sábado, 31 de octubre de 2009

"Don Juan regresa de la Guerra"


Quería volver a verla antes de lanzar mis comentarios, pero ya que van pasando las semanas y no tengo ocasión para hacerlo, diré un par de cosas sobre la monumental obra del austríaco Ödön von Horváth, que dirige Jorge Guerra y que se está presentano, hoy por hoy, en el Centro Cultural de la Católica: Don Juan regresa de la guerra. Y, lo primero que hay que decir sobre ella, es eso: que es monumental. Desde la primera escena, cuando aparece Don Juan hablando desde un tiempo postrero, y pasando por las mujeres tumbadas en torno a otra que imita a la Niké ("Victoria"), hasta el final (del que no les digo nada), toda la acción se traduce en imágenes cargadas de expresividad arrolladora y que nos hunden, enseguida, en ese estado de trance en que nos puede poner, por ejemplo, una película de Fellini o Bergman, o un libro como el Fausto de Goethe.
Soy enemigo de los resúmenes y las contraportadas de los libros, así que no les soltaré noticia alguna de la trama. Sin embargo, puedo prometer una obra magna, profunda y llena de símbolos, a la que no le basta contar la historia, sino que nos la muestra a través de palabras como versos, de música y bailes y escenarios. Símbolos, al fin, que se trastocan y que exigen del espectador una perspicacia distinta y activa, lista para interiorizar e interpretar todo lo que percibe. Y, uno de estos símbolos vueltos del revés es, precisamente, el de Don Juan, que ya no es más el de Tirso de Molina o Moliére, sino que ha "vuelto de la guerra", por lo que las cosas, ahora, han cambiado. Pero mejor no les arruino la obra con mis interpretaciones: los invito a verla, a maravillarse y a temblar con ella.
Antes de terminar, quiero agregar un rápido brindis por Jorge Guerra, que ha hecho una labor extraordinaria como director, y otro más por su hija, Alejandra Guerra, que resalta muy especialmente por su fuerza expresiva sobre el estrado. Y porque el teatro de esta ciudad siga tan bien como anda, y mejorando.

miércoles, 28 de octubre de 2009

"La Saeta", según don Serrat y Camarón

De las cosas más grandes de España, tenemos algunas que le son como el vino, el aceite de oliva o la sidra; es decir, fruto de su polvo y su sangre, hijos muy hijos de esa tierra en la que todavía pareciera que la gente puede creer en molinos y en gigantes. Hablo, entre ellas, de dos de las mayores voces de la lengua española, cada cual con su estilete: de un lado, Joan Manuel Serrat, poeta y voz de los poetas; del otro, Camarón de la Isla, esa voz de acero fundido y rayo que amenaza con matarme de alguna emoción fuerte cada vez que la oigo. Y, precisamente, me acabo de dar con un gratísimo video en que el uno da el pie al otro para que cante La saeta (la versión serratiana del poema de Machado) al rasgueo de la guitarra flamenca. Qué par de maestros... le recuerdan a uno lo pequeño que es, ¿no?

domingo, 25 de octubre de 2009

Esas comedias de antaño...


Tal y como están las cosas por estos días, casi no tengo opción de ir al cine a ver una comedia. O, mejor dicho, lo hago cuando los italianos, españoles (olé, Alex de la Iglesia) o los ingleses nos dan placer de hacernos llegar alguna, porque son unos genios del humor; pero... ¿qué pasó con los norteamericanos? Porque todas las comedias familiares y las películas de parodia que se han hecho en los últimos años son... bueno, sencillamente aburridísimas, o se las ven negras y tienen que apelar a lo grotesco, a lo sucio y a lo incómodo para provocar un par de risotadas vacías. Pero hubo un tiempo en que esto no fue así, y los Estados Unidos tenían una pequeña escuela de genios del humor satírico y de la parodia para hacer que nos revolquemos, literalmente, de la risa.
Creo que podríamos llamarla la escuela de Mel Brooks: un humor sencillo pero lleno de detalles inteligentes, muy bien pensado y, sobre todo, lleno de sorpresas que no tenían más objetivo que el de hacer que el público se destornillara de la risa. ¿Una breve lista? Veamos: las dos películas de Airplane (en español, ¿Dónde está el piloto?), Space Balls, Spy Hard y demás, sumando todas las secuelas del tipo Locademia de policías, Locademia de pilotos o The naked gun (¿Dónde está el policía?). Es decir, ese género cinematográfico que generó un culto tan especial y que, ahora, los realizadores parecen haber olvidado (aunque es cierto que series como Family guy no lo hacen, y un brindis por ellas).
La gran pregunta es, ¿por qué degeneró tanto la comedia norteamericana? Que, lo repito, no digo que no haya hecho buenas películas en los últimos tiempos (Roadtrip, por ejemplo); pero es que como las de entonces no han vuelto a hacerse, y no comprendo los motivos. Es decir: son buenísimas y tienen mucho público; pero parece que la gente prefiere ver basura del estilo American Pie (que ni siquiera me ha regalado una sonrisa), o comedias familiares del estilo Más barato por docena o todas esas en las que uno o dos chiquillos bastante estúpidos salvan al mundo (y digo "todas" porque hay infinidad de películas que repiten este argumento), que gozan de la curiosa característica de no poseer ni el más mínimo grado de humorismo.
Yo, por mi lado, prefiero hacer una búsqueda exhaustiva y encerrarme a ver esas comedias de antaño, que sin importar cuántas veces las veas no dejan de hacerte reír, y entre las que Leslie Nielsen figura como uno de los dioses proncipales. Un brindis por ellas, y a seguir buscando (algunas son realmente difíciles de encontrar en estos días). Por lo demás, a los que no entiendan de qué estoy hablando, hagan caso a lo que les digo y búsquen alguna de las que he mencionado antes: no se van a arrepentir.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Ojo por ojo, sangre por sangre: "Inglorious Bastards", por Quentin Tarantino

El arte, cuando es bueno y sabe cerrar su propio circuito de significado, puede permitirse muchas cosas; entre ellas, pasarse por alto los rigores del historicismo, y aún los del realismo. Y nada mejor para demostrar este argumento que la última película de Tarantino, Inglorious Bastards, donde el director demuestra, una vez más, quien lleva los pantalones en los que viene siendo el cine de los últimos tiempos, de paso que nos deleita con otro de sus sensacionales trabajos.
Por supuesto, no voy a narrarles la película (eso sería un pecado); sin embargo, me gustaría decir un par de palabras acerca de ella. ¿Por qué? Porque sin ser la más perfecta de las de Tarantino, refleja con un brillo muy especial el genio particular de este director. No sé si habrá existido, durante la ocupación de Francia, una banda llamada "Inglorious bastards"; lo que sí es cierto es que durante la ocupación, y sobre todo una vez terminada la guerra, la reacción anti-nazi fue fuertísima, y si bien no se trató de Auschwitz, lo que hicieron los aliados y, sobre todo, los judíos equiparó en crueldad a los nazis, pero agregándoles una suerte de sadismo y sed de sangre que sólo podía alimentar la venganza. ¿Si estoy defendiendo a alguien? No: tan sólo digo que, en la historia de la humanidad, no hay inocentes. Lo que al final parece querer demostrar Tarantino es que los seres humanos, piensen lo que piensen y crean en lo que crean, tienen un lado profunda y críticamente violento: en el fondo, todos somos unos bastardos a los que les está vedada la gloria.
Más allá de las geniales interpretaciones que permite, la película es ágil, humorística y con un ese sabor mezcla de piedra fría y sangre caliente que sólo se podía obtener si a Tarantino se le ocurría hacer una película sobre nazis. Además, los personajes son de una vitalidad única, y sumamente llamativos (no lo culpo por querer retomar alguna de sus historias para hacer una nueva película). Ciertamente, es como para ir al cine lo antes posible a verla. Bravo, Quentin.

martes, 20 de octubre de 2009

Caffè, caro amico...


Como bien interroga una frase que encontré hace ya mucho tiempo en una página de internet (www.mundodelcafe.com), "¿Hay vida, antes del primer café?". Y creo que no soy el único que contestaría que no, no la hay: todo empieza con el primer café; antes de él, la cabeza y los párpados nos pesan, el mundo se nos aparece confuso, los movimientos son desgarbados y torpes... por decirlo de alguna forma, nada en el universo ni en la vida parece tener sentido, hasta que probamos un sorbo de la taza humeante y de pronto... ¡zaz! Nuevos colores se introducen en las cosas, algo parece erectarse en nuestra mente y los ojos se abren a medida que su capacidad para ordenar el caos que perciben se enciende.
Compañero fiel, en el trabajo o el ocio, en la soledad o en la charla, negro o con azúcar (depende de los gustos), el café es uno de los pilares de nuestra cultura occidental, ya desde ese lejano siglo cercano al medioevo en que cierto comerciante italiano nos lo hizo llegar desde oriente o desde el norte de África, donde nació. Y reconozcámoslo: hoy, nuestra religión no necesita un cáliz, sino una taza.
La literatura y el cine están llenos de tazas de café: entre amantes, entre amigos o entre gente solitaria; generalmente, acompañado por cigarrillos; en los casos más refinados, por un poco de amaretto. La sola mención del café ya evoca toda una forma de sentir, cierto goce particular que nosotros reconocemos con intimidad. Además, la variedad permite que ese mismo sentimiento tome distintos matices: imaginemos una suma de dos personajes (A - Hombre; B - Mujer; pueden estar enamorados o no, o darnos cualquiera de las dos impresiones). A pide un espresso; B, un capuccino; no es lo mismo que si A pide un americano y B un latte; o, en todo caso, si ambos piden americanos, o ambos piden latte. ¿Qué trato de decir? ¿Que "si me dices cómo tomas el café te diré lo que sientes"? Más o menos, pero no exactamente. Digamos que el café y sus hábitos son una hermosa puerta interpretativa, donde los detalles dan una pista clave para construir el todo. Y, claro está, de gustos y colores no escriben los autores: yo, personalmente, prefiero es espresso clásico, bien cargado, bien negro, y sin azúcar.
Habría que pensar en escribir todo un libro dedicado al café, quizá. Ciertamente, lo merece (como lo han merecido el opio en manos de De Quincey y Baudelaire, el cigarrillo en las de Ribeyro, el alcohol en las de Bukowski o los juegos de azar en las de Dostoievski), y más de uno de nosotros agradecería esas páginas. Entretanto, yo quería compartir esta breve reflexión sobre el tema, por sentirlo en una forma tan cercana (y necesaria), sin entrar en detalles técnicos o históricos. Ahora, mi taza se ha quedado vacía; hora de irse.

domingo, 18 de octubre de 2009

John Banville


Pocos escritores poseen la habilidad de la que goza Banville para manejar sin la más mínima incomodidad (ni para él, como autor, ni para nosotros como lectores) tantas formas de escritura, casi se diría que tantos estilos distintos. Y no me refiero solamente a su álter ego autor de policiales, Benjamin Black, sino también a esa otra máscara que, bajo el nombre de John Banville, es capaz de escribir libros tan distintos entre sí; porque, vistos de forma general, Copérnico y El mar, digamos, no parecen haber sido escritos por el mismo hombre. Y, sin embargo, y por suerte para nosotros, es así, y Banville no parece dispuesto a detener su maravillosa obra.
Aunque le descubrí hace apenas dos años, me he convertido en una suerte de fanático de Banville, y he tratado de hacerme con cada uno de sus libros (ahora mismo tengo uno suyo en mi lista de libros en espera, Mefisto); y esto incluye, claro está, los de Benjamin Black. Pero de todos los libros de Banville, yo me quedo, sin lugar a dudas, con El mar, uno de los libros que más profundamente he sentido en estos años. Un libro sobre la muerte a través de sus formas: la memoria (que es el pasado, que ha muerto), las desapariciones, la enfermedad y la vida (esa forma de ir muriendo); doblemente efectivo, ya que su eje de movimiento es la nostalgia. En resumen, y sumada la maravillosa forma en que está escrito, una obra maestra, un libro de cabecera.
Banville es, de los autores de nuestros tiempos, uno de los más grandes, y un justo continuador de la tradición literaria de su país, Irlanda, a la que se suma a nombres como los de Escoto Erígena, Berkerley, Wilde, Bernard Shaw o Joyce. Mucho se ha hablado de la influencia de Nabokov en sus obras; yo creo adivinar otras: la de Faulkner, la de Beckett, quizá oscuramente la de Byron. Pocos descubrimientos literarios han sido tan importantes para mí como sus libros; con su presencia en el mundo de las letras, creo que podemos esperar cosas muy grandes para la literatura de este joven siglo.

jueves, 15 de octubre de 2009

El Pezweon vs Indecopi, o la persistencia de cierta cojudez llamada Censura



Un poco de reflexión histórica, para comenzar: Ovidio, Boccaccio, el Marqués de Sade, James Joyce, Miller, Durrell, Nabokov. Algunos de los nombres que ocupan un lugar privilegiado en el cánon de la llamada "Literatura Clásica", algunos de los más grandes de cánon... y, alguna vez, gente perseguida, exiliada, aislada o demasiado temerosa como para hacer pública su obra. El gran enemigo: un Estado temeroso y, digámoslo así, patético, incapaz de reconocer el Buen Arte aunque se lo pusiesen delante de los ojos. ¿La excusa? La de siempre: "tales obras atentan contra la moral". Pero, ¿qué es la moral, al fin y al cabo? Y, más aún, ¿quién es el Estado para autoproclamarse juez supremo de lo que es bueno o malo? Pensemos en Hitler quemando libros, o en tantos dictadores (desde el emperador Octavio hasta los de nuestros días, pasando por Napoleón, Stalin, Pinochet, Perón y Videla) exiliando, amenazando y/o "desapareciendo" escritores. A decir verdad...
Hoy me enteré de un capítulo más de esta historia de la Cojudez Humana: Indecopi se ha negado a reconocer el registro de marca del nombre de Pezweon, la tira cómica creada por Carlos Panda y Andrea Tataje en base al muy conocido uso lingüístico coloquial "pezweon" (pues + huevón), porque "consideran que atenta contra la moral y las buenas costumbres". Claro: no le negaron los derechos de autor, pero se niegan a permitir que la legalidad sea de un 100 por ciento, al negarle el registro de marca Y, aunque Indecopi argumente que tal rechazo no significa que "dicho producto no pueda ser utilizado en el mercado para ofrecer productos o servicios", no es en las implicancias prácticas que reside el quid de la cuestión, sino que se trata del hecho mismo de que se rechace un producto cultural en base a argumentos patéticos, tales como la moral y el buen gusto.
De la moral prefiero ni hablar: implicaría una larga explicación. Que baste con señalar que el valor ético es un agregado social, y no un caracter ontológico. El "bien" y el "mal", tal como los entienden Indecopi y otras entidades de cuyos nombres no quiero acordarme, no existen por sí mismos. En cuanto al buen gusto... vamos: ¿tanta basura en los medios de comunicación, Ricardo Arjona grabando discos que ninguno de nosotros ha merecido como castigo, niñas bailando reggaeton en programas infantiles y escritores de cuarta, quinta o hasta millonésima categoría publicando y vendiendo miles de copias? Eso es mal gusto, y nadie les da prohibiciones (ni tiene por qué hacerlo: no creo que haya que defender nunca la censura); pero, ¿un poco de humor sano? ¡Por favor!
Sé que no soy el único que se siente algo indignado (por lo pronto, mi buen amigo Lucho, en su blog "Pelirrojeando", no se ha quedado atrás en su defensa del carismático personaje) ante el caso. Esperemos, pues, que algunos se dejen de moralismos, y empiecen a entender que todos tienen el derecho a expresarse si lo desean (también ese otro reciente autor polémico, Abimael Guzmán). No te tapes, pezweon.

El culto de los libros


De acuerdo: este título casi es un plagio del de Borges, Del culto de los libros, pero eso no es una casualidad: después de todo, este tema va convirtiéndose en un debate bastante acalorado, sobre todo desde la reciente aparición de "cosas" tales como los "google books" o el famoso "kindle", o como quiera que se llame. Es decir, ¿le llegó la hora al libro? Hora de ser superado y desechado, digo, ¿por la tecnología? Habría que pensárselo un par de veces, y debatir las posibles consecuencias.
En su ensayo, Borges empieza por considerar la idea del "libro sagrado": todo aquél que es santificado por una tradición o por un hombre, en el sentido en que lo fueron la Biblia o el Corán (la Ilíada, para Alejandro Magno). Hoy, sin embargo, en este siglo de telecomunicaciones y virtualismos, ¿es posible siquiera imaginar un texto de ese valor? Yo creo que sí: cada lector crea su propio panteón de autores divinizados (en el mío, por ejemplo, se encuentran Borges, Sábato, Goethe, Faulkner, Sartre, Schopenhauer, Baudelaire... entre muchos otros), que son leídos con una suerte de fervor casi religioso (o más que religioso), y con una suerte de entrega bastante particular. Y esto pasa con todo el mundo; pero, a medida que se renuevan las sangres, ¿qué podemos esperar de las formas de leer, o de considerar a los textos? Porque todas las formas cambian, y ello depende de toda una serie de factores que impulsan la construcción del sentido (sociales, mentales, históricos... ), y mañana la gente no pensará como pensamos el día de hoy. ¿Qué esperar, entonces?
Personalmente, me gusta creer que los libros puedan perecer algún día: se volverán más raros, pero tendrán un círculo asegurado de adeptos que no los dejarán morir. Si tomamos en cuenta los factores económicos, creo que implican una de dos opciones: o el libro sobrevive en manos de aquellos que no se puden dar el lujo de comprar un "kindle" (o como se llame), o lo hacen como artículo de lujo. A mí, por lo pronto, estas nuevas opciones tecnológicas no me interesan: me gustan las bibliotecas grandes y los tomos amarillentos, la sensación de pasar las páginas y la de cerrar el libro casi ritualmente una vez que he pasado el último punto. Espero estar en lo cierto, y poder apostar sin riesgo por mis augurios. (Dicho sea de paso, ¿va a haber que cambiar el Día del Libro por "El día del kindle", si es que las cosas no salen como yo espero?)

martes, 13 de octubre de 2009

Lo que se va diciendo de Herta Müller


Aparentemente, los augurios son bastante buenos, y ya son muchos los que corren la voz de que la más reciente ganadora del Premio Nóbel de Literatura, Herta Müller, es una novelista no sólo buena, sino extraordinaria. Recibo las noticias my sonriente, pero me guardo los comentarios para después de leer alguno de sus libros (en cuanto lo haga, comentaré); así que, ante todo, habrá que esperar que sus libros caigan por este lado del mundo a poblar las librerías (y, claro está, la plata a poblar la desnutrida billetera) para hacerme con algo, y luego ya veremos. Entretanto, sigo saludando muy contento las buenas nuevas que llegan desde los que sí se han dado el gusto de leerlos. Esperemos, pues.
Dicho sea de paso, a lo mejor y habría que recordar el caso de Elfriede Jelinek, que recibió el mismo premio hace unos años, en el 2004: una escritora casi del todo desconocida, que resultó ser una de las cosas más fascinantes que le han sucedido a la literatura de nuestros tiempos (porque su trabajo, digan lo que digan sus detractores, es el de una genio, y eso es algo que creo que nadie podría negar).

domingo, 11 de octubre de 2009

Rubén Blades en Lima: algo más que un concierto


Si: definitivamente fue algo más que un concierto... Desde el momento en que empezó a sonar el sintetizador y las notas del vibráfono dibujaron la introducción de El padre Antonio y el Monaguillo Andrés, una sensación cálida llenó nuestros pechos mientras una emoción imparable se apoderaba de todos los cuerpos. Y las voces, al unísono, recibieron entre gritos de júbilo y cantos a Rubén Blades, ese panameño que, de alguna forma, se ha convertido, para muchos, en el equivalente de la Conciencia de Latinoamérica. Y digo esto más allá de la política (que, nadie lo duda, a Blades le interesa muchísimo), sino anclándome en lo directamente vivencial, en esa capacidad para captar los escenarios y las emociones de los personajes de esta américa latina en la que vivimos con tal precisión, no pocas veces sordidez y, siempre, ternura.
Por motivos que, creo, nadie conoce, pero que todos agradecemos, las canciones de Blades se han convertido en himnos que, todo a lo largo de América Latina (y aún en muchos casos del otro lado del Atlántico), se han convertido en verdaderos himnos. No muchos artistas pueden jactarse de ese logro (Charly García, Serrat, Chabuca Granda, Violeta Parra y Gardel también forman parte de esta lista), y, ciertamente, el título que se ha ganado como el "Poeta de la Salsa" le va muy bien, excepto porque Blades es algo más que un salsero, y no teme a la fusión ni a los ritmos lentos y hasta acústicos.
¿Y el concierto? Ya lo dije: muy, muy emotivo. La presencia de Seis del Solar, la banda con la que tocó Blades durante muchísimos años y con la que grabó algunos de sus mejores temas, tuvo algo que ver en ello; luego, estuvo la genial actuación de solista y músicos sobre el escenario (porque Blades no se dejó en casa las maracas); y, finalmente, el repertorio, que además de temas icónicos como Pedro Navaja, Muévete, Plástico o Todos Vuelven (que nosotros los peruanos sentimos muy especialmente, por ser tan nuestra), no faltaron algunas sorpresas inesperadas: Las cuentas del alma (que es de sus mejores), Patria y la que, por la ocasión, era obligatoria (y que acaso sea la mejor de su repertorio), Buscando América.
En fin, casi tres horas y media en las que la música no se detuvo si no era para que Blades pudiera decir unas palabras (no faltaron algunas, dicho sea de paso, para el Zambo Cavero, al que dedicó el concierto). Creo que sólo resta decir, para terminar, una cosa: muchas gracias, Rubén, y vuelve pronto.

Adjunto un videíllo, una presentación en vivo de Rubén Blades de hace varios años, en Nueva York, interpretando Las cuentas del alma (formidable solo de piano).


sábado, 10 de octubre de 2009

Las doncellas de Kawabata


La literatura japonesa es una caja llena de tesoros sutiles. Creo que ésta es la única forma de empezar. Bien, punto y aparte. Quiero evocar, por un momento, una de las novelas más maravillosas de las que guardo memoria; una memoria bastante peculiar, dicho sea de paso, porque no la recuerdo con fuerza, sino muy levemente, como un conjunto de impresiones delicadas y profundas. La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, es una breve y concisa obra maestra, que se cierra como un cuento, pero que, por la forma en que se lee, yo considero una novela breve (esa discusión entre cuento y novela breve es, en el fondo, bizantina). En ella, se nos narran las sucecivas visitas que hace un viejo llamado Eguchi a una posada, especie de burdel contemplativo, donde algunos hombres seniles pueden pasar la noche al lado de una jovencita vírgen. Pero las reglas de la casa son terminantes: no pueden tener relaciones sexuales con ellas, ni tocarlas, ni tratar de despertarlas. Todo lo que pueden hacer es tumbarse a su lado, observarlas y, si quieren, pensar un poco antes de dormir...
De este modo, la novela se convierte en la sucesiva evocación del pasado de Eguchi, impulsada la memoria por la presencia de estas jóvenes (que nunca son la misma, sino que cambian cada noche); en otras palabras, una voluntad erótica, el deseo y la perversidad reprimidos, se vierten hacia adentro con una voracidad que se va aquietando, hasta que se "cierra un círculo", por así decirlo, y Eguchi se decide a tomar las pastillas que la matrona de la casa le ha dejado para dormir.
Esta relación entre deseo, retensión, memoria, perversidad y muerte (que, en cierto modo, aparece representada en la imágen de la senilidad) me parece sumamente interesante. La lujuria es innegable: de hecho, el viaje hacia el pasado tiene como punto de partida la observación de algunos detalles en los cuerpos de las jóvenes (Alonso Cueto ha escrito que, en esta novela, prima la vista como "portal" o fetiche erótico). Puedo imaginar la escena bastante bien, a decir verdad: un viejo y una muchacha tumbados en la oscuridad; ella profundamente dormida, él despierto y muy atento a los pormenores del cuerpo de su compañera, evocando su pasado. Tendría que ser una imágen grotesca, por las asimetrías; y, sin embargo, no lo es. Quizá porque el acto en sí no se da nunca, porque la voluntad se enfría y vuelve hacia sí misma, porque la compasión se antepone al asco. No lo sé, y no creo que sea muy importante: lo fundamental son los resultados. Una obra escrita para que los lectores se vuelvan hacia su propio pasado; porque Eguchi no es el único que proyecta su viaje, sino que nosotros, como lectores, también lo hacemos (yo recuerdo que al leer esa obra no pude evitar, también, empezar a recordar mientras leía).
Siempre me pregunté si a alguien se le había ocurrido alguna vez hacer una película. No sé si se ha hecho: sólo se que, el día en que a algún director se le ocurra hacerla, tendrá que tener el talento necesario para domar un mar tan tranquilo (que es un desafío para el que nadie podría estar preparado). Definitivamente, una obra maestra, que brilla por su perfección y, más aún, por la forma en que invita a ser leída. Gracias, Kawabata.

viernes, 9 de octubre de 2009

Una evocación a Jean-Paul Sartre


Hace un tiempo, Iván Thays comentaba en su blog (Moleskine Literario) que hubo un tiempo en que todos los escritores debían optar por una de dos "escuelas": Sartre o Camus. Yo, sin pensarlo un segundo, hubiera elegido a Sartre. Y es que su figura evoca todo lo que yo considero indispensable no sólo para tomar una actitud literaria (en tanto que creador), sino también ante la misma existencia: resignada y casi feliz desesperanza, lucidez desgarradora, una mirada capaz de abarcar todos los caminos necesarios para la formación de un juicio crítico y, pese a todo, la capacidad de obrar, aún reconociendo que la libertad puede convertirse en un infierno, porque también es la única forma de salvación. Tan sólo lamento algunos de sus ideales acerca del compromiso político (que yo no defiendo en lo más mínimo, porque no me interesan las opciones políticas); Sartre, sin embargo, sigue ocupando uno de los sitiales más elevados en mi altar de dioses paganos (la expresión es de Joaquín Sabina), y lo seguirá haciendo.
Hace un tiempo, yo creí notar que la gente de mi generación empezaba a revalorar la obra de autores como Sartre; el existencialismo, claro está, no ha muerto en tanto que preocupación por la existencia y sus condiciones y límites, y yo defiendo que todas las filosofías encierran, secretamente, este tipo de preocupación. Pero a veces no sé que pensar... ¿podemos acusar, como muchos lo han hecho, a Sartre de haberse vuelto ilegible? Porque son muchos los que afirman que, hoy por hoy, ya no leerían a Sartre. Y, sin embargo, la suya es una obra a la que yo no dejo de volver, así sea para releerlo por partes. Hay quienes dicen que, a pesar de sus bien maceradas ideas, no es un buen estilista; pero oigan, ¿es que no han leído su colección de cuentos titulada El muro? Porque están muy bien escritos. Y también La náusea encierra algunos pasajes de gran belleza estética. Claro que, si uno se vuelve hacia sus obras de teoría filosófica o política, se encuentra con un escritor muy complicado, al estilo de Heidegger... Pero nadie está obligado a leerlas, ¿no?
Siempre defenderé a Sartre como una de las mejores cosas que han pasado a la literatura y a la filosofía. El existencialismo, tal y como lo conocemos, es el resultado de su obra, y creo que es admirable, también, por lo que hizo de su vida (recuerdo, ahora, algo que Bertrand Russell dijo de Sartre en su Autobiografía: que, cuando hizo un llamado para cierta actividad social, le alegró recibir una respuesta del pensador francés, ya que si bien no podía estar de acuerdo con él en materia filosófica, tampoco podía dejar de admirarlo por su valor), aún sin defender sus ideales.
Pero no sé hasta qué punto sea lícito preocuparse: no creo que el olvido sea capaz de devorar a Sartre. Y, si lo hiciera, nunca faltará un lector agradecido que siga defendiendo su memoria con un grito en el cielo. Claro que es una lectura desgarradora (La náusea ha provocado más de un suicidio, y a mí me hundió en una de las crisis existenciales más punzantes de las que guardo memoria), y para la que se necesita mucho temple y nervios de acero... pero son ese tipo de lecturas las que nos hacen dar un paso adelante en el camino hacia una postura existencial más elaborada y, a su manera, digna. La resignación también guarda una forma de orgullo.
Yo nunca dejaré de agradecer mi deuda con Jean-Paul Sartre. Siempre sacaremos algo de su lectura; si es algo terrible, eso no significa que nada: sigue siendo real. La gran pregunta sería, ¿quién se siente capaz de reconocer todo eso como cierto y real? Porque, como Sartre mismo dice en Las moscas, no hay dioses para señalarnos un camino, sino que estamos abandonados en el desierto, en el que nosotros debemos abrir, paso a paso, el sendero que nos justificará (así sea patéticamente) antes de que nos llegue la muerte. Hoy, que he evocado su memoria, yo quiero brindar por monseur Sartre; y sé que, pese al silencio, no brindaré solo.

La creación artística según Franco Viccari

Algunas palabras que encontré por ahí de Franco Viccari, ese casi anónimo autor italiano al que nunca se si admirar o rechazar por excederse en su tradición pseudo-romántica. En fin, que se las comparto, por si a alguien le resultan significativas:
"La creación literaria satisface, de alguna forma, nuestra demanda de misterio en este siglo XXI, hiperglobalizado, hiperracional e hipermercatorial, en el que, por si fuera poco, la esperanza ha demostrado ser una mala inversión. Pero los hombres necesitamos el misterio, necesitamos algo inexplicable para saldar las deudas con nuestra limitación: la magia, el ocultismo, las artes. Cierta dosis de fe autodestructiva pero, al final, necesaria. Y nosotros, los creadores, somos en cierto modo el sacrificio humano que el rito demanda: como intermediarios o chamanes entre la sociedad y los universos ocultos, sabemos que debemos estar dispuestos de antemano a perderlo todo, aún la vida, para llevar a nuestra creatura, la obra de arte, a la vida. Los creadores no podemos dejarnos conocer la tranquilidad. Además, hay demasiado trabajo pendiente como para hacerlo. Pienso en mi propia experiencia como creador, en las horas de desesperación, en la angustia, en los demonios que se me aparecen en sueños (tornándolos en pesadillas de las que yo sé que no debo despertar)... y sin embargo no me arrepiento del camino que he tomado. Pero, eso sí, lo advierto: el del artista es un camino peligroso, que puede llevarlo a uno, de un segundo a otro, a la locura o a la muerte. ¿También a la gloria? Quizá a los ojos de los demás, sí: yo no creo que un creador pueda creer realmente en la gloria; a sus ojos, todas las figuras del mundo que lo rodean se tornan en infierno. Y no porque tengamos, en nuestra calidad de creadores, un rango superior a los demás, no: se trata, sencillamente, de que hemos aceptado abrir los ojos a nuestra condición existencial de seres humanos, a reconocerla y, con dolorosa resignación, a abrazarla. Necesitamos la sensibilidad de un Van Gogh y la lucidez de un Heidegger: esa mezcla, sin embargo, es peligrosísima para uno, pero guarda una oscura satisfacción."

jueves, 8 de octubre de 2009

Irving Penn: la belleza, aún pasada la muerte


Creo que, en un caso como éste, hasta la muerte tendría que ponerse de luto: ayer, Irving Penn, reconocido como uno de los mayores fotógrafos norteamericanos del siglo XX, falleció a los noventa y dos años. Y, con él, sucede lo que con los grandes fotógrafos: con su muerte, se cierra toda una forma de mirar el mundo, que ahora sobrevivirá en nuestra memoria. Quizá no sería una mala idea estar al tanto de revistas como Vogue y demás, por si le hacen un muy merecido homenaje.
Penn, en vida, ha conocido algo más que la fama y la gloria (acaso, más aún que la leyenda), y su pérdida es lo más doloroso que le ha sucedido a la fotografía norteamericana desde el fallecimiento de Richard Avedon. Ahora mismo, quiero evocarlo como al gran deudor de la belleza, de una estética compleja que, sin embargo, se traduce en una serie de formas sencillas. En otras palabras, un genio de la captación, más allá de la observación; una cámara que sabía enfocar la sensualidad casi desebarazada de sus formas.
Y es que su esencia, si podemos hablar en términos como ese, fue la simplicidad: buscar la belleza en las personas mismas, sin recurrir a grandes y complejos escenarios. La forma de arquear un brazo o una ceja, o la figura de dos piernas cruzadas, eran suficiente para demostrarse a sí mismo, y al mundo, que su visión de la estética bastaba para llenar cualquier espectativa.
Una copa en alto, pues, por Irving Penn. Y, entretanto, tomémonos unos minutos para volvernos hacia sus fotografías y, en silencio, con un cigarrillo en la mano y, de ser posible, una copa de vino o un vaso de whiskey sobre la mesa, compartamos
su legado, esa forma única de centrar la mirada. Salud.

Imágen inferior: Cafe in Lima

Y el Nóbel va para... Herta Müller


Al fin llegó la hora de dejar de arrancarse los pelos y enterarse del nombre del nuevo Nóbel de literatura: la rumano-alemana Herta Müller. Yo no sé si soy el único que se pregunta quién es la susodicha, pero será un buen motivo para leer alguno de sus libros (aunque todavía tengo pendiente la lectura de Le Clezio). Por lo pronto, cabe señalar que el premio se le dio por ser "quien, con la concentración de la poesía y la franqueza de la prosa, describe el paisaje de los desposeídos". Suena bien, y espero que su lectura realmente sea buena (pocas cosas hay tan hermosas como descubrir un nuevo autor). En fin, que habrá que felicitarla, ¿no?

miércoles, 7 de octubre de 2009

Premiata Forneria Marconi


Hace unos meses, comentaba (en una nota sobre Le Orme) el espectacular fenómeno del rock progresivo italiano, que se hizo presente a través de algunas bandas que, por qué no decirlo, no tienen nada que envidiar a las de los demás países. En esta ocasión, sin embargo, quería hablar sobre la que considero la más trabajada y de mayor eco: Premiata Forneria Marconi.
Su música, como la de Pink Floyd o Yes, articula estructuras de música clásica con ritmos y variaciones de rock (a veces, también, de "folk"); tiene, como cualquier otra banda, altibajos (de su disco Serendipity, por ejemplo, yo solo rescato dos o tres temas, entre los que se encuentra, obviamente, La rivoluzzione), pero la mayor parte de su obra es de lo mejor que ha sonado en el universo del rock progresivo.
La canción que adjunto en el video lleva por título La carrozza di Hans, y es un buen ejemplo de lo que hace este grupo. A los interesados, puedo recomendarles también que busquen en Youtube La rivoluzzione, Photos of ghosts, River of Life o E festa. Espero les guste.

martes, 6 de octubre de 2009

¿Niñas o Mujeres? El "Backstage" de Sonia Cunliffe


Sonia y yo siempre hemos compartido algunos intereses fundamentales; entre ellos, la ternura, la inocencia y las mascaradas que envuelven a una y a otra en un juego que va perdiendo su eje, y que se va convirtiendo, poco a poco, en un llanto desesperado pero mudo. Para Sonia, lo importante es encontrar ese límite y cruzarlo a través de las imágenes, valiéndose de su siempre precisa obra plástica (donde las máscaras y los rostros se confunden antes de revelarse). Por eso, el título de su nueva exposición fotográfica no resulta gratuito: Backstage, lo que se encuentra detrás de los escenarios, detrás de las luces, detrás de las miradas, las pinturas y los peinados. Una vez más, la pregunta es por la mujer profunda e íntima, el tierno corazón de niña que parece seguir palpitando del otro lado de los pechos.
Acaso, la clave de toda la exposición se concentre en una pequeña mirada, en la delicada curvatura de un pie, en la forma casi tímida de entrelazar los dedos. Como artista, encuentro que Sonia mantiene, sonriente y agradecida, una deuda constante con Helmut Newton, Richard Avedon, Korda y, obviamente, con el que fue su maestro, Otto Stupakoff. También, aunque no sé si ella se de cuenta de ello, con Edward Weston. No son nombres chicos, y tampoco lo es el de Sonia: bajo su atenta y muy afinada mirada, las mujeres encuentran toda una nueva serie de reflejos ante un espejo que, más que deformar su rostro, lo multiplica y desecha hasta quedarse con lo que la autora podría bien llamar "lo esencial".
La exposición comienza este 15 de octubre en Mad Space, en Chacarilla del Estanque, y permanecerá abierta durante un mes entero. Obviamente, queda todo el mund
o invitado a dar un paseo por esta suerte de "galería íntima". Yo, por mi lado, no me lo pienso perder.

Imágenes por Sonia Cunliffe, que conseguí a lo "preestreno" de su nueva exposición.

lunes, 5 de octubre de 2009

Adios, Mercedes...


Más que un minuto de silencio, lo que hace falta es poner una de sus canciones y mantener la boca bien cerrada... dejar que su voz, guiando a la música, nos llene de esa emoción eterna, con toda su ternura y su fuerza. Hoy ha muerto Mercedes Sosa, acaso la Voz más distintiva de sudamérica (junto a Chabuca Granda); y, ante tal desgracia, quiero unir mi luto al del resto del mundo; y, claro está, proponer un brindis.
Adjunto, como tiene que ser, un video: Solo le pido a Dios, una canción que siempre me remueve las entrañas y esa cosa que se parece más a un alma que a ninguna otra cosa; cantada, de paso, junto al muy único Leon Gieco.



Tunick, militante ecologista


No puedo evitarlo: cuando pienso que me he preocupado por los problemas ambientales desde los ocho años y, luego, me vuelvo a ver cómo todo el mundo reacciona de pronto ante este problema cuando ya la victoria empieza a parecer imposile, una sonrisa irónica se me dibuja en el rostro. Pero la lucha por llamar la atención sobre este punto siue siendo admirable, además de necesaria; ahora habría que preguntarse si es lícito usar el arte para estos fines (a mí, que no creo en el "compromiso" social y retórico de la obra artística, todo esto me sienta un poco mal): ahora, por el diario "El Comercio" me entero de que el ya legendario fotógrafo Tunick le pone el hombro a Greenpeace (omito mis comentarios sobre esta organización), y oraniza uno de sus famosos desnudos colectivos en un viñedo de Borgoña, Francia, para llamar la atención sobre los riesgos que corre el planeta ante la contaminación.
Habría que ser un poco frívolos y preguntarnos si es lícito subyugar la estética al imperio de la ética... pero la verdad es que eso es lo de menos: con el tiempo, sobrevivirá la estética. Y, de todos modos, me gusta saber que alguien como Tunick se alínea a militar por la ecología, me gusten o no sus métodos: de todos modos, no puedo negarle el aplauso.

domingo, 4 de octubre de 2009

Jean Delville: un enigma eterno


Ni las páginas de los muchos libros que se han escrito sobre historia del arte ni el mundo de la crítica parece recordarlo; y, sin embargo, las obras de Jean Delville siguen ahí, como una mirada hiperconcentrada y desgarradora de los universos ocultos, del pasado y del infierno. Con mucho de cristiano trágico enlazado a otro mucho de pagano, y con un delicioso sabor a gnosticismo, las pinturas de Delville parecen deleitarse ante los hechos atroces y simbólicos, como los poemas de Baudelaire, de cuya "escuela" fue deudor.
Pero, ¿quién fue Delville? De su biografía se puede decir algunas cosas: que nació en Bruselas en 1867 y que murió en 1953; que fue un pintor con un gran talento y de una mirada bastante particular; que escribió sobre ocultismo y que, desde muy joven, se interesó en la teosofía (que hoy a derivado en la antroposofía, sobre todo a través de Rudolf Steiner), que marcó su vida y su obra. Una obsesión con la búsqueda de un orden estético del universo parece haberlo impulsado a través de toda su vida.
En su obra, se encuentran en un mismo plano el simbolismo, la perspectiva esotérica y la teosofía, con una armonía ambigua y original, que de alguna forma sospecho ha influenciado mucho, directa o indirectamente, sobre la obra de pintores tales como Tola o
Giger. Y porque merece un espacio en la memoria es que escribo estas líneas: su tradición y su estética no son las corrientes, pero eso no evita que sean fascinantes e irresistibles. Recordar y acusar este olvido es el fin de esta nota, a la vez que llamar la atención sobre este enigma constante llamado Jean Delville.

Imágenes:
Arriba: "Los tesoros de Satanás"
Abajo: "La rueda de la fortuna"


Las mujeres que no sabían ser amadas


Podemos imaginar a la literatura como un enorme juego de espejos cóncavos, manchados o rotos en los que, a veces con violencia, a veces con ternura, y a veces con ambas, los autores y sus hijos (personajes, palabras, estilos) tratan de encontrarse o perderse. A esto, creo yo, se debe ese enorme abanico al que se ha denominado "escuelas" y "tendencias" literarias. También los tópicos. Mi objetivo, aquí, es comentar uno de esos tópicos a través de una breve (espero) lista de ejemplos.
De todas las historias de amor que la prosa y el verso registran, creo que ninguna resulta tan magníficamente patética como la de Dante y Beatriz: el poeta, abrasado por el más profundo y desgarrador sentimiento de amor, se siente devastado a la muerte de su joven amada; sueña, entonces, con su llamado: la voz de Beatriz llega a sus oídos a través de una figura casi paternal, Virgilio, y lo convoca a conocer y registrar cuanto sucede en los espacios subterráneos del Infierno, en la montaña del Purgatorio y en los círculos celestes del Paraíso. Pero el patetismo aguarda al final de la obra: Beatriz, una vez que han llegado a la Rosa, desaparece del lado de Dante y vuelve a ocupar su lugar en el Empíreo, mientras el poeta, que ha llegado tan lejos buscándola, se queda solo ante la Perfección en la que, él lo sabe, no tiene un lugar. La única voluntad que ha guiado a Dante hasta ese lugar, en lo más alto del Paraíso, es el amor hacia Beatriz: la mujer que, al final, no le corresponde. Y Dante debió sentir con especial dolor ese último abandono que sabía necesario para el orden providencial de su poema, pues narra el suceso con una tristeza muy aguda, pero resignada, la tristeza del que se sabe a sí mismo un hombre, alguien que nada puede hacer contra el orden divino de las cosas.
Si saltamos algunos siglos hacia delante, tenemos un caso que, siendo muy distinto, no deja de ser, pese a todo, secretamente similar: el de Werther y Lotte, los personajes de la famosa novela epistolar de Goethe. Como jóvenes que son, el uno y el otro no pueden dejar de oír a sus sentimientos contra toda orden racional: bajo sus formas, Las penas del joven Werther narra una serie de batallas íntimas: la de cada personaje contra sí mismo. Werther sabe que no debe amar a Lotte, y sin embargo no puede dejar de hacerlo; del mismo modo, Lotte sabe que está inscrita en un orden que, por ética y por razón, no debe ser roto, pero no puede dejar de ver a Werther, ni tampoco de seducirlo inconscientemente (hay un íntimo y perverso placer en Lotte ante la sumisión de Werther). Pero así como no puede detener el coqueteo, tampoco puede corresponder al hombre que la ama, traicionando su propio espíritu romántico, empujando a Werther a la muerte (que, para ser más patética, se da él mismo con las pistolas del esposo de Lotte).
Otro (obvio) ejemplo es la ridícula Madame Bovary: la mujer que no puede conciliar su espíritu romántico con el código realista en el que vive, y que se deja empujar por sus sentimientos de un amante a otro, hasta que sólo le queda matarse. Y sabiendo, sin embargo, que en el fondo no amó nunca, porque no son lo mismo pasión y amor; pero sabiéndose, en cambio, amada por su esposo, al que no soporta. Con Ana Karenina (que es un personaje mucho más atractivo que Bovary) sucede algo similar, pero Tolstoy logra narrarlo con mucha más habilidad que Flaubert: ella quiere corresponder a su esposo, devolver el orden natural a las cosas que se han torcido, abandonar su vida de adúltera... pero no puede: me refiero a ese sublime momento en que Ana Karenina espera una reacción de su esposo, el enojo, que nunca llega: no hay reconocimiento, ni por tanto expiación: nada puede corregirse; ergo, solo resta la tragedia.
Un último caso (quizá el narrativa y psicológicamente más complejo) es el de Alejandra Vidal Olmos, ese personaje perfecto de Ernesto Sábato: la percibimos oscuramente, y pese a que nos revela algo de sí misma, no hace más que inflar su propio aire de misterio. Necesita la ternura, pero es incapaz de medir las reacciones de los otros, ni la influencia que ella misma ejerce sobre aquellas. Nicolás quiere amarla, pero ella no hace más que titubear y, al final, retroceder a cada intento; todo empieza a hacerse insoportable: obsesión, pasión, culpa, soledad... y una forma de purificación, de expiación, se vuelve necesaria (y fatal): el asesinato de su padre y el posterior suicidio, prendiendo fuego al mirador.
¿Qué es lo que unifica a estas mujeres? El tópico que vuelve una y otra vez: ninguna de ellas sabe amar a los hombres. Todas son íntimamente egoístas, y una voluntad y un placer perversos las empuja hacia la dominación, el soñado placer y, pareciera que al fin pero en realidad desde el principio, a la autodestrucción. Aman como niñas, y en cierto modo lo son, pero sus juegos no encuentran cabida en el código de las relaciones reales. El resultado que siempre se repite es, sin embargo, una prolongación de su perversidad, que no se entierra con ellas: los hombres solos y heridos, no muy seguros de a quién atribuir las culpas, íntimamente desesperados.
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