera ni mu. Yo no soy un experto, pero aunque lo he escuchado poco, no puedo decir que mal: sus canciones merecen más de un oído bien atento. En cambio, quiero copiar aquí la entrada de dvd (autor del blog "Opciones Avanzadas Ltd") sobre el asunto, que fue la que me hizo reparar a mí en tan extraño silencio, y de paso dejarles un video de una de sus presentaciones, cantando Mi cárcel no tiene rejas (quería poner alguno de Como caballo de Troya, pero el único video de esta canción en Youtube es patético). Y, ya les digo, hay que tomarse un tiempo al día para pensar bien si no nos estamos olvidando de alguien. 

Dvd dixit: "Aprovechándome de las ventajas de la red a la hora de intercambiar impresiones más o menos personales, lo de hoy sí que es muy personal, un desacomplejado exorcismo de un sevillano a través de uno de sus cantautores más personales e injustamente olvidados. Paco Herrera supuso, a principios de los ochenta, nada menos que una importante continuación al rock andaluz de los setenta (llámese Triana, Alameda, etc...), aunque con un tono deliberadamente más poético y hundiendo sus desgarradoras letras en la tradición flamenca con más fuerza aún si cabe. Como caballo de Troya fue su proyecto más ambicioso, una ópera rock sobre el infierno de la heroína, sus miserias, esperanzas y mártires. Herrera no es condescendiente, su poesía siempre fue muy cruda y directa, y si Lou Reed hubiese nacido en Sevilla y hubiese escuchado a Caracol en vez de Elvis... pues eso. Mis recuerdos alcanzan a aquellas cassettes de mi padre, con todos aquellos héroes andaluces junto a los anglosajones; el olor de los porros y los pubs que ya no existen; el final de los ochenta... Ya nadie se acuerda de Paco Herrera, por eso lo traigo aquí, porque no veo qué sentido tiene un mundo tan lleno de posibilidades como la red si no es para conocer lo que no conocíamos. Puede que alguien vuelva alguna vez a comprar un disco de Paco Herrera..."


El ensayista Borges

 
Creo que nadie que lea con placer a Borges puede decir que su vida siga igual a como era antes de leerlo por primera vez: si ese ha sido el resultado, es que ha calado en el pobre e incauto lector todo ese complejo y, a menudo, recargado universo de símbolos, juegos, sonidos y bromas que es el suyo. Mi caso, por ejemplo: en aquel entonces, yo tenía quince ridículos años, era un gran lector de Tolkien, de Gerald Durrell, de Byron y de mis recién descubiertos Bukowski y Sábato. Y un día, un amigo me habló de un escritor argentino: me dijo que era un "filósofo", y que se llamaba Borges. No recuerdo muy bien todo lo que me dijo, pero sí la emoción que lo hizo, y me habló de dos cuentos que lo habían entusiasmado mucho: El jardín de los senderos que se bifurcan y Las ruinas circulares. Obviamente, yo enseguida me hice con una edición de Ficciones que tenía mi madre y no sólo me leí esos dos, sino que me devoré el libro. Poco después, volví a hacerlo; hoy, ya no sé cuántas veces he leído esa colección de cuentos, y no importa, porque sigo volviendo a ella cada cierto tiempo, nunca menos impresionado por un escritor de semejante genialidad (en algo estoy de acuerdo con Luis Jaime Cisneros: si tuviera que elegir una escasa biblioteca personal para sobrellevar mi existencia en una isla desierta, ésta tendría que incluir las Obras Completas de Borges).
Pero debo reconocerlo: si alguna vez hubo un tiempo en que leía los cuentos de Borges dos o tres veces cada dos meses, hoy los retomo una cada tres o cuatro; en cambio, con cada día que pasa, y desde hace ya cerca de dos años, me vuelvo cada vez más hacia sus ensayos: palabras precisas, escritas con un cuidado poético que llega a generar ternura y de una erudición que, más que como un desafío, se presenta como un placer. 
El ensayo fue, siempre, un género muy cuidado y cultivado por Borges. Sergio Pastormerlo, de hecho, ha llamado la atención en su libro, Borges crítico, acerca de cómo el único género que Borges cultivó a lo largo de toda su vida fue el ensayo o la crítica-ensayo, desde las revistas hasta los prólogos de su Biblioteca personal. Ahora bien: Borges no fue, definitivamente, el tipo de ensayista que se fijaba en los grandes temas y problemáticas de género típicas en muchos ensayistas, sino que la suya era una forma muy personal: fijar la vista en detalles, curiosos o banales, que convertía a través del análisis, la comparación y la cita en símbolos desde los que había que volver la vista con un lente nuevo hacia el tema elegido y, de paso, volver a leer el ensayo en cuestión, para notar todo lo que no habíamos notado cuando no sabíamos de qué iba Borges. De este modo, se renueva la lectura (a través de la relectura, claro está) y, de paso, se forma un diálogo con el lector, que ha sido cariñosamente burlado por Borges. Es por todo esto, el detallismo y sus pormenores, que siempre he pensado que Borges es un autor que no sólo nos puede enseñar a escribir, sino también a leer, a leer de verdad y en una forma genial, que convierte a la obra de arte en algo único, en cuyo análisis las cuestiones de género y teoría no pasan a ser otra cosa que buenas formas de pasar el rato, de divertirse y, como diría Borges, "ser feliz".
Un logro de Borges en este campo fue, pues, concebir al género ensayístico o teórico como un género de ficción (como él mismo decía, las ficciones de Leibniz, Descartes o Schopenhauer superan por mucho a las de Wells o Kafka). Y no lo decía a la ligera, sino pensándolo muy bien; tanto, que notó que el género ensayístico tiene una fórmula y, por ende, una estética propias, lo que significaba que un ensayo se podía escribir como un cuento. El resultado de esto fueron textostan geniales como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Pierre Menard, autor del Quijote o su Examen de la obra de Herbert Quain, que no pueden llamarse cuentos: son ensayos fantásticos, son parte de ese género del que Borges inventó una forma propia, la ficción.
Después de sumergirme en el mundo ensayístico de Borges, he descubierto que todos los otros textos pueden ser leídos "a la borgeana". Autores como Russell, Hegel, Leibniz o Wittgenstein abren puertas inimaginables cuando uno los lee de la forma en que Borges nos enseña a leer: fijándose en los detalles, atentos a la estética de las formas y las construcciones, interpretando y creando porque leer es una forma de crear. Leyendo con imaginación.

viernes, 19 de febrero de 2010

Lawrence Durrell en Cosas Hombre

 

Acaba de aparecer el último número de Cosas Hombre, y con él mi artículo sobre el viejo Larry Durrell, una contribución a la noble labor de rescatar sus libros de los estantes más polvorientos de las casas (y, de paso, a ver si los de Debolsillo se deciden a publicar de una maldita vez los dos tomos que les falta publicar del Cuarteto de Alejandría). Claro que esta tarea es apenas una nadería: al fin y al cabo, un genio del tamaño de Lawrence Durrell no necesita defensores, y se basta muy bien a sí mismo. Llegará el día, estoy seguro, en que la gente reparará en su existencia. (Por favor, que alguna editorial se decida a reeditar todos sus libros, a ver si puedo hacerme con toda su obra de una vez por todas, en lugar de ir saltando de fragmento en fragmento, una novela por aquí, un epistolario por allá... carajo). Lo más gratificante de todo, sin embargo, es el maravilloso trabajo de diagramación que han realizado los de la revista; nunca imaginé, mientras lo escribía, que quedaría tan... bonito. 
Además de este brindis por Durrell, hay otras cosas muy buenas en la revista. Un vasto artículo sobre Quentin Tarantino (pedazo de genio maldito) y otro sobre los pechos (todavía no lo leo, pero promete, eh, promete). Están los de Víctor Coral (uno bien suculento sobre las Lolitas), César Gutiérrez (hablando, cómo no, sobre lo que podríamos llamar el "apocalipsismo") y Renato Velázquez (famosas fugas penitenciarias en el Perú), más otro de Willy Niño sobre el magistral jazzman Sonny Rollins (the best of the best). Como para no dejar de darle una hojeada.

jueves, 18 de febrero de 2010

miércoles, 17 de febrero de 2010

Conchita Cintrón, in memoriam


En mi mente, siempre fue una figura épica, una diosa Diana: rubia y hermosa, atravesando el ruedo sobre su caballo, espada y capa en mano, presta a enfrentar al toro. Y, ahora, vuelvo a recordar aquella tarde de la temporada de toros de Acho, cuando se pidió un minuto de silencio por los toreros muertos en el transcurso del año: su nombre figuraba en aquella lista; o aquella mañana de febrero en Lurín, cuando me senté al lado de mi abuelo, que estaba tendido sobre su cama, y éste me enseñó el artículo del periódico donde se hablaba de su muerte, comentándome, de paso, todo lo que él quería decir sobre ella, que fue, como para tantos otros toreros, su amor platónico.
Hoy, 17 de febrero, decía, se cumple un año de la muerte de Conchita Cintrón, la Diosa de Oro de los ruedos, que perteneció a todas partes sin saber de más hogar que la arena y la lidia. Rejoneadora por formación, torera de a pié por afición, largo ha sido el camino para ella: desde las clases de equitación en Lima, donde creció, y su debut como rejoneadora en la Plaza de Acho hasta la gloria en México y España, de ahí al desafío a las reglas de los ruedos de Franco, la despedida y el retiro, rodeada por su esposo e hijos, en Portugal, donde dedicó los años que le quedaban a escribir sus memorias.
No voy a hacer de esto algo demasiado largo; baste con recordar las palabras que sobre ella escribió el cronista taurino Gregorio Corrochano: "el día que se baje del caballo se tendrán que subir al caballo muchos toreros". Ahora, tantos años después de haberse retirado, se ha bajado. A ella le tocó ver morir a más de un amigo en la arena del ruedo, pero le tocó la despedida en medio de la paz y del amor del hogar. Una copa en alto por tí, Conchita, y por la leyenda que te has dejado detrás.

Salinger según Victor Coral


Retomamos la palabra sobre Salinger, pasadas ya las semanas como brisa sobre su recuerdo. He de reconocerlo: yo hablo de él con una devoción y un cariño enormes, pero lo hago en función al único de sus libros que leí, El cazador oculto. Y eso, creo, es una limitación: siempre lo he pensado, y ahora más que nunca. ¿De qué otra forma podría ser, después de la "invocación" de su obra que ha realizado Víctor Coral en un artículo publicado en el último número de Cosas? Porque claro: Salinger, para mí, fue siempre el autor de esa novela y de dos libros más, que nunca cayeron en mis manos. Ahora, recién ahora, vengo a plantearme seriamente la cuestión acerca de cuán amplio es realmente el universo de Salinger en lo que se refiere a sus obras publicadas, y bueno, supongo que habrá que empezar a incluir sus títulos en las listas de libros que tengo que comprar (el problema es que esa lista es tan extensa...). Los hombres, y esto lo tiene que saber cualquier lector de Salinger, tenemos que seguir siempre a la expectativa de lo que nos vendrá, listos para tomarlo y, de alguna forma caótica, supongo que crecer.
Creo que el Salinger que ha retratado Coral, con tanto esmero, cuidado y cariño, es uno de los mejores que podemos recordar: el rebelde casi juvenil, comprometido consigo mismo frente a un mundo que había perdido todo el interés, ingobernable y genial. Un terco y eterno adolescente.
En mi vida, entretanto, Salinger es como ese viejo amigo al que nunca o casi nunca vemos, pero al que guardamos un cariño infinito; ese amigo del que sabemos que, cuando suceda el milagro y nos volvamos a encontrar, dicho encuentro será una ocasión magnífica, única y, si se quiere, llena de lágrimas. Porque supongo que es así: cada cual tiene su propio Salinger, y nadie puede evitarle la ternura. Salinger el hombre, no lo dudo, habría vomitado solo de escucharlo; Salinger el autor está demasiado cerca de nosotros como para poner todo esto en duda.

martes, 16 de febrero de 2010

Algo de Javier Krahe


Nunca terminaré de entender cómo algunos hombres pueden pasar desapercibidos. Que Van Gogh haya tenido que esperar a estar enterrado para que la gente notara que probablemente nunca había existido un pintor como él, es algo que hasta ahora me sigue dando dolores de cabeza; o, en un caso antagónico, que escritores tan múltiplemente geniales como Lawrence Durrell o, según me dicen, Helmut Newton hayan pasado a engrosar las páginas del olvido generalizado me llena, sencillamente, de algo similar al desprecio por la humanidad entera. Tampoco reconocieron en Schopenhauer a un genio sino hasta que el filósofo llegó a la vejez, una vez que Hegel estuvo muerto (aunque no enterrado), y salvo unos pocos como Nietzsche o Wagner, nadie se dio cuenta a tiempo de la terrible verdad que podían esconder sus páginas. Y, del mismo modo, una figura tan fascinante, un hombre de genio tan único como lo es Javier Krahe sigue pasando desaprecibido (quizá por suerte para él).
Claro que hay quienes no ignoran su nombre: Krahe, el urdidor de letras sarnosas y socarronas, llenas de humor picaresco y sátira; Krahe, el cantautor del clásico Café Central de Madrid; Krahe, el viejo amigo de Chicho Sánchez Ferlosio y de Joaquín Sabina; Krahe el de La Mendrágora; Krahe el Maestro. Porque, ciertamente, un hombre como Javier Krahe es irrepetible, y, por suerte para nosotros, le tocó vivir en un siglo en que todavía podíamos llegar a escucharlo.
¿Qué quieren que les diga? Siempre soñé con entrevistar a Javier Krahe. Pero ninguna gira lo atarea con los incómodos viajes a tierras latinas, y yo no puedo darme el lujo de darme un salto a Madrid, para buscarle. Es cierto que pasa desapercibido, pero basta con escucharlo una vez para que se le quede a uno clavado en el pecho y en la memoria, sin la menor esperanza de olvidar.
Algún día me sentaré con más dedicación y hablaré un poco más largamente sobre Krahe; de momento, les dejo una canción, que por corta no pierde un gramo de genialidad ni de humor, y a ver si empiezan a entender un poco todo este mar de agradecimiento y admiración que derramo mientras escribo. Salud por tí, Krahe.


¿Porno romántico?

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lunes, 15 de febrero de 2010

H. R. Giger: una estétca de lo grotesco


Hace mucho tiempo que no hablamos de pintura; y, a decir verdad, hace ya varios meses que doy vueltas a la idea de escribir algo por aquí sobre la obra de uno de los pintores más novedosos, curiosos y, no sé cuál sea la palabra, ¿"grotescos"? de las últimas décadas. Porque hay que decirlo de arranque y sin demasiados preámbulos: la obra de Hans Ruedi Giger no tiene precedentes, como no sea que nos pongamos a hablar de sus influencias (Dalí, notoriamente, y, según mi humilde parecer, Ernst Fuchs y Jean Delville), y tanto por su técnica como por su temática, Giger ya se ha labrado un lugar importante entre los pintores no sólo más importantes, sino también más novedosos de lo que viene siendo el tiempo desde mediados del siglo pasado.
Seres andrógenos, "cyborgs", máquinas antropomorfas o que simulan órganos humanos... la temática a la que H. R. Giger vuelve una y otra vez parece ser siempre esa, consiguiendo que las similitudes, la mera evocación de lo "humano", se convierta, por la forma en que se encuentra graficada, en algo perturbador. Pensemos, por ejemplo, en el más famoso de sus diseños, ya que no de sus pinturas, y preguntémonos por qué Alien (si, si, el de la película Alien, que lo diseñó Giger) nos resulta tan grotesco, y pronto daremos con la hipótesis, que yo creo cierta, de que es en virtud a sus rasgos humanizados, especialmente en los detalles: la forma de los dedos y de las las manos, la columna vertebral, la boca...
¿Por qué? Porque lo que Giger parece querer demostrar es que es precisamente aquello que se nos parece sin llegar a ser como nosotros mismos, sino manteniéndose siempre un poco por encima o un poco por debajo, lo que más nos repulsa, perturba y acongoja. Una suerte de definición de lo que es lo "grotesco".
Por lo demás, de más está ya decir que en la obra de Giger abunda lo simbólico y lo onirista, que hay referencias muy crudas a la sexualidad, o que uno de los puntos fundamentales de su "cyborguismo" es el fetichismo. Las diferentes creaciones de Giger son criaturas casi humanas que, ya sea que se arrastren o que se muevan a una velocidad inusual e inesperada, nos hablan un poco de lo que puede llegar a ser la imaginación y, de paso, de lo grotescos que somos nosotros mismos.
Y eso, creo yo, es algo de lo que quería decir. Por supuesto que hay más, muchísimo más, y no en vano es Giger uno de los grandes genios de las artes visuales (su obra incluye bocetos, diseños, pinturas y esculturas), pero creo que con lo dicho basta por el momento. El resto del trabajo se los dejo a ustedes, a su curiosidad y a su reflexión.

martes, 9 de febrero de 2010

Anti-antitabaquismo

Aunque rara vez leo su columna en El Comercio, tengo al señor Fernando Vivas como un periodista y un opinador de lo más (o menos) respetable. Y no está nada mal que diga las cosas como las piensa, quién lo pone en duda; pero, del mismo modo, pienso tomarme, ahora, yo el derecho a decir un par de cosas contra el otro par que dice él, ya que hace mucho es la hora de abrir la boca respecto al tema.
El día de hoy, martes nueve de febrero, el señor Vivas se queja, como todo el mundo desde hace ya un tiempo, de los fumadores en los espacios públicos o, más exactamente, de los espacios públicos que permiten que la gente fume. Los argumentos de los no-fumadores antitabaquistas (que no es lo mismo que decir los no-fumadores a secas, ojo) me los conozco de memoria: que están en su derecho al querer defender su salud y su comodidad, o como lo dice el señor Vivas, "que no me escupa sus cortinas de humo en lugares públicos donde el olor se impregna en mi ropa y en mi pelo". Vale, me parece perfecto; pero, ya que hablamos de derechos, hagámoslo bien, ¿no les parece?
En primer lugar no lo voy a reservar a los derechos de los fumadores (que los tenemos, como seres humanos que somos, ¿o se creen que sólo los tienen el pelo y la ropa del señor Vivas?), sino más bien del dere
cho de otra gente: los dueños de los lugares públicos. Es cierto que la ley vigente 28705 impide fumar en lugares públicos, con la excepción de un área cerrada que represente el 20% (desde hace no mucho el 10%) del área total en la que los fumadores pueden sentirse como en su casa, pero... ¿es esto realmente cumplir con los derechos de todo el mundo? Un restaurante, un café, una heladería, un bar o una discoteca son lugares públicos, pero como propiedades son privadas. Entonces, ¿quién es el que tiene el derecho de definir y pulir las reglas que funcionen en dicho lugar? ¿El dueño o el estado? Yo he conocido a dueños de cafés que se quejan de no poder decidir acerca de si el público puede o no fumar, sobre todo siendo ellos mismos fumadores. ¿No deberían ser ellos los que decidan acerca de espacios o exclusividad para fumadores o no-fumadores?
A muchos, la pregunta les puede parecer algo tonta, pero tiene un trasfondo mucho más serio: ¿hasta qué punto tiene derecho el Estado a meter la mano, el codo y aún la cabeza en la institución de la propiedad privada? Si yo quiero poner un sofá en el baño, ¿el Estado tiene derecho a venir y decirme a mí, que compré casa, baño y sofá, que no tengo derecho a hacerlo? ¡Y encima se quiere hablar de derechos! Los primeros que son pasados por alto son, siempre, los de los propietarios: como tales, están en su derecho a hacer las cosas como a ellos les parezca, creo yo, ya que son ellos los responsables del lugar (y los que pagan los impuestos, de paso). ¿O no?
Pero eso no es todo, ya que siguen los derechos de los fumadores. Las campañas antitabaco se empecinan en hacer de los fumadores un montón de parias, un grupo de seres inhumanos y anormales, y se valen de todas las estrategias publicitarias y audiovisuales para ello. Todos los fumadores sabemos que fumar no es bueno para la salud, que puede matar... pero eso no significa que seamos engendros de Satán. Como cualquier otro, tenemos el derecho a sentarnos en un café o un restaurante a comer o tomar algo y charlar, con un cigarrillo entre los dedos. ¿A los no-fumadores no les gusta? Bueno, que lo decida el propietario, ¿no les parece?
Para decirlo br
evemente (porque es un tema del que puede decirse demasiado), el antitabaquismo se ha convertido en una campaña de lo más despiadada, maquiavélica y sádica. Las fotografías que las empresas tabaqueras están obligadas a imprimir en los paquetes de cigarrillos son, sinceramente, pornográficas en el peor sentido de la palabra, y se suman a todos los recursos de los que se valen las campañas antitabaquistas para formar un canon del ataque psicológico de los más agudos que se hayan visto. El discurso es bastante legible: el no-fumador está en lo correcto, y el fumador es un idiota que merece ser discriminado por ello. Oiga, pero los fumadores, ¿no somos también seres humanos? Es muy fácil criticar al "apartheid" tal y como se dio en Sudáfrica, pero muy difícil entender que, de a pocos, se está haciendo lo mismo en todo el mundo con los fumadores. Y no, no estoy exagerando: si no me creen, vean el tipo de imágenes que se encuentran en los techos de algunas de las salas para fumadores en los aeropuertos de Europa, como el de Berlín (ver foto abajo), en el que se ve, del otro lado del borde de un agujero, un cielo bastante tétrico contra el que se recortan las figuras de algunas personas muy graves y otra de un sacerdote que da su bendición a los muertos que están del otro lado del foso... es decir, en la sala de fumadores. ¿No es esto un ataque psicológico de los más ruines, acaso? A mí, en lo personal, todo esto me da lo mismo, ya que es muy difícil amedrentarme con cosas tan risibles, pero hay gente que puede ser un poco más sensible ante la materia... y el adoctrinamiento forzoso es, de un modo u otro, adoctrinamiento forzoso.
En fin, señor Vivas y demás lectores, que esto es algo de lo que tengo que decir acerca del antitabaquismo, sus campañas y sus leyes. Hay que sentarse a pensar las cosas un poco más a profundidad a veces, y no sólo preocuparse por el olor que queda en la ropa. Después de todo, y ya que hemos aceptado que los seres humanos tienen, por algún motivo, algo llamado "derechos", pues que se cumplan los de todos, y a dejarse
de joder de una vez por todas.


lunes, 8 de febrero de 2010

"La Dolce Vita", cincuenta años después


Finalmente llegó el momento que los italianos ya celebraban el año pasado: los cincuenta años cumplidos desde el estreno de La dolce vita en los cines de Italia. Esto, claro está, sucedió en realidad hace tres días, el cinco del mes que anda corriendo, pero como andaba fuera de Lima, sin conexión con Internet ni con el resto del mundo, recién ahora puedo darme el lujo de comentar la ocasión.
Ahora bien, la gran pregunta, creo, sería la siguiente: ¿por qué demonios se arma tanta bulla en honor a los cincuenta años de una película de Fellini? Y alguno más podrá añadir: "Que yo recuerde, no se celebran los tantos años de Los cuatrocientos golpes de Trouffault, ni los de El séptimo sello de Bergman; ¿por qué ceder ese honor al filme de Fellini?". Pues hay que responder desde ahora: La dolce vita no es sólo una obra maestra del cine, sino que de hecho creó una nueva forma de ver el cine, y creó nuevos tipos y formas de ver o pasar la vida. En otras palabras, que la película dio a la gente (y, sobre todo, a los pretendientes a artista) una nueva forma de ser, creando toda una gama de personajes, entre los que se incluye al decadente fino, al desesperado indiferente y demás. Claro que esos tipos ya existían, pero el filme de Fellini les dio un nuevo énfasis, los atacó desde una perspectiva tal que, de un momento a otro, ser un "personaje" no era más lo mismo. (Aparte está, obviamente, el "paparazzi", que en italiano es plural de "paparazzo", cuyo nombre nació de uno de los personajes de la película).
Por otro lado, vale la pena recordar un poco la historia de lo que significó el estreno de La dolce vita: hace ya cincuenta años, el público italiano (y, sobre todo, el romano), salió de las salas de los cines dispuestos, todos, a levantarse: los unos, para ovacionar al genio que había sido capaz de forjar una obra maestra como aquella, tan desgarradora como cuidada de la estética; los otros, para insultarlo, amenazarlo o, como de hecho sucedió en la primera proyección en casa de Rizzoli, el productor del filme, para escupirle en la cara y amenazarlo de muerte por haber sido capaz de representar con tanta lucidez y, en cierto modo, sordidez a la sociedad romana y, si se quiere, universal: vacía, desesperada, superficial, ciega e incapaz de seguir lo que quieren en el fondo. De hecho, muchos de los críticos que le dieron un visto bueno fueron expulsados de los diarios y revistas en los que trabajaban, y por algún tiempo el nombre de Fellini pudo ser comparado (como el de Sartre en la España de Franco) un equivalente al del anticristo (porque, dicho sea de paso, a la mayor parte de los sectores de la iglesia tampoco le gustó mucho la película).
Sea como sea, lo importante es que La dolce vita sigue allí, tantos años después, y cuando de la Roma que retrató no quedan más que algunos escombros (los lugares y las formas han cambiado). He perdido la cuenta de la cantidad de veces que la he visto, y sin embargo nunca me cansaré de volver a encontrarme con la legendaria escena en la que Marcello Mastroianni se baña con la espectacularmente buena Anita Eckberg en la Fontana di Trevi; ni aquella otra en la que los periodistas llegan al lugar donde se encuentran los niños que dicen haber visto a la vírgen María, donde logran separar a los miembros de la familia para fotografiarlos en poses de adoración o mistificación; o aquella otra en la que Mastroianni se reúne con un grupo de decadentes en una casa para celebrar una fiesta, de la que salen rumbo a la playa, donde Marcello verá, a lo lejos, al que pudo ser su camino, incapaz de reconocerlo y, finalmente, rechazándolo.
En pocas palabras, que La dolce vita es una obra maestra de cabo a rabo, una verdadera, única y profunda experiencia cinematográfica. Para bien o para mal, es inolvidable, y derrama genialidad. Ya pasaron cincuenta años: pasarán cien, doscientos o mil, y la gente seguirá celebrándola. Señores, una copa bien en alto.

jueves, 4 de febrero de 2010

Hablando de ciudades, "Corazón de Neón"

Todo marcha bien: me paso los días pensando entre café y café, y dándole duro a la novela, escribiendo mucho y borrando aún más, tomándome un rato libre para ver a la novia, o para darme de botellazos con los amigos (la de ayer, por ejemplo, con Hinojoza y Jorge Chávez), y encontrando poco tiempo para el blog, pero ni modo. Ahora me marcho, por la noche, a pasar unos días al sur, pero dejo este video genial, donde dos maestros como Joaquín Sabina y Javier Gurruchaga se lanzan con ese tema que escribió el primero y grabó el segundo con su Orquesta Mondragón, Corazón de Neón (a Barranco también le toca esa canción, dicho sea de paso, y a Lima, si se quiere). Y a todos, buen fin de semana, y próspera resaca.


Para leer a Faulkner


"Se recomienda elegir una habitación que huela a guardado y cerrar todas las puertas y ventanas. La luz debe ser suave, pero consistente y, de ser posible, de color amarillo. Si se puede, hacerse con una pipa y tabaco, pero en su defecto con un paquete de cigarrillos Camel o Marlboro basta (el cenicero, dicho sea de paso, no debe vaciarse a lo largo de todo lo que dure la lectura). Acompáñese con un vaso de escocés o bourbon en las rocas, sin agua, y vístase con algo cómodo y ligero. Sólo por precaución, tenga un frasco de pastillas y un revólver a la mano".

De más está decirlo: Faulkner es una de las experiencias más intensas que puede tener un lector, sobre todo si es del tipo al que le gustan los desafíos. ¡Y qué desafío! Creo que cualquiera que se atreva a releer El Ruido y la Furia más de una vez entenderá a lo que me refiero: cada muletazo hace más pelgroso al toro, y a estos no hay estoque que los mate. Todo lo que puede hacerse con estos libros es levantar el pecho y recibir la embestida con los ojos abiertos, o tratar de echar un capotazo al aire, en vano.
Pero, para el lector que tenga el coraje, Faulkner tiene mucho, pero mucho que ofrecer. Si lo ponemos en paralelo a Joyce (otro autor-desafío), encontraremos algunas grandes similitudes: la construcción de un macrotormento verbal, el detallismo casi morboso (y habría que quitar ese "casi"), la conspiración que convierte al tiempo y al espacio en una figura más del monstruoso ajedrez literario... pero también hay diferencias notorias, que saltan enseguida a la vista. En primer lugar, y sobre todo si pensamos en el Ulysses y en el Finnegan's Wake, el universo de Joyce es casi absolutamente verbal. Como bien lo dijo Borges, el verdadero personaje central del Ulysses no es Leopold Bloom, ni Stephen Dedalus, sino el idioma en que está escrito. De hecho, si pasamos de la forma en que está escrito el libro, su trama y sus personajes son bastante insulsos.
En Faulkner, en cambio, las cosas son muy diferentes: la cuestión de las formas y la construcción verbal no son una excusa, y sus personajes y tramas son tan vivas e intensas, tan desgarradoras, que deben ser muy pocos los escritores capaces de generar emociones tan potentes en sus lectores. En consecuencia, cada palabra es una daga que nosotros, los incautos lectores, recibimos en las manos para ir apuñalándonos. ¡Y que se digan las cosas como tienen que decirse! Cada uno de los elementos de una novela de Faulkner se articula con todo lo demás en una cadena que sólo puede llevar a la tragedia. Dicho sea de paso, el de Faulkner es un nombre que no va nada mal al lado de los de Sófocles y Shakespeare.
Al que le interese mi consejo, y tenga el valor de adentrarse en la que tal vez sea la tempestad más peligrosa de la literatura hasta nuestros días, puedo recomendarle que no deje de leer El Ruido y la Furia, Mientras Agonizo y Luz de Agosto (un paradigma de la novela perfecta, y creo yo que la mejor de Faulkner). Todavía no he tenido la suerte de leer Absalón, Absalón, pero ya llegará el momento. Las palmeras salvajes puede dejarse de lado sin peligro, porque la verdad es que no es una gran novela, aunque tiene momentos muy altos. En fin, que este tipo de detalles son algunos de los que pueden tenerse en cuenta para leer a Faulkner.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Cuando Verdad se escibe con mayúsculas


Hablar de la Verdad en su estado puro no es otra cosa que buscar problemas. Algunos recordarán que hace un tiempo publiqué una entrada en la que traté de esbozar algunos de los problemas que implica el hablar de la Verdad, y uno de los temas que traté fue, precisamente, el de su valor plural y, algunos dirían, "relativo" (esto no en el sentido nietzscheano, sino más bien en uno derivado de Peirce y de James). Que es, por cierto, el tipo de verdad que me interesa a mí: la que se desnuda de toda su seriedad para casi parecer una mentira, porque sabe que puede serlo. Como bien lo dijo Hume, todo conocimiento, toda verdad, es un acto de fe: nosotros damos un sustento a las creencias al implicarnos con ellas, por cómo les dejamos que afecten sobre nuestras vidas; o las alimentamos con una especie de humor casi indiferente, si se quiere, pero considerando, como diría Russell, su valor como hipótesis.
Pero está la otra Verdad, la que se escribe con mayúsculas. Ernesto Sábato decía que cuando se hablaba de la Humanidad con mayúsculas es que la humanidad tenía que empezar a temblar. Pues algo así sucede con la Verdad. Y habría que preguntarse no solo quién fue el que le puso la maldita mayúscula delante, sino también quién se lleva el peso del asunto.
Porque la verdad, sobre todo cuando está con mayúsculas, es siempre un discurso. Sirve, claro está, para dar un orden a la sociedad y, por ende, para estructurarla. Pero, ¿en favor a los intereses de quién?
Este es uno de los temas fundamentales de la teoría crítica (después de Nietzsche, vale la pena revisar los textos de Adorno, Marcuse, Foucault, Gramsci y Pasolini). Yo, les digo la verdad, no se hasta que punto pueda decirse que son exagerados. He de insistir, supongo, en la validez actual de estas teorías (que, recuérdese, es otra clase de discurso), y quizá sea el momento de que alguien formule sus implicancias con el desarrollo de la sociedad virtual, el Internet y la globalización del mundo de las telecomunicaciones.
Ya se lo que dirán algunos: que me puse, de repente, muy serio. Bueno, es un tema que ya he tratado muchas veces; y, de todos modos, les recuerdo que casi todas las grandes masacres de la historia han sido en nombre de la Verdad (y de la Humanidad, de paso).

Imágen: "Rua Ruini", de Xul Solar
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